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PASAJES

Fernando Pérez Villalón

  

Abres los ojos. La pieza está oscura. Los ruidos
lejanos (motores, bocinas, y voces) te dicen
que la ciudad nunca duerme del todo, aún antes
de que recuerdes cuál es la ciudad
en la que yaces acostado, intentas
organizar nuevamente el espacio
en torno a ti, recuperar el cuerpo
que antes del sueño sabía moverse
por esta pieza que ahora desconoce.

Hay otro cuerpo a tu lado, respira
tranquilamente, aún no abre los ojos.
Lo miras y de a poco vuelve el mundo
a aparecer, recuperas tu nombre,
la trayectoria de tu cuerpo, el viaje
que te trajo hasta aquí.
  ..........................   Distingues vagamente
en la penumbra las rayas de luz que
dibujan los límites de la ventana, y la zona
de sombra más oscura que señala
el sitio de los muebles. Te levantas
y sales de la pieza. Tomas agua.

 


Al fondo de lo oscuro al otro lado
del tráfico escaso me miran
los ojos de alguien. Su sombra,
que no se mueve, una zona
más negra que el negro. No veo
su rostro pero siento la fijeza
con que se aferra a cada gesto mío.
Apago la luz y me aparto del vano
de la ventana entreabierta. Me quedo
luego tendida en la cama, harto rato despierta.

 

 

Desnúdate lento, despacio apresura
tu paso del disfraz en que te envuelves
a ese disfraz de emperatriz de cuento
en el que me haces creer que te quedas
(o te hago creer que te creo que vistes)
cuando aparece tu cuerpo, el país de tu piel.

 


Espío la ventana iluminada
del edificio de al frente. Detrás
de las cortinas una mujer sola
pasa, ocupada en alguna tarea
que no distingo (no sé si cocina,
hace el aseo o discute con alguien
sentado en la zona de fuera del marco
de la ventana). Se saca el chaleco.
Mira hacia mí, me pregunto si puede
diferenciar mi figura del fondo de sombra
desde el que la miro. Me muevo, ella abre
el vidrio y regresa a su ir y venir, ahora mira
de vez en cuando la luz azulada
de una televisión, supongo. Desabrocha
botones de su blusa, apaga algo
y corre la cortina. Yo me quedo
un rato mirando el cuadrado más claro que el muro,
por si una silueta aparece. Pero es
el final de la pieza. No aplaudo. Me aparto
del vano y enciendo la televisión.

 


La cosa
no es preocuparse demasiado. El cuerpo
termina por hallar todos los días
la misma ruta que recorrió ayer
y que recorrerá mañana, corresponde
que sea así. Pero aunque corresponde
tú te preguntas si no es esta casa
por la que te paseas la que ayer
te parecía tan tuya, no es cosa
de urgirse, para nada, pero hay días
en que uno se pregunta por qué el cuerpo,
constante compañero, este, mi cuerpo
parece irse borrando, corresponde
apenas al que fue. En esos días
paseas, alma en pena, por la casa,
ni dónde vas, quién eres, ni qué cosa
estás buscando sabes. Pero ayer,
está clara la cosa, ayer, mañana,
tu cuerpo volverá, hoy corresponde
que te extravíes por la casa. Hay días…

 


La silueta
de las cosas
al lado de la ventana
se recorta
contra un cielo
cada vez más claro, cada
sonido del edificio
y de la calle
resuena
contra el telón del silencio
del resto de la ciudad.

Tú no duermes, no consigues
dormir, y fijas tus ojos
en el techo, tela donde
se proyectan sombras, pasan
fantasmas, mientras repasas
la lección para mañana.

Te das vueltas
en la cama,
cruje la madera, cantan
las cañerías, sirenas
a lo lejos se apresuran
hacia no sabes qué incendios.

 


Los aeropuertos en los que has estado
son todos iguales: tienen algo
de hospitales en su inhóspita limpieza.
Alguna vez te molestó constatar eso,
ahora agradeces la neutralidad del terreno
desde el que despegas, como una anestesia local
que te impide sentir el dolor al cortarte tú mismo
una parte de ti: lo que fuiste en Santiago
no puedes llevarlo, es exceso de peso.

 


Los tres en el teatro, ella al medio,
una sonrisa no del todo alegre
(allegro ma non troppo, contenido).
Yo a la derecha, una chaqueta negra.
Tú al lado izquierdo, más bien serio, el pelo
curiosamente corto, te veías
algo más joven así. Detrás nuestro
las líneas que señalan el encuentro
del muro con el techo retroceden,
curvándose, el pasillo al fondo gira
hacia una oscuridad que no disipa
ni el flash que aplana nuestros rostros fijos
en la pantalla, ni el brillo
amarillento de una luz redonda.

Nos hemos dispersado, entre sus manos
y entre las mías un papel, supongo
que el programa del concierto.
Recuerdo que incluía aquel adagio
atribuido a Albinoni, un error
que el director se encargó de aclarar.

 


Preparas el café, hoy como ayer,
con gestos automáticos, tu cuerpo
sabe encontrar sin pensar cada cosa
y disponerla donde corresponde.
Te mueves en silencio por la casa:
el mismo rito de todos los días.

Hay, sin embargo a veces unos días
en que la casa es distinta de ayer.
No estás seguro de si es una casa
la zona extraña por la que tu cuerpo
pasa, escenario que no corresponde
a la coreografía tuya, cosa
curiosa esa, cosa rara, cosa
interesante, ¿no?, que algunos días
parezca que el lugar que corresponde
a cada cosa con respecto a ayer
se hubiera desplazado, que tu cuerpo
no fuera ya de tu alma la casa
sino un hotel, o extraña, ajena casa
de un conocido de antaño.

 


Siete con cuarenta y cinco minutos, anuncia
la radio, me levanto y me preparo
el desayuno con gestos mecánicos:
llenar la cafetera de agua, luego echarle
café hasta el borde, cerrarla con fuerza
y, tras frotar un fósforo, acercarlo
al gas que brota siseante y, girando
hacia la izquierda la correspondiente
perilla, reducir la llama al mínimo
(para que salga de a poco, y no quede
aguado y desabrido), o bien, si prima
la urgencia, darle vuelta a la perilla
en la otra dirección, para que crezca
la llama al máximo, y no se demore
tanto el café en estar listo. Por mientras
calentar leche y preparar tostadas
(dos, intentando que no se te quemen
y que estén listas justo al mismo tiempo
que el resto del desayuno, de modo
que todo calce, lo que anuncia un día
triunfante, armónico, y desprovisto
de las contrariedades lamentables
que sin duda te esperan cuando, torpe,
la leche se te sube, o carbonizas
el pan, o a última hora te das cuenta
de que ya no hay azúcar, mantequilla
o mermelada y partes a comprarlas
de mala gana, en pijama,
o te resignas con lo que hay nomás).


Zonas de silencio, calles
por las que nunca pasa nadie, espacios
cerrados, tras cada pedazo
del libro donde no hay escrito nada,
murallas cubiertas de cal, se te esconden
no sabes si casas o cárceles, patios, jardines
en los que murmura una fuente o
se juega un partido de fútbol, asilo de ancianos
o iglesia, colegio o cocina, retén o
rosario, respira algo adentro. No hay puertas, persianas
entreabiertas ni cortinas que alce el viento. Por eso el
zumbido que insiste, vibrando
en tus oídos si cierras el libro.


 

 

 

 

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PASAJES: Poesía de Fernando Pérez Villalón.