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DESHUESOS, de Felipe Cussen

ANATOMÍA PATOLÓGICA DE UN POEMA

Por Mónica A. Ríos
www.unavuelta.com Sábado, 25 de agosto de 2007



Paliaba yo el retraso del doctor en una sala de espera con la lectura del segundo tomo de la conocida saga proustiana; muy a propósito, pues, como podrá recordar quien haya leído el primer tomo, las alusiones a la enfermedad de Marcel comienzan muy tempranamente desde que empieza el relato de su niñez. El dilatamiento de los padecimientos del narrador y su recurrencia en el segundo volumen se conjugan con las referencias a la enfermedad cutánea que padece Swann, ese eccema que nunca se le quita, y que es una de las tantas situaciones -la enfermedad- que configurarán al personaje Marcel como el antitipo de Swann. Esta imagen del escritor enfermo que posee una "inteligencia" -palabra que Proust pone en boca del escritor Bergotte- que necesita de doctores que conozcan las enfermedades que nacen justamente de ella, es, a mi parecer, no exactamente una inteligencia, sino una sensibilidad extrema, como si el escritor no pudiera tocar un objeto sin convertirse inmediatamente en él. Un escritor tal es permeable a todas las corrientes que conviven alrededor de él, como si no sólo su oreja sino también su cuerpo estuviera o, mejor incluso, fuera inherentemente abierto a los azotes que se mueven a su alrededor, tempestades formadas de palabras y cuya sobrecarga invade hasta obligarlo a separarse de lo que es externo para volver a reconocer sus límites, para expulsar al enemigo -lo que no le es propio- para intentar sanarse. Lo escrito se constituye como el testimonio de ese camino, produciendo una textualidad que necesita transcribir conversaciones, oraciones, registros, voces, lugares comunes, frases extraordinarias, palabras sueltas o lo que venga y -como un virus alojado en los pliegues de los órganos- difícilmente diferenciándolo de su propio discurso, una apertura de los contornos del cuerpo textual, del individuo, hasta el punto de convertirse en uno con el invasor, integrarlo hasta recuperar una coherencia que haga algún sentido, que cree alguna silueta, que sea un posible remedio contra su natural constitución física.

A ratos esta reflexión parecería ajustarse al lenguaje utilizado por Felipe Cussen en su poema Deshuesos, título que alude a la transición en que el cuerpo se convierte en texto -o al revés- a lo largo del trabajo de escribir y corregir. El bloque de palabras, la prosa, le da una unidad que parece deliberadamente artificial o, mejor dicho, artificiosa. Abre el poema un "No sé." que afirma concisamente la medida de su confusión; el "Sólo se copia" que sigue pretende desligarse del lenguaje que lo habita. Frases junto a frases, entrecortadas o tarareadas, así el texto se torna críptico, obligando a quien lee a volverse sobre las palabras para alojarse en lagunas de sentido que, a mi parecer, revelan que el proceso que se describe en el sustantivo del título -por lo pronto desvestirse de ropa, piel, músculos, vasos, sangre, órganos, grasa, linfa, hasta hacer aparecer la estructura ósea sobre la cual, como un brujo que busca respuestas del cosmos leyendo la disposición de los huesos de murciélago que tiró sobre la tierra, encontrar una forma que hable con vocablos que correspondan sólo a sí mismos- trata de ir al encuentro de una lengua que le permita decir lo que ni el sujeto que vocaliza sabe: "no alcanzo mi nombre". Luego de eso el cuerpo del texto se inunda de otras cientos de cosas que hacen difícil el purismo poético; se llena de registros serios e irónicos, de dobleces donde parece oírse la voz de otros, o de otro, que comenta como una supraconciencia culposa o maligna. Aparece en sordina el ejercicio del trabajo de lectura literaria: los libros, los estantes, palabras que no son de uno, un proceso de traducción -de nuevo lectura- de otros, mosaicos como el mismo poeta admite y, a la vez, la necesidad de irse de allí, de volver a sentir: sensualidad, el cuerpo. Puede argüirse que la textualidad que aquí se arma después de -según cuenta el autor- diez años de corrección es la explicitación de la crisis de un sujeto, del sujeto, del literato contra su carne, aunque decirlo así reduce la singularidad del poema y parece no aludir más que a un lugar común.

No sé si será verdad, ni tampoco tengo idea de cuál sea el sujeto que se contrapone al que más arriba describo, al enfermo, si existe el sujeto sano que configurara idealmente su opuesto; tal vez sea el sujeto que usa el lenguaje como si tuviera plena conciencia de lo que escucha, en cuyo proceso de osmosis textual sus células cutáneas están capacitadas para elegir qué escucha y qué no. Tal vez un cuerpo que no deja entrar al mundo, sino que lo compone componiéndose; así su cuerpo habitaría un espacio elaborado cómodamente por la escritura -la suya, la de la tradición- desde donde se produce la salud. Pero, ¿existe tal sujeto? ¿No contraviene la naturaleza adquirida del lenguaje, la posibilidad misma de comunicar, esta disposición del sujeto sano? Ambos extremos se transforman en casos de aislamiento, y puede que sea allí, en el completo abandono de las raíces del sentido donde existe el lenguaje -de la separación de la palabra con quien la dice y de quien la dice con los otros- donde el escritor sanísimo y el enfermo se encuentran: en la incapacidad de hablar, convirtiendo en un instante la salud y la enfermedad en lo mismo.

 

 

 

 

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