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MUERTE DE UN POETA

Sobre "Higiene", de Ernesto González Barnert, y algo más.

Por Felipe Ruiz

 

War dos so erleichternd wie du meintest, order war
Das Nichtmehrleben doch noch weit vom Totsein?

Rilke

 

Somos poetas. Estamos vivos. Pero los versos de Rilke parecen poner en duda esa constatación: “(...) o estaba aún muy distante el ya no vivir más del estar muerto? (Order war das Nichtemehrleben doch noch weit vom Totsein?)”, en Réquiem por la muerte de un poeta. Pero: somos poetas y estamos vivos. Desde luego, es una afirmación corriente en el medio de los que “escriben” poemas. Se piensa que incluso estaríamos más “vivos” que el resto. Pero tal afirmación a lo menos mantiene en suspenso una más radical: ¿como poetas: estamos vivos? ¿O: “vivimos” como poetas? En ese suspenso, la afirmación posiblemente  juegue en el sin fin de pasmosas sentencias acerca de la “muerte del autor”. Porque si por vivo entendemos no simplemente el pegoteo del cuerpo al alma; si por vivo debemos al menos suministrar ciertos datos de nuestra genealogía y lugar de procedencia, el poeta, en tanto que tal, está muerto: no tiene signos vitales.

Y esta afirmación la sostengo si un ápice de duda: el poeta está muerto. Pero esta muerte no debería entenderse como “muerte biológica”, “defunción”, “deceso”. El poeta muere desde que le sustrae a él la misión profética, cuasi redentora, de anunciar el porvenir. Vamos a matizar el asunto: anunciar el porvenir, muriendo. Anunciar el porvenir que el poeta no pudo ni siquiera palpar pero que su poema sí anunció, deliberadamente o no, y que le hace acreedor de cuanto estudio y ensayo se haga en su favor. Un ya no vivir más el estar muerto. Una vida que es, muriendo, un ya no más.

Eso se me viene  la cabeza cuando leo a Trakl, a Celan. Pero todo se me viene al alma cuando leo un libro como Higiene, de Ernesto González Barnert. No intento aquí resarcir el clisé de que la vida triunfa sobre la muerte. La vida no triunfa sobre nada o más bien: la muerte nunca le ha interesado mucho ganarle a la vida, pues ya de sobra (y basta mirar a las estrellas para saberlo) es superior a la vida. Se dice: uno se tienta pensando a invocar a Dios cuando está cerca de ese instante. O bien: que cerca de la muerte, uno se arrepiente. Pero este arrepentimiento, ¿acomete en el poeta? ¿Puede el poeta arrepentirse de su obra o, quizás porque es lo mismo, de su vida?


Notas sobre una muerte

Conocí a Ernesto el año 2003, para la premiación del Armando Rubio. Por entonces ya tenía la primera versión de su libro Higiene, y en el acto mismo de la premiación, urgí por leerlo. Mi sorpresa no fue tan grande como mi entusiasmo ante lo que yo consideraba una obra mayúscula, sólida. La osquedad del texto no me exasperó entonces en lo absoluto. Tampoco la reticencia de Ernesto ha dejarse a arrastrar por una poética de una mal entendida vanguardia. Sus textos son clásico en un sentido curioso, aunque no menos punzante: son tan “novísimos” como el mejor de Héctor Hernández, pero en Ernesto se confabula una mezcla curiosa de desgarro, antipatía y pureza que no se encuentra presente en la obra de Héctor y, creo, tampoco, en la de Ramírez o la de Paredes. En ese equilibrio casi someramente anunciado, se desarrolla una poética equilibrada, cuya solvencia es tosca, agraria:

Este loro
no de posa en tu hombro y no canta.
Se queda al borde del alféizar
observando el muladar.

Los restos terribles y comunes
de la bestia que comienza soñando
y termina en angustia
El pobre sueña demasiado
para tenerlo todo
El jodido cernícalo que traga el cebo
y es caza.

Pero desde luego uno se termina preguntando hasta dónde, con qué elementos, esta poética que, sea por raport o por acuerdo, se encuentra presente en otros integrantes de Santa Rosa 57 – pienso en Cardani, pero también en Valdebenito -, se resuelve simplemente en una estética de la higiene y la limpieza (“corregir cien veces más este sucio legajo”, dice Ernesto) para la que, si fuera posible pensarla de algún modo, la expansividad hiperbólica de otros autores, serviría de buen contrapunto. No es simplemente eso. Higiene no está nombrando solamente la depuración del poema, el trabajo, la técnica de la mano de obra con que opera el autor en el texto – como si este título fuera en realidad un meta título: una poética -. Nombra también el desgarro por cuya suerte el mundo se apodara del poeta, lo hace parte de esa casta de sujetos cuya “vida” está destinada al fracaso:

Pude cortarme, pero basta con las palabras

El poeta lo dice no para renegar de su propia muerte. No para invocar la ausencia de inmolación frente a la poderosa palabra. No está aquí presente la pregunta de Camus del por qué la vida merece ser vivida, ni aquellas tan ridículas como ¿Merezco vivir? ¿Por qué vale la pena seguir? La compulsión de muerte no es aquí tanática. La muerte del poeta ya ha acontecido en nuestro mundo y los poetas son, como los poemas: muertos. El fracaso del poema en nuestra cultura es real: nombra la derrota frente a la guerra, su demencia frente a la cordura del cálculo, y por sobre todo: nombra el fracaso del poema cuando en los inicios de nuestra era anunciaba el triunfo de lo diáfano, de la venida de los dioses y la lux, aunque sea opaca, de la dignidad humana.

Todo eso se ha venido a pique y por eso mismo el poeta ha fracasado. Mejor: ha muerto. Pero por esa misma muerte ya ha salvado su vida.

Pude cortarme...

Lo dice como si ya no pudiese cortarse, lo dice como si ya no pudiese morir por..., como si no pudiese prestar servicio al cuento de publicistas, entre mesiánico y profano, cuyo marco más patético es Rodrigo Lira. Al contrario, brota de la belleza de ese  “pude” la potencia liberadora de lo que ha podido ser, para - no; cualquiera sea la beatitud de ese compromiso debe ser mucho más hondo que cualquier tipo de redención cristiana filmada por Hollywood.

Es Higiene un libro que nos habla de ese fracaso y acaso escribe desde ese fracaso. Pero sobre esas ruinas, acaso absolutas e inamovibles, debería levantarse una secreta coartada: que el poeta, por muerto, no necesita morir físicamente, que el poeta, por haberse sacrificado, por haber sido “víctima” de lo sagrado, o de la guerra (que a veces son lo mismo), no necesita morir por sí, por el Poema del Ser - el Dichtung Zein -, o  por el fracaso mismo. Alzada así la voz, es necesario construir una poética desde ese fracaso y no, posiblemente, desde las ridículas parábolas de Lihn (Cf. porque escribí estoy vivo), pues tenemos necesariamente que invocar otros versos para nombrar un Tiempo indecible, la resurrección que se viene anunciando, arrastrando apenas, desde la pena y la gloria, libro a libro, como un cuerpo entibiándose recién.

 

 

 

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