Proyecto Patrimonio - 2005 | index | Felipe Ruiz | Autores |

Invasiones Bárbaras

Aproximaciones a México

Por Felipe Ruiz


I

El título de esta entrega es ambiguo: antes bien, podría invertirse la relación de bajada – título, pues de alguna forma, de otra forma, no es posible entender algo así como lo sucesivo, la sucesión que sería esto que se abre entre la invasión y la aproximación. Antes bien, antes de comenzar a hablar de la invasión, de lo invasor, de lo invasivo y de qué es lo invadido, me interesa, entonces, replantear la cuestión y partir por la bajada, partir por el comienzo, que es justamente aquello que está abajo: es decir, por aquello que dice “Aproximaciones a México”. Partir por aquí significa o entabla una pregunta, la primera pregunta que surge a cualquier lectura o lector: ¿Qué significa, qué se quiere enunciar con estas aproximaciones? La pregunta no es menor porque de alguna forma define el campo específico de esta entrega, de este entregarse en el discurso. Aproximación aquí remite, claro está, a lo abierto como campo posible de un espacio. En otras palabras, aproximación define una distancia, una equi distancia entre este y aquello (México), entre el “entre” que se abre en lo aproximado. Aproximadamente, entonces, aquello de lo que se trata es de inscribir desde ya lo que va a seguir: es decir, la definición de un espacio, de un territorio o terriorialidad a la cual se acerca, se aproxima. Esta cuestión significa primero entender esa distancia como lo propio de una relación, de un entablar relación para que el discurso fluya, pues no es posible hablar sin ese phatos proxémico, no es posible que la residencia de la enuncación se cierre, se parcele, obture su decir hacia lo propio sin dejarse llevar por lo energético, por la pulsión que ofrece aquello a lo que se aproxima. Esta primera definición de la aproximación, una definición, material, carnal, corporal, sin embargo, no quiere en modo alguno ser a fuerza de entusiasmo una fusión, una simbiosis que no de lugar a la apertura. Desde mi punto de vista aquella loca patología, aquel entusiasmo desmedido anula la esencia de la aproximación que es siempre la distancia, el guardar la distancia, sin lo cual ya no hay aproximación. No hay aquí, en todo casi, una no indentificación: lo que no hay es identidad. Lo que podríamos decir, de otra forma, o de la misma forma es que de lo que aquí se trata es precisamente de la aproximación, no de lo próximo ni de lo prójimo. Y eso sólo el discurso lo puede salvar.

Digo que hay, entonces, una doble relación. Y esta doble relación de la proximidad antes bien consigo misma sólo puede darse desde este campo de enuncación que es el mío, el de un chileno hablando, aproximándose a méxico. Para un mexicano (¡ha el juego de lo propio y del impropio de lo nacional, sobre aquello debemos siempre volver!), creo, residente, nativo, no le cabe sino la proximidad como campo referencialmente especular, es decir, en segunda instancia, la instancia discursiva. Su proximidad es ya desde sí una identidad del discurso y lo propio, y esto casi anula su campo proxémico, lo que abre una aventura aún más misteriosa para su posible en – ajenación, la más costosa, quizá la única que vale la pena de ser vivida. Lo mío no puede ser sino más escueto, más hermenéutico, pues me cabe a mi la posibilidad de efectuar esta aproximación en su doble matiz material e intelectual. Y, entonces, podríamos decir, desde esta equidistancia objetivante, casi sólo a mí se me ocurriría la disparatada idea de hablar de un México, de algo así como México. He aquí, entonces, la segunda cuestión: ¿Qué quiere decir “México” en este contexto? ¿Qué es México en este contexto? Y nótese que hablo de México y no simplemente de poesía mexicana, cosa que haría infinitamente más intrincada la cuestión. Quisiera regular la cuestión del siguiente modo, pues no es posible una aproximación sin una regulación moderada del preguntar. Lo que México significa no es la pregunta, sino hay que recalcar que la pregunta es qué significa México con relación a la aproximación. Se me podrá decir que México no existe, que México es en realidad una construcción literaria, meramente una palabra. Quizás esto se explica por la indefinición épico política de esta nación, por su indomable desterritorialización y accidentada geografía. Quizás se pueda explicar por su polisémico Partenón primitivo, por su cosmogonía rizomática y pulsátil. Cuestiones más pedestres pueden ser este incluso descontrol del Gobierno Central de todas las regiones del país, o de su vasta, casi inextinguible espacialidad y multiplicidad. Una vez un poeta amigo me dijo que lo raro de México es que no pueden hacerle un poema al mar, porque ciudad de México es ya un mar. Y esta suerte de inflexión metafórica, esta suerte de tácita positivad de la materia frente a la palabra impide el nombrar, casi borra la signatura al nivel de sentido común. Un país como el mío, que se puede atravesar de este a oeste en un par de horas, en que se puede ir de las Cordilleras al Mar en menos de la mitad de un día la geovisión, la poética del espacio permite hablar de un mar de Chile, permite al poeta hablar de las cordilleras de Chile y, por defecto, nombrar un Chile. Cosa curiosa, esto permite casi por consecuencia hablar de que esa poesía que nombra al mar de Chile es una poesía chilena, es la poesía chilena, como si esa relacionalidad épico geográfica tan propia de nuestros bates desde la fundación - a saber, Ercilla, Mistral, Neruda, Zurita -, fuera en si misma la posibilidad de nombrar lo poético como lo propio. Y es, entonces, como si la imposibilidad de nombrar este territorio como lo mexicano, como lo México fuera sucesivamente lo que lleva a un amigo poeta mexicano a preguntarse, a dudar la propia posibilidad de la poesía mexicana, e incluso de la propia posibilidad de la poesía.

Ahora bien, es quizá por lo mismo que esta aproximación desde la distancia tiene, comporta la pregunta inicial bajo una sospecha. Esta ausencia, esta tachadura sobre México resulta sorprendente para mí, para alguien que viene desde un país donde el nombre, lo propio tiene que ver de manera determinante con lo poético, donde el “chilenismo” es parte constitutiva de la impronta poética nacional. Podría decirse que esto de México da lo mismo y que mi pregunta es mera retórica, que México “da igual” ya que esto que llamamos México, es en realidad una construcción ficcional, polvo en el viento, como ya no existe la Unión Soviética, como ya no existe la república de Manchuria, ni Troya, ni Babel, ni el gran imperio cartagines, etcétera. Esto es en parte certero y en parte no. En parte certero en la medida en que comprende la futilidad y evanescencia de este nombrar territorios bajo la rúbrica de lo eterno e inmutable. Pero en parte no, ya que es justamente en ese nombrar donde se juega, a buenas cuentas, la posibilidad de la conmutación, de la mutación. Y pues bien tenemos entonces que este México es un constructo para una comunidad de habla, pero no hay que olvidar que esta comunidad de habla que le es propia también a Chile, a Perú y otros países latinoamericanos, comporta una lengua – madre que es el Español. No hay que olvidar este asunto pues el español remite con propiedad a una nación, a la nación española, a España, y entonces tenemos que nosotros no hablamos simplemente mexicano, chileno, peruano, sino que hablamos español y estamos remitidos originariamente a otro y eso impide pasar desde lo propio del nombrar más allá de su simple gentilicio. Nunca debemos olvidar esta dialéctica del habla y el territorio: el habla puede ser un mero instrumento, como señala Rorty, pero no podemos descuidar que Rorty es un filósofo norteamericano, un filósofo que habla en inglés. Entonces, no podemos olvidar la procedencia de quien dice “el habla es un instrumento” pues es así y sólo así como en juego dialéctico el hombre puede ser también instrumento.

II

En su carácter progresivo entonces la dominancia, la valencia del habla no está desterritorializada, posee una procedencia, un lugar de enunciación. En el caso nuestro, que hablamos español, esta procedencia está desmedidamente distorsionada, oblilaterada, fracturada como en un momento de ascesis que puede leerse a la luz de la violación. Latinoamérica es en el fondo de su matriz la víctima de una violación, de una violación sucesiva que no es lo propio de la aproximación, sino de la transferencia violenta, sangrienta, de la simiente de la lengua. Hay que leer, aquí, en el fondo de su matriz, de una matriz violada, de una matriz donde el hijo hereda esa violación originaria, de una raíz que se ha quedado sin padre, que ha olvidado al padre. He ahí y sólo hay la posibilidad de la madre como lengua, como lengua madre. Pero no viene a cuento esta obviedad si recaemos en el punto de que toda lengua es madre, que todo alguna vez ha sido violado. Lo que extraña en nuestra aproximación, en tanto México, es en la profunda y abierta herida de ese violador. Lo que nos causa espasmo y curiosidad es la continuidad desmedida de esa violación, de esa tachadura, de esa huella que impide nombrar a México. Esta cuestión, creo, deviene del hecho de que la intensidad pulsional de la violación sigue en su reminiscencia viniendo desde lo exótico. Sugiero, en definitiva, que en buena medida en México esa violación no ha terminado: Y es por eso, por esta intensidad de la continúa violación que México es el lugar de mayor altura del registro edípico de la violación. En otras palabras, que es desde aquí donde se puede leer con mayor intensidad la altura de nuestro tiempo histórico.

La cuestión puede parecer un registro extraño, un habla extraña para aproximarse. Antes bien, yo podría decir que es justamente la intensidad de esa violencia violadora la que impide nombrar a México. Por lo menos podemos decir: “hay” aquí una comunidad de habla y, en tanto que tal, en tanto esa comunidad de habla inscribe, por así decirlo, un tiempo, la pregunta que debemos formular es esta: ¿qué significa, qué significará, escribir estando al borde del Imperio? Y esto es válido para los demás países del “patio trasero” – incluyendo también el lejano Chile -, pero aún más para México, cuya proximidad al Imperio es abismante, vertiginosa. Se dirá que Canadá comparte esa proximidad, esa frontera que a la vez es una borradura. Pero yo podría aclarar, contra esa objeción, que es más bien México el país que bordea este asunto imperial, esa razón de Imperio – en el sentido de Negri -, pues es aquí, en esta zona que cruza el Bravo, donde está la clave hermenéutica de todo el Imperio. Es aquí, entre Sonora y Texas donde se juega el declive de Occidente y todo el misterio de ese anochecer, de ese atardecer, por último, de nuestra cultura. No ha de ser de otro modo puesto que Texas, provincia arrebatada de lo mexicano, provincia del olvido de la guerra, es la zona de asentamiento de la explotación de crudo, de la materia que da vida a la técnica en esta era posmoderna. Esto no ha de ser menor a la hora de preguntarse por una localidad del habla, por expresar de dónde y hasta qué punto estas vinculaciones limitan, delimitan nuestra habla. Pues bien, mi atención se fija en esta zona fronteriza – Sonora, el Bravo, Texas -, en esa zona de riesgo para admirar la constitución de la letra en la plenitud de su capacidad desocultadora: en este desierto, en este extraño y purgante lugar del mundo está hechado todo el olvido que la humanidad puede contener. Es este, por eso mismo, el Infierno mismo del mundo, pues el Infierno no consiste en otra cosa que el olvido que hace posible un nuevo Armagedón, una nueva des restauración. Rulfo ya sabía esto. Pedro Páramo es en buenas cuentas el ejercicio de esa memoria donde lo tempóreo se diluye en su propia desencadenación. La tierra que cubre es la tierra de la afasia: pero esa afasia misma, en Rulfo, es necesaria, es condición de la propia posibilidad del existir. No hay nueva vida sin olvido de vida, como no hay muerte sin entierro. En el destierro esa simbólica del entierro, de lo muerto, del cementerio universal, es curiosa, porque el desierto es en sí mismo el lugar que guarda toda la arena posible en un instante. Toda la tierra del mundo, todo el arenal está en un solo gran grano que este desierto, que al tanto que anula las distancias – Borges creía que el desierto era el laberinto más vasto e infranqueable -, hace posible la convivencia y la connivencia de todos los tiempos, incluido el del mañana. El desierto es siempre resto, es lo que resta, lo que queda. El desierto es la nada de donde advienen todas las edades geológicas enterradas, y de donde el hombre extrae la energía que alimenta el mundo. Esta energía proviene a su vez de una vida disuelta, de una vida ya muerta. Y, sin embargo, como si no hubiera otra salida que ese destino fatal, hacemos caso omiso y tendemos a la amnesia. Y puesto que es aquí en Sonora donde está contenida toda la amnesia del mundo, sólo aquí es posible encontrar los restos extraviados de la memoria.

¡Ha el olvido! Y sin embargo “lo que no se entierra, de algún modo se niega a morir”, versa Marco Antonio Parra. En esta, en efecto, tierra de nadie, este nuevo Waste Land, que es Sonora, se abre toda la posibilidad contenida de la experiencia de lo innombrado de la memoria de Occidente. Los tiempos aquí se pierden, se borran, y todo continúa como puro continuar, como un desierto espaciador que, al anular distancias, a la vez conmina al tiempo a una presencia curiosa, fantasmal, a un presente eterno donde todo es ya un espejismo de la derrota. Y del otro lado, ¿qué hay al otro lado de ese torrentoso Bravo, de ese Río que como el Rubicón delimita los límites del Imperio y sus extramuros? Del otro lado no hay tiempo ni espacio para la memoria. Se podría decir: del otro lado mora el demonio en sus infiernos, en la segura posibilidad del futuro. Del otro lado no hay ni siquiera olvido, ni un fantasma mora ese lado ni una limitada siquiera posibilidad de reflexión, de inflexión. Creo firmemente que el momento de la poesía es este y sólo de este lado del mundo es posible pensarlo. No hay otro lugar que no sea este para enunciar el mundo, para demarcar sus lindes y sus extraterritorialidades, pues es aquí donde, con mayor intensidad, la memoria de Occidente hereda al portador de la palabra la posibilidad de un nuevo principio.

III

He nombrado a Rulfo y a Parra como posibles enunciadores y portadores de este misterio. Los nombro porque son de los que más conozco y a los que más he leído en mis cortas experiencias con la literatura mexicana. Pero vínculo inicial con esta tesis proviene de un compatriota que sin embargo se integra de manera vinculante a esta tradición: me refiero, por supuesto, a Roberto Bolaño.

Bolaño, como se sabe, fue en sus inicios un poeta entusiasta. Viaja a México apenas iniciada en Chile la Dictadura Militar, y aquí convive de forma audaz con el movimiento infrarrealista, del cual es confundador y redactor de uno de sus Manifiestos. La poesía de Bolaño es, sin embargo, en su esencia, una poesía que desde principio se abre hacia el campo de lo biográfico, de la crónica – sea esta ficción, se esta documento, sea esta parodia -, y hace de ella con maestría un ejercicio de autorreflexión sobre la propia poesía. Creo que esto no se debe descuidar a la hora de realizar el salto desde la poesía a la narrativa, creo que esta cuestión biográfica de Bolaño es necesaria para la comprensión de su desencadenamiento en narrador, en ser escritor de poetas. Yo creo que esta cuestión no la hace consciente Bolaño, yo me atrevo a sugerir que la cuestión de asumir una escritura de poetas sólo acontece con la muerte de su gran amigo y comparsa infrarrealista Mario Santiago. Es la muerte de Mario, en principio, la que detona en la mayoría de los mejores pasajes de la obra de Bolaño la necesidad urgente de una memoria, de una “búsqueda” de la memoria. No antes, no en los tiempos de berrinche y jerga y literatura, porque la experiencia de la muerte, la experiencia de esa muerte deja una huella en toda su producción como necesidad de testimoniar el paso no meramente de la poesía, sino que de la “vida” de todo poeta. Y esta cuestión, en efecto, es una de las tantas por las que Bolaño no es simplemente un escritor poeta, un escritor de poetas, al modo como lo puede ser Puskin, o lo pudiera ser Joyce -, sino que en buenas cuentas Bolaño es dueño de una prosa descarnada, visceral, sin aspavimentos, descentrada, posmoderna, si se quiere, que busca sobre todo el relato de la “vida” de los poetas. Es curioso todo esto porque en sí mismo la obra de Bolaño encierra la antinomia de leerse bajo un halito posmoderno y sin embargo procede de una ética profundamente clásica: esto es, que la vida de todo poeta comporta una ética, un camino y un destino. Esta cuestión nos obliga a pensar bajo un ámbito completamente distinto la obra de este autor. Pues, si la obra de Bolaño fuera meramente la de un autor “posmoderno” que se inserta en la “metaficción”, el “crac de la posmodernidad” (Patricia Espinosa), Caleidoscópico (Javier Edwards) “un hoy negro que todo lo traga” (Javier Blume), cuya intención sería “socavar el estatuto literario y la relación difusa y ambigua entre verdad y ficción” (Cristián Gómez) o que es consiente del “fracaso que se esconde tras cada página”, no se entiende por qué termina en este remedo de aventura novela épico clásica que es 2666. No se entiende por qué elige el camino de una reconvención con la historia de largo aliento en contra del volumen de corto alcance, impreso para el apresurado lector burgués. Y digo no se entiende teniendo presente ya que los Detectives Salvajes es una novela extensa. Porque me presumo que esa extensión debía ya haber agotado el campo desible desde una fragmentariedad de largo aliento, y que el probable camino de Bolaño fuera en vez de eso que es 2666 más bien el resumen, la quietud de los cuentos, la concisión fotográfica de la que ya Borges señalaba como perentoria ante la no necesidad de la novela. Pues bien, y es precisamente porque el camino de lo fragmentario, de lo posmo en Bolaño no es un camino de ida, sino de retorno, es precisamente porque el camino de Bolaño parte desde el fragmento hacia una reconciliación con lo único, con la solaridad que rige 2666, es que se hace necesario pensar su obra ya como ese camino, como ese camino que comienza con la muerte de Santiago. Cosa curiosa: si bien Belano y Lima son los personajes alter ego de Bolaño y Santiago, no es menor que Lima no muera en 2666. No es menor que este personaje más bien se “pierda”, se difumine en el espesor del relato, y que acompañe la aventura detectivesca de Belano en pos de las huellas de Cesárea. La muerte de Santiago, me parece, en consecuencia, es el comienzo de esa búsqueda que acertadamente Grínor Rojo ha denotado como el retorno freudiano hacia la Madre. Esta aventura es compartida por Belano y Santiago y termina como fracaso tras la muerte de Cesárea. Sólo allí el reino de una identidad perdida, de una suerte de aventura psicótica en un mundo caótico y desordenado, en un mapa de personajes y territorios enajenados, descentrados, al borde del sin sentido, gobierne la diégesis del relato.

Me parece que hay que encontrar en estas sendas perdidas del retorno a la Madre arcaica un camino inicial que engarce con 2666. En 2666 el centro del relato es ya Sonora, y su irreal pero muy real pueblito de Santa Teresa. Bolaño ha seguido el camino vivencial de los poetas. Lo ha seguido hasta sus últimas consecuencias y es, por tanto, a la manera como los cronistas del Antiguo Testamento narran la aventura de los Profetas Judíos, un autor que sigue la huella de lo perdido en el soplo aurático de la poesía como lugar recóndito de la experiencia de lo perdido, del lugar perdido que en este caso corresponde a la matria. En su conmovedor poema El Burro, de los Perros Románticos, ya estaba la semilla de esa aventura que lo lleva de vuelta a esta zona irreal que es Sonora, escuchemos:

A veces sueño que Mario Santiago
Viene a buscarme con su moto negra.
Y dejamos atrás la ciudad y a medida
Que las luces van desapareciendo
Mario Santiago me dice que se trata
De una moto robada, la última moto
Robada para viajar por las pobres tierras
Del norte, en dirección a Texas,

Este asunto del sueño – reiterativas en la obra de Bolaño -, permite o facilita al autor toda clase de imágenes poéticas y alegóricas referentes a innumerables posiciones y situaciones de sus personajes. En este caso – y puesto que es el hablante del poema quien sueña -, la cuestión del desentramiento, del cruce de voces y fragmentariedad no viene a lugar para referirnos a este asunto de la relación sueño – poesía. El sueño engendra la poesía directamente aquí y sin aspavimentos. La poesía aquí no se refiere simplemente a un sueño, puesto que no se trata y no está en el contexto de un relato, la poesía es el sueño y el sueño es el poema. De aquí que, en lo sucesivo, el encuentro con Mario Santiago – personaje real, esta vez, sin alter egos ni subrepticios – nos transfiera explícitamente la experiencia del viaje hacia Texas como posibilidad de un encuentro con...”el sueño innombrable, inclasificable, el sueño de nuestra juventud, es decir el sueño más valiente de todos los sueños”. No se sabe cual puede ser este, pues en Bolaño se conserva, a pesar de lo que se diga, la cuota del misterio por el cual el sueño siempre es lo inclasificable e innombrado. Sin embargo, es este innombrable (vaya que no tiene nada de “posmo” este refugio de lo inefable en el telos del hablante) lo que insta a los viajeros. Se sabe ya, que en Detectives Salvajes ese viaje es en pos de la búsqueda de la Madre arcaica. Acá, sin embargo, esa Madre no aparece tan evidentemente nombrada, pues más bien se trata de un sueño en sus orígenes borrados, y en lo sucesivo, borrado por el tiempo, por la erosión de la geografía el clima nortino. Cito:

Como negarme a montar la veloz moto negra
Del norte y salir rajados por aquellos caminos
Que antaño recorrieran los santos de México,
Los poetas mendicantes de México,
Las sanguijuelas taciturnias de Tepito
O la colonia Guerrero, todos en la misma senda,
Donde se confunden y mezclan los tiempos,
Verbales y físicos, el ayer y la afasia.

Es así como se descubre que el seno de ese viaje se reintegran fantasmalmente la memoria colectiva de otros viajeros: es decir: este viaje, esta senda no es de ningún modo la senda de unos viajeros originales. Esta senda es “siempre” la misma senda, y el viaje es todas las veces un viaje hacia eso mismo que “antaño recorrieran los santos”; el lugar aquí desde donde se menciona al viajante es tan irreal entonces como aquellos que ya han viajado. El soñante es parte del sueño y es por eso mismo parte ya del sueño. Aquí es donde se encuentran mezclados, en consecuencia, todos los tiempos, tanto los verbales – es decir, los tiempos literarios, poéticos – como físicos – es decir, los que portan esos tiempos literarios, poéticos -. En tanto que hay tal viaje y en tanto que ese viaje es posible, sólo en la medida que ese puede uno aproximar a esa zona es que el sueño es posible. En ese sentido, creo que el viaje presentado en este poema es anterior al sueño que lo nombra. No es el sueño el que habla de un viaje: es el viaje mismo la posibilidad del sueño. Sólo en ese trasunto es que podemos hablar de un “camino” en la obra de Bolaño que va desde esta realidad presente hacia ese “irreal”, si se quiere, senda del sueño. Borges en este sentido comparte con Bolaño la intensidad de encontrar en el viaje la posibilidad del sueño. Pero en Borges esta posibilidad siempre está cruzada por el alfabeto judío, por el viaje como mera posibilidad escritural: El Aleph no es en sí mismo en Borges la potencia de la escritura, es el sueño desmedido y la fantasía de la escritura. En Bolaño, en cambio, la escritura alcanza la cima del sueño es, por así decirlo, el fin del viaje de la literatura y de la biblioteca universal: el tránsito hacia el olvido y el tránsito hacia el retorno.

Y esto es quizás porque Borges no pudo prever el destino que ese viaje alcanzaría en la cima o la sima de nuestra época. Entonces el gesto de Borges hacia la alta cultura Europea no puede ser sino una respuesta de comprensión limitada, exterior, que no acompaña la aproximación de primer orden de la que hablábamos en un principio. Bolaño reina en el borde opuesto, vive en esa extramadura final, como nosotros, y por esto sólo desde aquí es posible hablar de este tiempo de la poesía como un tiempo de presencia inagotable e inaguantable. Aquí, y sólo en este viaje a este norte de México es donde se confunde el ayer y la afasia.

Ahora, en un segundo sentido, cabe aclarar la obra 2666, pues en esta obra encontramos el final de la travesía. No son las pretensiones de este ensayo agotar las posibilidades enunciativas de esta obra, tema que dejaré para otra ocasión. Antes bien quisiera limitarme a señalar algunos puntos que me parecen importantes en esta aproximación para luego dar paso a una reconstrucción de este edificio, de este precario testimonio de aproximación.

2666 es una fecha y esto no hay que olvidarlo, como señala Echeverría en el notable y conciso posfacio de la obra. No hay menos que olvidar que esta fecha enigmática encierra ya una posible lectura de época: el 666 es, como se sabe, la fecha bíblica que señala el número de la Bestia, del anticristo. No hay para qué señalar aquí lo que en su momento pudo significar, en pleno apogeo del catolicismo, la aproximación de esta fecha anunciada como el fin del mundo. En una época siempre amenazada por la posibilidad de la condenación, siempre temerosa de ese Gran Ojo (ese ojo sobre el que en otro momento hay que volver, retomar la cuestión bolañiana) veedor, de ese Ojo que hace las veces de un Dios despiadado e inmisericorde con la lascividad del mundo, la proximidad de esa fecha desató toda ola de anuncios apocalíticos, toda suerte de profecías y desmanes en la entonces feudal civilización que se abría. Por otro lado, tenemos esta otra fecha extraña que es el año 2000. Por alguna razón este año fue también anunciado como el fin del mundo conocido. Y se movilizaron toda suerte de cábalas y supersticiones, toda suerte de literatura y discursos que sindicaban que hace cinco años sería el armagedón. Y sin embargo, ni en uno ni en otro caso, el fin llegó, el fin fue, finalmente, concretado. Y entonces Bolaño habla de este 2666. de esta conjunción curiosa, de esta fecha curiosa, sólo podríamos decir que guarda la relación, que comporta la relación de un nuevo tipo de cábala anunciadora de un posible final. Mi lectura parte también de la visión apocalíptica que inspira la cita que remite el título del libro. Bolaño en Amuleto habla de esta fecha como la posible de un cementerio, en un páramo desierto, un cementerio que de alguna forma es el cementerio de los cementerios, pues está situado en un futuro incierto para el hombre y su destino. Ahora bien, y puesto que esto es así, y puesto que este cementerio está situado, precisamente, en esta zona, en la zona del desierto de Sonora, de la Colonia Guerrero, es que es posible pensar a esta región como la región de llegada y la vez fuga del viaje de Bolaño. El sueño perdido que en un caso llevó a la búsqueda de Cesárea termina por convertirse no sólo en la fragmentación de la aventura sin telos, del viaje sin promesa de Belano Y Lima. En este caso, dicha aventura entronca con la posibilidad misma de un cierre definitivo o una clausura mortuoria de este viaje. Quizás incluso de todo viaje posible para el mundo de Occidente.

La cuestión es extrañísima pero puede ser vista de un modo envolvente a la luz de lo que planteábamos en un comienzo: la situación mexicana actual comporta la de una violación, la de un estupro permanente que es el riesgo este de escribir al borde del Imperio. Esta escritura que bordea, que es frontera y que a su vez difumina los tiempos posibles de una experiencia cultural de Occidente está cruzada por una violación anterior, por, si se quiere, la gran violación que está reflejada en el idioma español. De esta primera violación, de la violación primera es el viaje emprendido por Bolaño a la zona de reconvención que sería la Madre. Para ocaso nuestro Cesárea muere, y esta muerte abre la posibilidad del fragmento, de la pura dislocación y disolución en la aventura estéril, erótico estética de Belano y Lima, y de los personajes que acompañan el viaje por países del viejo continente como España, Alemania, Francia o del nuevo como Estados Unidos, Chile, Perú, Bolivia, Argentina, por África, Asia, etctétera, etcétera. Este palimpsesto del mundo, esta suerte de mundo achicado a límites de infinita presencia, es un viaje que vuelve a esta árida tierra pero ya no para encontrar en la Madre la posibilidad del vínculo originante: muy por el contrario, es aquí el lugar del crimen como sacrificio, el lugar de la precariedad más absolutas y a la vez de la fantasmagoría de los tiempos olvidados. Es aquí ahora que el crimen de la madre, su asesinato, no resulta en buenas cuentas un crimen ingrato, innecesario y terriblista. Más bien, tiene las veces de un sacrificio, perfectamente bien descrito, perfectamente estructurado y sacramental en la novela, que encierra en sí mismo la posibilidad de una explicación a este misterio que son las muertes de Santa Teresa como posibles sacrificios, como el lugar sacramental de la muerte de la madre.

Entonces, podemos apuntalar ya, esta cuestión de los crímenes hacen las veces del rito, del sacrificio, y todo rito es de alguna forma una ceremonia que repite un gesto sagrado y fundante, que es el gesto de esa violación y ese crimen original del que proviene el viaje. Esa violación que se ejerce, esa violación que es apremiada contra lo propio de México y en la que podríamos decir, nos encontramos con mayor o menor intensidad todos los latinoamericanos, redunda en que podemos y debemos hacer no sólo la experiencia criminal, como Sade, como De Quency, de esa estética del dolor: debemos, por el contrario, y por el bien y la salud de nuestras mentes y cuerpos, realizar la experiencia poética de esa conminación al rito remembrante, la que he visto ha realizado Rulfo, la que ha realizado Bolaño, Parra, Flores, Dorantes, a la necesidad del recuerdo y del memento cuanto parece que todo nos conmina a la afasia. Nuestro tiempo es afásico en ese sentido, “nuestro tiempo”, aquí, inscribe en el campo de la afasia no sólo a Latinoamérica, sino a toda la cultura occidental. Toda ella está tomada ya por la afasia como el lugar del olvido de la sangre, de la guerra, de la posibilidad inminente de desencadenarse el fuego sobre el apacible mundo de la técnica consagrada y de las tesis finalistas y determinantes. Por el contrario, y puesto que no hay otro lugar que este, y puesto que no hay otro tiempo que ahora, la posibilidad de la experiencia remenbrante no cierra el campo hacia lo inevitable, pero al menos anuncia, y eso es ya suficiente para advertir a los buenos corazones y sensibles almas de que no es posible renunciar al amor y a la bondad como posibilidad de la poesía. No creo en ese sentido que todo este perdido.

IV

Estas dos últimas estancias, estas dos instancias últimas de argumentación quiere terminar por el comienzo, por aquello que da título, a saber, lo de invasiones bárbaras. Esta quiere erigirse aquí contra la violación, contra la violencia de la violación como un posible de la lengua y el habla, como un sutil y no menos poderoso impulso desde el cual es posible que el hombre del otro lado entre en razón, caiga bajo la misericordia de una providencia iluminadora, que es siempre la providencia del amor. Tenemos entonces que, contra la experiencia de la violación y la violencia, la matriz originante, la matriz que ha sufrido la experiencia de esa herida germina, en el seno de una duplicidad, para usar la heurística expresión heideggeriana -, una posible y sutil invasión. Esta invasión es sutil y está mediada por el abuso como relación diferenciadora y espaciadora, el abuso como principio por el cual se abre y cierra, se contrae y expande la duplicidad hacia su más íntima dialéctica. No hay que olvidar nunca esto, pues la relación entre lo uno y lo otro es siempre flujo, movilidad, esto es que, lo que separa el Bravo aquí no es simplemente una relación de violación para con lo propio, sino una relación móvil que está por sobre todo determinada por la acumulación material de un lado opuesto de la diferencia. En determinado punto esta diferencia abre una zona de exclusión, una zona fronteriza cerrada a todo tipo de intercambio desde la matriz que no sea apertura para lo herido, y para dar lugar a lo herido. Y, sin embargo, con una lenta pero sutil movilidad, con un inaparente flujo, este lado abre la portación hacia un nuevo modo de relación que es parte de esa aprensión de la matriz de la huella que encenta lo otro como por la fuerza bélica, física, fálica del sometimiento irrestricto. De ahí que, en lo sucesivo, en lo que sucede a la violación, en lo que le sucede a lo violado, la apertura se de por sutiles desplazamientos de uno al otro lado, y de este lado al otro sin una referencialidad tan evidente, inclusive, sin referencialidad. Cito a un compatriota mío, ahora, Fernando Blanco: “Estoy ahora en el extranjero y las fronteras se me han multiplicado, infinitamente. Chicanas, Nuyoricans, Iliegales, identidades migrantes que no logran hacer frontera porque la van moviendo en sus propios desplazamientos. Surge la performance, la intervención del espacio público con el cuerpo, no solo para visualizar una propia identidad, sino para problematizar otras”.

Esto es lo propio que hace posible lo que in – flama, esta movilidad, este aparecer desaparecer, comporta en si misma una explosión. Una performance es una cuestión política y, como alguna vez escuché de Eugenio Dittborn, cualquier variación, cualquier modificación en los modos de mostrar es ya un asunto político, es ya político. Un latino en las calles de New York es en sí una variación en los modos de mostrar: más aún. Hablar el español en una región de habla inglesa es infinitamente politizante, devastadoramente “político”, para volver a reiterar esta palabra tan manoseada y de la que desconfío, debo confesar. Me interesa, sin embargo, rescatar de eso, de lo “político” el gesto material de la transferencia espiritual: a saber, que el intercambio, que el flujo, que el desplazamiento comienza in situ no por cuestiones ajenas a lo económico, a esa desmedida diferencia entre una nación que se ha enriquecido en desmedro o por lo bajo en detrimento de otra (s). México es, por así decirlo, por su carácter borderline, la región más violada y a la vez más infectada, y por lo mismo la más infectante y retroalimentadora. En el caso de mi país esa experiencia es aún menos madura, pero se da ya con el Perú, con esa inaparente y sutil movilización de inmigrantes que portan algo más que sus maletas: a saber, su lengua, y lo que “porta” esa lengua. En este caso, podemos decir, el movimiento es anterior y por eso más radical hoy su intensidad, más negra se ha vuelto ya la noche en el norte. Esa noche negra que ya ni siquiera deja ver las estrellas sagradas del cielo ahora buscan imperiosamente en Quetzalcóatl un nuevo surgir del fuego que insufla y que porta la posibilidad de una reconvención de la dialéctica fundante. Esa noche sin estrellas, esa noche que ya es pura técnica, que ya es tecné en su estado más perverso, es la que en su negrura máxima y a punto de estallar porta la relación hacia la estrella de la mañana, hacia el lucero de un más grato habitar.

Invasiones bárbaras: tomémonos bien apecho esta cuestión, esta suerte de venganza, esta infección, esta filtración en el sistema de un germen que es a su vez la propia posibilidad de inversión. Pensemos bien en ese spanglish, en esos bararismos, en esa movilidad de la región y de la frontera que se desplaza, y sobre la cual van a recaer toda clase de previsiones y reglas, toda clase de violencias, injusticias, y articulaciones de sistemas de seguridad técnicos. Ya sobre ellos recaen y podemos verlo a diario en la situación social del inmigrante, del chicano: pero es, por efecto de esa misma seguridad, que el sistema colapsa. Esta radicalidad del dispositivo en su negrura máxima porta la destrucción del intruder pero ya no como lo exógeno, sino como lo que está en el seno de lo propio. De allí y sólo de allí que la estrella de la mañana no sea otra que la misma estrella de la noche asomada desde el otro extremo de la relación, desde el otro lado del tiempo histórico que abre y porta.

Jurgen Habermas ha situado esa cuestión en el seno de la publicidad burguesa y a apuntalado muy bien esta suerte de refeudalización social, esta suerte de neo privatismo que, entre otras cosas, sucede al espacio de lo público de la libertad ilustrada. El campo de lo privado que abre el neo feudalismo posburgues puede y debe ser asociado al campo de lo seguro, de la seguridad que aborda desmedidamente ya el juego posible de esta duplicidad. El confort de la vida, como en el viejo Imperio Romano, ha sido reemplazado por el miedo al posible invasor, y esta parcelación desmedida, este reflujo de la técnica que de pronto se vuelve contra su propio sujeto, como lo ha señalado Baudrillard, termina por convertir la inmunización en el principal enemigo del sujeto.

Esta asepsia, esta negrura de la asepsia, esa limpieza negra, si se puede emplear dicho oximorón, invierte la relación a un punto de curiosa simetría: y es así como de la violación se pasa a la invasión bárbara, y es así también como el desmoronamiento surge como lo inevitable mismo, como el destino posible de este Imperio.

V

Mis palabras finales quisieran ir en pos de reestablecer la comunicación de todo este texto, en vista de la posibilidad de que hayamos pasado demasiado rápido de un lado a otro, desde la aproximación a la invasión: en visto de que este río torrentoso nos haya arrastrado demasiado a prisa y nos hayamos ahogado a medio camino de un lado y otro de la frontera. Hemos tomado como punto de partida aquello que está abajo: es decir, la aproximación a México y su posible doble matriz material y hermenéutica. Hemos hablado de la dificultad de este nombrar pero a su vez hemos asumido que dicha dificultad deviene del hecho del continuo de la violación, del continuo de la violencia que viene de esa violación originante y que determina en cierta forma nuestra relación con el presente. Ese presente es el que porta la pregunta de lo que puede significar escribir estando, aquí, ahora, al borde del Imperio. Esa pregunta es algo para lo cual esta breve entrega no está preparada y concierne sobre todo a la propia comunidad literaria azteca. Antes que esa intentar responderla, esta quisiera dejarla abierta, instalar como una oferta o una tentativa de lectura de nuestra actualidad porque, en definitiva, lo que (re) presenta dicha actualidad es en sí la posibilidad de una resolución del eventual futuro de Occidente. Hemos visto que eventualmente esta posible violación es una interjección curiosa que puede reenviarse a través de la sutil invasión, del flujo y el desplazamiento que esa invasión suscita en el seno del sistema cuya inercia tiende hacia el colapso. Tomado así, esta transferencia tiene lugar en la territorialidad excluyente que define lo que está de este lado y lo aquello que está del otro. Esa zona, esa no man’s land, es lo que lleva en la mejor tradición narrativa y poética, para mi gusto, azteca, hacia esa zona tórrida de afasia que es el desierto como simbólica de lo hechado al olvido, como el lugar donde el propio olvido, la propia condena al olvido encuentra en el sacrificio de la madre, como en Bolaño, toda su fuerza mítica. Y en esto hay que ser majadero y hasta cierto punto aburrir, cansar, descansar sobre este hecho de la causa: sólo desde aquí, y puesto que somos tributarios de toda la herencia de la portación de la palabra occidental, es que es posible realizar una lectura holística del paso, de la transición y transiciones desde uno al otro lado de la duplicidad. Lo curioso de esta cuestión, tema que también me permitiré dejar abierto, es que de alguno u otro modo contamos con la lectura de esa experiencia en el viejo continente, denotando el hecho clave de que esta retirada de la metáfora – para usar el discurso derridiano – ya ha tenido lugar. Y esta doble dislocaciones, que es, a mi muy humilde entender, una triple retirada en vez de una doble, obliga a pensar bajo qué condiciones, a qué punto culminante hemos de llegar en pos de develar nuestro porvenir. Es este el momento de pensar dicha cuestión. Y no hay otras voces, no hay otras manos que las nuestras. La suerte está echada ya en ese sentido. Y también en el otro.

Felipe Ruiz
México, 13 de octubre de 2005

 
 

Proyecto Patrimonio— Año 2005 
A Página Principal
| A Archivo Felipe Ruiz | A Archivo de Autores |

www.letras.s5.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez S.
e-mail: osol301@yahoo.es
Felipe Ruiz: Invasiones Bárbaras.
Aproximaciones a México.
13 de Octubre 2005.