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La lupa y el telescopio
Transferencia e hibridación en la poesía hispanoamericana del siglo XXI

Por Enrique Winter


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El escenario

El cambio de milenio en Hispanoamérica trajo un relativo consenso tras las dictaduras, con gobiernos democráticos que acataban la política económica del Fondo Monetario Internacional. Había confianza en las instituciones y en los tratados de libre comercio. Un cuarto de siglo después, el desmantelamiento del aparato público en algunos casos y la corrupción autoritaria en otros han llevado no solo a una mayor desigualdad sino también al regreso de los sistemas de represión estatales en relación a nuevos actores, como las organizaciones paramilitares y los carteles del narcotráfico que han aumentado la percepción de inseguridad difundida por la prensa. A la sensación del cierre de un ciclo —con su respectiva oportunidad perdida en un continente en que la salud, la educación y las jubilaciones rara vez operan por fuera del mercado— se ha sumado la emergencia de identidades históricamente desplazadas, desde las mujeres a las minorías de género y étnicas pasando por las medioambientales. Sin excepción, en los diecinueve países hispanoamericanos se han volcado multitudes a las calles a exigir derechos cada vez más variados y disociados de liderazgos reconocibles. 

En este contexto de revuelta sociocultural, la poesía —cuya valoración institucional abarca desde el poeta padre de la patria en la Cuba del siglo XIX, José Martí, y los poetas presidentes de Colombia o Venezuela, como Rómulo Gallegos en el XX, hasta el papel moneda con el rostro de Gabriela Mistral en el Chile del XXI, con muchos otros países consolidados como “tierra de poetas” en el imaginario popular—, no ha estado ajena a la disminución de las capacidades lectoescritoras de la ciudadanía a causa del desfinanciamiento de la educación pública, del costoso acceso a la oferta cultural y de los cambios en los modos de atención debidos al avance acelerado de la tecnología. Paradojalmente, este período encuentra a la primera generación de poetas profesionales, en su mayoría licenciados universitarios en Literatura, varios de ellos con posgrados en Escritura Creativa, conectados como nunca con los procesos artísticos del continente y de Europa, así como gradualmente del resto del mundo, pero no así con el público, el mercado o la academia de sus respectivos países. 

En cuanto a los estudios sobre la poesía, este período empieza con la traducción y recepción entusiasta de los libros que se preguntaban dos siglos después de Hölderlin y medio siglo después de Adorno, por La Politique des poètes. Pourquoi des poètes en temps de détresse, editado por Rancière en 1992, deudor de una tradición retomada ya por Hilde Domin en su Wozu Lyrik heute de 1968, en La poésie comme expérience de Lacoue-Labarthe, de 1986 y en el Manifeste pour la philosophie de Badiou, de 1989. Como sus títulos indican, la pregunta por el sentido y la función de la poesía y de los poetas estaba en el centro del debate y la reducía a la estética, según Badiou al menos, una vez que los filósofos habían retomado la posta de escudriñar lo humano. Estos análisis dejaban atrás el estudio de las figuras literarias de los propios poemas, pensados como objetos en sí mismos y sin relación a nada más, a los que se venía dedicando en general la crítica del siglo XX. 

Como si se las hubiera forzado a dar una respuesta práctica a una pregunta que en su comienzo fue retórica, tanto la crítica como la mayor parte de la producción poética se volcaron al contenido en este primer cuarto del siglo XXI. A su correlato respecto de la identidad y la experiencia de los autores, así como de las denuncias urgentes a nivel de las minorías excluidas del proyecto humanista y de los temas medioambientales, entre otros. A qué dice el poema más que a cómo lo dice, fenómeno que recién pareciera reducirse por el reordenamiento del escenario político y discursivo a nivel global y de la irrupción de las tecnologías de inteligencia artificial que, al acumular las obras previas, pueden reemplazar ya las autorías y los contenidos temáticos, pero no así la experimentación formal. Aparte, claro está, de la resistencia interna de los poetas y los poemas por convertirse en contenidos, que es justamente la jaula que exigen generar las redes sociales. Estas reemplazaron, además, al intercambio en persona de ideas y de los mismos libros que la mayoría de los poetas de una ciudad leían, práctica por entonces imprescindible y que hoy, aún en la peligrosa pérdida de lo común, puede evaluarse como homogeneizadora y limitante.

Este período tuvo así, quizás el mayor cambio en la socialización y presencia de los poetas, que por siglos fueron un grupo de hombres sentados en torno a las botellas de vino de una mesa larga, haciendo la fila de una canonización local que, si existe hoy, sucede fuera de la taberna, probablemente al aire libre, entre mujeres y disidencias sexuales. Los poetas leían en público igualmente sentados y serios, evitando cualquier desvío de la palabra escrita. Todo énfasis oral podía dar cuenta de carencias en el texto. Un cuarto de siglo después, las y los poetas parecieran recitar siempre de pie y aunque en efecto sus performances puedan cubrir falencias textuales, es un hecho que estas actuaciones gozan de una disponibilidad y de un pedigrí inimaginables recientemente. Mientras más digitalizado está el mundo, más se ha asumido la presencia del poeta, que ha entrado así en una simbiosis entre la palabra escrita y su canto.


Me han preguntádico muchas persónicas

¿Existen búsquedas o estéticas comunes en la poesía hispanoamericana publicada en lo que va corrido del siglo XXI? De haberlas, ¿en qué se diferencian de aquellas de la tradición? ¿Permiten las transferencias e hibridaciones del período pensar en una poesía poshumanista en los términos propuestos por Rosi Braidotti? La configuración de un nuevo ethos desvinculado de los discursos oficiales encontró canales de expresión en la poesía y luego los ha multiplicado por las redes sociales a las que también acceden las personas sin poder. Desligado del binarismo de los debates entre gongorinos y quevedianos que se remontan al Siglo de Oro —y que predominaron hasta la disputa entre neobarrocos y objetivistas en la Argentina de fines del siglo XX—, “el archivo llamado poesía”, en palabras de María Salgado, ha servido “como polo de imantación” para arrojarse sin prejuicios al tráfico de fuentes diversas, de la mano de editoriales independientes, de la circulación en línea y del activismo que han quitado relevancia a las instituciones que solían determinar las estéticas dominantes. En los territorios en que se evidencia un mayor desinterés de las clases gobernantes por la poesía, quienes la escriben tienen menos que perder por la manera en que lo hagan, estimulados a salirse de las normas escriturales y de los temas al uso, a diferencia de aquellos donde la institucionalidad es vigorosa y el poder parece al alcance. Ante el neoliberalismo omnipresente y desde la inquietud planteada por el también poeta Ezequiel Zaidenwerg, vale la pena atender a la relación entre la libre circulación de los bienes y la libertad de formas en la poesía una vez que han quedado atrás las restricciones de la censura autoritaria, así como a la desarticulación formal del poema en su relación con la desarticulación del tejido social de este siglo en Hispanoamérica.

Mi hipótesis es que las formas de composición y las identidades en juego se retroalimentan al punto de originar una “escritura expandida” dentro y fuera de la página, así como en el interior y el exterior del campo literario. La proliferación de nuevos modos de escritura en el poema hispanoamericano ha acompañado la migración parcial desde el soporte libro hacia los medios digitales y el desarrollo de prácticas de difícil encaje en una concepción tradicional de la poesía, como las intervenciones del espacio público y de archivos desclasificados, las cada vez más comunes colaboraciones con la música y las artes visuales e incluso la creación desvinculada del propio autor —esencial al proyecto humanista— en los poemas basados en algoritmos y en los diálogos con plataformas de inteligencia artificial. Curiosamente, en ellas se aprecia una tensión renovada por las formas clásicas del metro, la aliteración y la rima que, desatendidas durante décadas en la poesía publicada, se mantuvieron vivas en las tradiciones populares y en manifestaciones inicialmente ajenas al repertorio de las formas literarias como los slam poetry o el reguetón. 

Acaso la menor urgencia programática de comienzos del siglo XXI, en oposición a la poesía directa que denunciaba las dictaduras de las décadas anteriores, llevó a una mayor atención a los procedimientos que a los resultados del poema, algo central en la poesía posmoderna de Estados Unidos que, gracias a sus primeras traducciones, sigue aumentando su influencia. La mayor parte de lo que cualquier poema requería informar, se encuentra hoy disponible todo el tiempo en internet. Ante el exceso de información, el poema por un lado tiene la oportunidad de desasirse parcialmente del mandato de contar y, por el otro, de acceder a las zonas más recónditas del conocimiento humano sin tener que ahorrar para un viaje a la capital respectiva rogando el préstamo, por parte de quien pudo pagarlo, de aquel libro que todos debían leer. Son otros los referentes que se han asentado así con una velocidad asombrosa. El manga japonés, las series audiovisuales de las plataformas de pago, la erudición zoológica, la exposición de resultados para búsquedas aleatorias y las jergas científicas o barriobajeras presentes en la poesía actual llaman a preguntarse, por oposición, hasta qué punto la poesía se había ido separando del interés público hacia fines del siglo pasado, anclada solo en fuentes literarias, expresada según el país en vocabularios esencializantes o bien forzosamente antilíricos, y con escasa atención a la melodía. Hoy, la poesía pareciera tener un lugar distinto en cada pancarta, muro o posteo de la protesta, en una extraña connivencia con la precisión del lenguaje publicitario. Ambos ejes, el de las formas poéticas y el de las identidades nos llevan así a un tercero, que es cómo se han relacionado con el poder, ya sea reproduciendo o alterando su lenguaje comunicativo, en el caso de las formas, y reproduciendo o alterando las jerarquías sociales en el caso de las identidades. 


Combinación del metro

La liberación de las formas poéticas es un proceso evidente desde la poesía clásica al romanticismo y las vanguardias, tanto que la medida o la estructura de los versos quedó fuera de los debates poéticos latinoamericanos desde mediados del siglo XX. Mientras las discusiones eran de enfoque y de tono, la mayoría de las y los poetas principales siguieron escribiendo con endecasílabos como base, desde Pablo Neruda a su antagonista Nicanor Parra, o con una combinación libre de estos con los heptasílabos, a la manera de la lira tradicional, generando una sensualidad desbocada en Gonzalo Rojas —que sumaba dos o tres por línea— o un intimismo trascendente hasta el día de hoy en Ida Vitale. Las generaciones del cincuenta y del sesenta en Chile, las de Enrique Lihn y de Óscar Hahn, respectivamente, usaron el verso clásico para la mayor parte de su obra. El quiebre de este procedimiento es exacto en el golpe de Estado. No es con sus experimentaciones —Gonzalo Rojas fue incluso surrealista— que se corta la cadena de transmisión del verso clásico, sino con el fin de la democracia. Situaciones análogas pueden hallarse en cada uno de los países americanos. 

A la economía planificada la sigue la libre circulación de los bienes como a la composición de versos metrados la sigue el verso libre. Naturalmente, no estoy diciendo que quienes escriben sin atención a las formas defiendan el neoliberalismo o los abusos de las dictaduras. Por el contrario, fueron estas circunstancias las que aceleraron la necesidad de postergar el caudal poético en favor de prestar el poema, denunciante y literal, a causas que por populares entendieron una renuncia a las figuras retóricas. Sostengo que esto adoleció de un error de apreciación pues, como anticipé, donde más vivos estaban y siguen estando los recursos del metro, la aliteración y la rima es justamente en sus manifestaciones populares, fuera del libro y dentro de toda clase de composición folclórica o barrial hasta las variantes actuales de la música urbana, así llamada por el lugar de origen del rap en Estados Unidos, pero que en su desarrollo formal en Hispanoamérica también podría llamarse campesina, tal como el “country” cultivado inicialmente por Taylor Swift. 

La producción poética latinoamericana de las últimas tres décadas del siglo XX, en cambio, omite casi por completo la rima y el metro. Es raro encontrar a poetas de estas generaciones que siquiera sepan componer con los elementos de la tradición. Los pocos referentes que usaron de modo parcial algunos de estos recursos retóricos —es el caso de Mirta Rosenberg en Argentina— generaron escuela a comienzos del siglo XXI, así ya no fuera sostenible en democracia la liberación absoluta de la economía ni de las formas poéticas que había traído consigo la violenta interrupción del diálogo. Donde Rosenberg ponía figuras de dicción como las anáforas, paronomasias, aliteraciones y la rima que sus discípulos de mayor edad desecharon, los más jóvenes añadieron variedades de metros que volvieron a acarrear la musicalidad al centro de sus obras. Reaccionaban autores como Alejandro Crotto y el citado Zaidenwerg a la poesía de los años noventa en Argentina, que había descrito programáticamente la muerte de la lírica. 

La mayor parte de la transferencia estilística fue internacional, con la llegada en esos años de numerosos libros imposibles de conseguir durante las dictaduras latinoamericanas y, desde el siglo XXI, con la proliferación de traducciones que ofrecían los versos clásicos de poetas contemporáneos en otras lenguas. En la generación que empieza a publicar en los años 2000 ya varios saben de metro y prefieren ostentarlo a la manera del Siglo de Oro, en sonetos o sextinas, revalorizando a autores que fueron igualmente contemporáneos y coloquiales en esas formas, como Carlos Germán Belli. Es el caso de los chilenos Rafael Rubio y Juan Cristóbal Romero y de la brasileña Angelica Freitas, muy relacionada con la escena en castellano. Más sueltos, sumando varios versos clásicos por línea sin que se vean, pueden citarse casos renovadores en México, a la manera de Óscar de Pablo y Hernán Bravo Varela. Más que canalizar en la métrica sus torrentes, todos se sirven de ella para despercudirse de cierto realismo sociológico de la poesía anterior. Capean ola sobre ola de estas formas, pensando sus procedimientos al punto de planteárselos de antemano, para así “cantar” por encima del mero “contar”. Son poetas nacidos en los años setenta y ochenta que se encuentran en plena producción, ágiles ante los cambios de la sociedad y que, sin embargo, parecen volverse una excepción al cierre del período, en que aquellos aún más jóvenes raramente conocen, y cuesta encontrar casos relevantes que los utilicen, los recursos retóricos de la lengua, por más que al escucharlos el beat de la música urbana nos guiñe un ojo con esas rimas no buscadas en la tradición oral que sostienen.


Los vehículos híbridos 

No es el primer momento de la historia en que la poesía se ha mezclado mucho con otros discursos. Para Rancière, citado por Edgardo Dobry, “la poesía de Novalis, la poética de los hermanos Schlegel y la filosofía de Hegel y de Schelling confundieron irremediablemente el arte y la filosofía —junto con la religión y el derecho, la física y la política— en la misma noche de lo Absoluto”. Pero aún en esa noche era la poesía, como práctica y tradición, el imán que atraía los demás metales. Es lo que propone María Salgado, poeta como Dobry, pero pensándola como un archivo desde el cual se abren toda clase de intervenciones. Muchas de ellas a nivel hispanoamericano, aún en su solvencia, renuncian a mi juicio a aquello que entendíamos por poético, su motor de combustión interna, consistente en todas las posibilidades del lenguaje fuera de la comunicación o la información. Veamos entonces qué se ha hecho, en su reemplazo, con los motores eléctricos.

Es literalmente el archivo lo que trabajan poetas como Carlos Soto Román, que usan documentos desclasificados de la CIA, por ejemplo, para volver a clasificarlos a punta de montaje y borronamientos. Influenciada por la poesía conceptual estadounidense de autores como Vanessa Page y Kenneth Goldsmith, quien propagó una poesía “no creativa”, la de Soto Román goza de una politización al nivel del territorio. Su poesía es situada, como querían los poetas del cincuenta, pero las palabras dejan de ser escritas por él, una práctica que hoy es reconocida también en la narrativa del cono sur, con autores como Matías Celedón o Pablo Katchadjian. Arte conceptual compuesto con materiales ajenos. Autora de varios libros de poesía en verso como Soto Román, la colombiana Carolina Dávila se alió con Jennifer Vega y Juan Afanador para intervenir el espacio público con poemas a disposición de los transeúntes, que emulan los formatos de los permisos de construcción o quedan como baldosas a merced de las pisadas. Inquietantes, salieron a buscar a sus lectores, lo que podría asimilarse a tantas otras prácticas que hoy luchan por nuestra atención, si no fuera porque en esta intervención urbana los lectores y el clima editan los poemas, a medida que los rompen o desplazan. Dávila, Vega y Afanador han pensado el futuro de la poesía en su exposición al medioambiente y también a la sociedad que ha solido estar excluida de ella.

La intervención del espacio público sí tiene una relativa continuidad con los siglos pasados en cuanto al poeta entendido como flâneur, menos como paseante que como callejero en el caso hispanoamericano. El costarricense Luis Chaves y la peruana Roxana Crisólogo son algunos de los autores destacados de esta mirada que se ha desarrollado cada vez más en torno a las revueltas sociales del continente. En ellas se han mezclado las artes visuales con la densidad de la palabra poética, como venía dándose desde el comienzo de este siglo con la música. A las canciones populares que tomaban prestadas las letras de poemas conocidos de la primera mitad del siglo XX, versionados en la música del exilio latinoamericano de los setenta, las sucedió un hiato entre las prácticas que notoriamente volvieron a juntarse, como en su remoto origen en Terpandro y que en el premio Nobel a Bob Dylan parecen dar cuenta de una tradición de los rapsodas y trovadores, discontinua esta vez. En el ámbito hispanoamericano y aún en ciudades como Nueva York y Berlín se suceden los festivales de poesía y música con interés del público, ofreciendo procesos poéticos desde la composición conjunta a la improvisación que han atraído a figuras centrales como Raúl Zurita, quien también ha puesto sus versos en instalaciones de gran formato, a la manera de la poeta y artista visual Cecilia Vicuña. La palabra ha vuelto a tener un valor basal en las prácticas del arte contemporáneo, renovando y apelando indirectamente a cierta ingenuidad respecto de los problemas tocados por la poesía de fines del siglo pasado. 


Barroquismo digital

Menos trágica de lo que muchos pensaron, la transferencia de la palabra al formato digital ha traído consigo nuevas formas de composición. Una de las referentes de la así llamada poesía electrónica es Belén Gache. Afín a las variaciones de las formas del Siglo de Oro, de cuya relevancia en los poetas de hoy ya les he hablado, reescribe las Soledades de Góngora vinculando sus recursos a los de la tecnología contemporánea. Así, la catacresis, que es la metáfora para algo que carece de nombre, opera a través de ventanas pop-up y de hotlinks o enlaces a imágenes archivadas en otros sitios web. Las imágenes barrocas, en tanto, las presenta como mash-up o nuevos poemas a partir de la mezcla gongorina, el significado elusivo en cadenas de lexías y el hipérbaton, por ejemplo, en espirales animados por flash. 

No es ni con mucho la única pulsión barroca en la poesía del período, en que se renueva y persiste una saturación opuesta a lo clásico, o a lo renacentista, si visitamos las categorías que Heinrich Wölfflin estableció a comienzos del siglo XX para diferenciar la pintura de los siglos XVI y XVII. El suizo confrontó lo lineal del renacimiento a lo pictórico del barroco, lo plano a la profundidad, la forma cerrada a la forma abierta, la pluralidad a la unidad y la claridad absoluta a su falta. Cada uno de estos polos son útiles para pensar cambios de paradigma que se dieron con el nuevo siglo, evidentes en la poesía ecuatoriana. Los poemas apolíneos, cuando no decididamente conservadores, han cedido lugar en la mayoría de las expresiones actuales al exceso buscado por Juan José Rodinás y Ernesto Carrión, entre otros nacidos a fines de los setenta. Es evidente en ellos también la influencia de la poesía estadounidense, especialmente de los poetas language con su crítica del uso de la palabra poética y su discontinuidad tanto en el nivel del discurso como en el de las imágenes, que el lector activo puede unir gracias a la fluidez de las oraciones y a su propia experiencia. Es la primera vez que un estilo tan profundamente castellano gana espesor en la lengua desde la influencia del norte. Es más, cuesta encontrar casos en la poesía española que siquiera extiendan el verso hacia el versículo, como el también lingüista Mario Montalbetti en Perú. Es elocuente para esta transferencia recíproca del sur y el norte, la revista llamada precisamente S/N, que dirigieron juntos el poeta uruguayo Eduardo Espina y el estadounidense Charles Bernstein.

Por supuesto, esto no surge de la noche a la mañana y vale la pena recordar no solo la poesía sino el constructo teórico de los cubanos José Lezama Lima y Severo Sarduy a mediados del siglo XX, quienes contemplaron en el barroco americano la cima del arte y la cosmovisión barrocas, entendidas ya fuera de su definición histórica. Voces como la de Néstor Perlongher, quien para el Río de la Plata adaptó un programa “neobarroso”, y las de los aún activos Coral Bracho y José Kozer, han sido de un influjo incalculable para las nuevas generaciones de poetas, que siguen reeditando Medusario, la muestra del movimiento publicada en 1996. Parte de su espíritu se encuentra en ambos tomos de País imaginario, la antología que canalizó Maurizio Medo, puente etario y estilístico entre las generaciones señaladas, al igual que León Félix Batista en el contexto caribeño. El poeta peruano comienza el siglo XXI combinando versículos, prosa y fotografía. La recurrencia del barroco entonces, híbrido por definición, atrae hacia sí todo lo que lo rodea y de manera creciente desde que dispone de lo que Susan Sontag llamó camp. La opacidad se despliega ya no solo en las referencias a la alta cultura, sino al amplio espectro de lo pop o, en lo que se ha vuelto notorio hoy, pero venía de antes, de las maneras de decir la naturaleza. La poeta Soledad Fariña se preguntaba ya en su primer libro, que se llama así, acerca de cómo volcar el paisaje en palabras. Su respuesta es lo que yo considero un barroco inverso, una opacidad y esplendor del lenguaje ya no por acumulación sino por sustracción. Separa las sílabas espacialmente en la página, renuncia a ciertos conectores, balbucea. Nacida treinta y cuatro años después, la mexicana Maricela Guerrero extiende la conciencia ecológica en todas las direcciones: lenguaje conversacional y denuncia, análisis científico y punto de vista animal y vegetal hasta la célula, que acaso sea la sílaba de Fariña.

Existen diversos proyectos que intentan reunir esto que se ha expandido hasta volverse invisible. Es el caso del sitio litelat, que compila aquella poesía que ha reemplazado el soporte de la página impresa por el de la web, arrastrando consigo muchas veces al autor, reemplazado por el algoritmo. Estas poéticas anticipan lo que a mi juicio cierra el período: el acceso generalizado a las plataformas de inteligencia artificial que en base al insumo de toda la tradición y de los usuarios pueden sugerir cambios atinados a los poemas o derechamente su composición. Quedaría solo el placer de seguir escribiéndolos.


Cédula de identidad

Durante la segunda mitad del período, se asentó en la poesía hispanoamericana una primera persona muy distinta de la nerudiana que venía “a hablar por vuestra boca muerta”. Movimientos globales como MeToo giraron la atención hacia la denuncia efectiva de cómo la realidad se manifiesta en el cuerpo de los propios poetas, en especial en el de las mujeres, en el de las disidencias sexuales y de quienes se identifican como miembros de pueblos originarios históricamente oprimidos, o racializados en el caso de las nuevas migraciones. La presencia reivindicatoria que estas personas encuentran en la poesía, como herramienta de cuestionamiento de las dimensiones patriarcales y coloniales que las afectan en el plano de la experiencia propia, también podría leerse como parte de las dinámicas sociales de autopromoción de la época, con el yo al centro. 

La identidad como uno de los temas esenciales de la poesía contemporánea es a la vez su estrategia formal de enunciación y su imagen, vía la del autor, para colaboraciones impensables en las décadas anteriores. Las y los poetas leen en tiempo real a sus colegas situados en espacios remotos, sin editores y con internet como soporte no solo comunicativo sino de la propia creación, y se vinculan en festivales que hasta hace poco solo daban lugar a los autores consagrados. Ni qué decir cómo se multiplicó esta tendencia desde la pandemia global de los años 2020 a 2022, lo que ha sucedido también con las demás artes, pero que es particularmente relevante en la poesía, que no cuenta con la difusión de aquellas. La poeta mexicana Dolores Dorantes, entre otras, ha encontrado un feliz asidero para el activismo en estos nuevos campos de circulación de la poesía. De su experiencia de persecución y exilio se nutren los procedimientos de corte y apropiación de textos previos, para el despliegue de un presente y posible futuro de la poesía política. Me parece que esto rima con el aumento vertiginoso, literalmente, del interés por los talleres literarios y las lecturas públicas a los que las personas arriban con el firme propósito de contar lo que les ha pasado, pero, a diferencia de Dorantes, suelen expresarse con la misma sintaxis naturalizada de los opresores. En esto se parecen a la generación que en los sesenta y setenta denunció los abusos de las dictaduras, propugnando una poesía más directamente comunicativa por primera vez en medio siglo.

La nueva narratividad o emocionalidad explícita del individuo —elegíaca como la deriva que tomó la poesía europea después del romanticismo—, interrumpe a mi juicio la tradición del poema hispanoamericano entendido como celebración. Para Edgardo Dobry, este carácter se debe a su desarrollo tardío, que habría empezado sin epopeyas o himnos heroicos de los cuales distanciarse. Sin embargo, los propios himnos patrios fueron escritos con las versificaciones de moda. Me pregunto si una vez cumplida la función celebratoria o de canto en el arco temporal comprendido entre, digamos, Rubén Darío y Raúl Zurita, cabría demostrar que la función del lenguaje poético hispanoamericano es otra hoy, con posturas radicalmente alineadas con el poshumanismo —incluso a nivel performativo en los poemas de las veteranas Coral Bracho o Circe Maia que hacen sentir el agua, por ejemplo, y que no por casualidad han cruzado el puente del nuevo siglo—, y si acaso estas posturas serían capaces también de proponer una comunidad, no nacional esta vez, sino deliberadamente trasnacional e hipermedial, más inclusiva y diversa. Para hacerlo, resulta natural que no sea la celebración sino el cuestionamiento el primer invitado y si queda espacio para el canto, que lo hay, es probable que sea a la diferencia. A casos aislados como el de Pedro Lemebel a fines del siglo XX, la fuerza de Yuliana Ortiz Ruano agrega una perspectiva afroamericana y de futuro tanto a nivel temático como formal. Ambos derivaron hacia la prosa. Este desvío, sobre todo en la crónica que tuvo su propio boom en estos años, se encuentra asimismo en la obra del poeta dominicano Frank Báez quien, como Valeria Tentoni en sus relatos o Alejandro Zambra y Daniel Saldaña París en sus novelas, sostiene la prosodia, el intimismo y el imaginario poéticos. Se observa así un enriquecimiento de la narrativa a partir de la llegada de los mecanismos diferenciados de la poesía, que acaso renovaron con fluidez los mercados más estables de la palabra. 

En cuanto al género de quien escribe —aun en el Cono Sur, en cuyos años ochenta destacaron numerosas mujeres, influyentes hasta el día de hoy—, es notorio un quiebre de la presencia femenina, que solo se recupera hacia fines del período estudiado. Lo mismo podría decirse de sus estéticas y diferenciar con facilidad entre la poesía actual de Chile, aquella influenciada más directamente por la contención dolorosa de Elvira Hernández, de aquella que es heredera del barroquismo callejero de Carmen Berenguer o de la sonoridad conceptual de Verónica Zondek. La transferencia, si consideramos que la hubo, se habría producido en vida, pero con un desfase de más de una generación. Asombroso es el caso colombiano, en que se solía reconocer la existencia de una sola poeta mujer, María Mercedes Carranza o Maira Delmar, según la zona del país de la que se viniera, y en la producción y el debate actuales son amplia mayoría desde las obras consolidadas de Piedad Bonnett, a la generación siguiente que empieza con la medida Andrea Cote y el despliegue de Lucía Estrada y Fadir Delgado, y que hoy tiene voces originales y en diálogo, híbridas entre géneros literarios y capaces de sostener revistas periódicas como La trenza con solo autorías femeninas. El caso puede extrapolarse a cada una de las escenas locales y, por supuesto, a la internacional, que es de la cual se nutren y en la cual circulan sus propuestas, con escenas activas de intercambio, como la de Chicago, desde la poesía de la uruguaya Silvia Goldman, y la suma de ciudades americanas y europeas de la diáspora de poetas venezolanas. 

Puesto que esta época es la primera que pone en entredicho la hegemonía de la lengua castellana en la poesía del territorio, considero esencial el análisis de las obras en lenguas originarias, prácticamente inéditas a inicios del siglo, así como toda clase de hibridaciones entre ellas y las posibilidades de otras lenguas. Elocuente es el caso de la cubana Achy Obejas, presentado en este Congreso por Susanne Zepp, que se sirve del inglés para eludir los marcadores de género en castellano, pero también del lenguaje inclusivo. Al utilizarlo para las cosas, crea un efecto que es tanto de extrañamiento como una propuesta sonora y visual ajena a la propia lengua en que se expresa. En ese contexto, usar los artículos femeninos para las mujeres, las dota de una nueva agencia. Roque Raquel Salas Rivera lleva el activismo no binario incluso a los mitos de origen de los pueblos nativos de Borinquén, actual Puerto Rico, con una vitalidad expresiva no exenta de sutilezas. Judith Santopietro ensaya haciéndose parte del pueblo náhuatl, como los poemas en esa lengua de Martín Tonalmeyot. También autoridades espirituales dentro de sus respectivas comunidades, como la machi Adriana Paredes Pinda en la mapuche, han desarrollado obras híbridas entre lenguas, entre poesía y denuncia, entre cántico espiritual y a la naturaleza. Un caso particular lo constituye el “huinca” —nuevo inca, como llaman los mapuche a los chilenos y, por extensión, a los extranjeros— Claudio Gaete Briones que, con el fraseo de los poetas de los noventa, mezcla modos de decir, así como tiempos históricos, enfocado en el ritmo de las costumbres sociales derivadas de los pueblos originarios y de los procesos de resistencia y adaptación a la conquista. Es notable la visibilización entre los lectores locales, la academia y el mercado de la poesía en las así llamadas lenguas originarias que, en muchos casos, incluso los miembros de las comunidades de origen habían dejado de hablar hace generaciones. 


La música del pensamiento

Ante el ímpetu de la poesía contemporánea en tanto resguardo estético, acaso moral, de las diversas disidencias, ¿es posible elaborar algún discurso que las agrupe en vez de reducirlas por vía de la separación? Me parece que en cada autoría se hallan trazas fuertes de lo común, manifestadas en las tendencias señaladas del uso de las formas clásicas de dicción para derivas inconscientes, excesivas o reivindicatorias contra aspectos del patriarcado, ¿O son acaso los propios puntos de desencuentro de la poesía hispanoamericana un cimiento admisible para esa agrupación eventual? ¿Sería esta deseable? Pienso también que sí, en una época en que la búsqueda de los poderosos y de los débiles se cruza en una economía política que capitaliza la atención, la resistencia indispensable puede darla el ofrecimiento de un discurso que, con sus radicales y necesarias diferencias, proponga un disfrute no ingenuo de la palabra. La poesía puede incluso definirse a partir de su falta de propósitos y de linealidad, con la riqueza adicional de la ambigüedad del castellano, intensificada por la mezcla con las lenguas precolombinas, que en vez de cerrar el sentido como los demás discursos, incluidos el resto de los géneros literarios, los abre a lo desconocido del mundo que nos toca y que a la vez construimos. Sobre todo en Hispanoamérica, donde la práctica de la poesía es auténticamente popular con tradiciones asentadas por siglos en forma de una viva poesía oral, que en sus variantes musicales hace bailar al planeta entero. La poesía, como música del pensamiento, como una forma de escribir y de leer pensando, siguiendo hebras diferentes del único cordón del sentido, genera estructuras que permiten el acceso al inconsciente, a lo prerracional desde donde se escribe y se percibe. Al cuerpo, a los afectos.

Creo que el cambio de la lupa por el telescopio o mejor, su convivencia, puede contribuir a una mejor comprensión de la poesía hispanoamericana en la academia, algo que considero esencial para su inserción y función en el presente, así como para dar a los estudiantes las herramientas necesarias para que formen una actitud crítica acerca de esta materia y de las sociedades de las que surge. De paso podrá observarse con claridad algo que a estas alturas parece contraintuitivo, que es cómo la rearticulación formal del poema viene de la mano de la rearticulación del tejido social, solo que no desde la homogeneidad impuesta desde arriba, sino que desde la diferencia propuesta desde abajo ante problemas obscenamente similares a nivel continental. 

Confío en que compilarla, pero, sobre todo, cuestionar sus materiales y reflexionar acerca de la poesía hispanoamericana de este siglo nos traerá resultados que exceden el alcance de esta propuesta y que pueden servir a futuras investigaciones. Esta es una invitación a un relato indagatorio que aún no se ha tejido entre publicaciones apenas estudiadas y menos a nivel de conjunto, cuya circulación creativa no está ontológicamente sujeta a las escenas y poderes locales, y que es a la vez una poética de la ruptura y de la continuidad del cambio de siglo, así como un ahondamiento poshumanista entre la palabra del poder y el poder de la palabra.



 



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