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Un desahuciado en casa:
Sobre Juana de Lestonac, de Gabriel Silva

Por Felipe Ruiz


Con toda seguridad, la poesía debe ser una de las artes que más se acerca a la arquitectura. El poeta es un arquitecto y la poesía es su forma de decir que cualquier diseño o superestructura de hormigón no es más que un remedo de obra comparado con la prolongación en la palabra de un habitad humano. Porque una vez que un poeta ha terminado una obra, comienza a vivir en ella como si fuera su madriguera, su hogar.

Es así como se acerca la poesía a la arquitectura y el poeta mismo se asemeja a un albañil - arquitecto que imagina y luego construye su morada con la palabra, para habitar en ella e invitar a quien quiera morar también ahí. El poeta es un anfitrión.

Pero en unas ciudades que han crecido desmedidamente como las latinoamericanas, con cero respeto por el arte del diseño y con un voraz instinto inmobiliario, la poesía debe alimentarse de la palabra como si fueran desechos de experiencia de las vidas pasajeras y fugaces de los tripulantes de las urbes latinas. Porque de cada uno de los gestos que se esgrimen en los edificios y departamentos de Lima, Santiago o Ciudad de México uno pudiera acaso hacer un extenso poema del desdén y el desperdicio de vida que surge de la rutina, del tedio de la ciudad.

Con todo, la poesía encuentra sus propias respuestas. Y es en este libro publicado recientemente en España, Juana de Lestonac, del chileno Gabriel Silva, donde la experiencia sombría del abandono en la urbe capitalina resuena con mayor vehemencia. No se trata simplemente de un libro que renueva el eterno contrato entre el poema y la casa. Por el contrario, no hay aquí un lugar para la acogida tierna, para el recogimiento en un hogar que se ofrece como contrapunto necesario al despiadado avance de la urbanización mercantil. Es como si inclusive la casa misma fuera ahora también dominada por un instinto salvaje de depravación comercial. Por que es el hogar lo que en las condiciones actuales de urbanización de nuestras ciudades ya no se ofrece como el lugar de "acogida" tal y como se pensaba en la poesía lárica e inclusive en la poesía urbana de fines del siglo XX:

Quien huye de la casa
Quien sueña con puertas abiertas
Esconde una manera criminal de contenerse

La casa habita su propia huida

Este desmedido encuentro, entonces, de un sujeto completamente alineado en su cotidianeidad, sorprende a la casa. Y la sorprende no porque la casa ya no sea arquitectónicamente un sitio de encuentro de las parejas trabajadoras - hace tiempo que eso ya no ocurre -, sino porque los seres humanos nos hayamos completamente solos en nuestra casa, abandonados frente a la gélida pantalla de un televisor o ante un libro, sin posibilidad de huir de ella pero tampoco de quedarnos demasiado tiempo. Porque lo que más aterra de la casa contemporánea es la soledad en la que cada ser humano vive enfrascado (inclusive si vive acompañado), entregado al tedio solitario de ver repetirse los días y las noches con la sola esperanza de encontrar lejos, muy lejos del hogar, seres que puedan compartir la misma desdicha.

La poesía de Silva se ofrece así a una búsqueda desenfrenada de compañía en medio de la soledad de la casa, la soledad que se presta al abandono. Una compañía refrendada por la comunicación truncada con el prójimo, que vuelve cada poema una partícula de lamento solitario, como si cada verso hubiese sido escrito en voz alta en medio de un living abandonado. Esta no es una casa imaginaria, en este sentido. Se palpa en este poema la patencia real, el padecimiento del hablante que describe cada palmo de su hogar, cada pared y habitación de la casa con la viveza de lo acaecido. Y si acaso fuese real esa morada descrita a lo largo de las páginas del libro, cuanto más estremecedor aún el hallazgo poético ante una realidad que a veces obliga a la mudez o llama a la locura:

La casa ha quedado vacía
El silencio se acomoda
En las otras habitaciones

Un charco de sangre corre a prisa
Buscando algún parquet tibio

Beatrices no hay en este poema. Pero su ausencia es más bien el efecto de una suspensión: pues la mayor fuerza y radicalidad de esta poesía estriba probablemente en la soledad de un hogar que por masculino llama con toda su fuerza a la posibilidad de entroncar con lo femenino una posible salida, un escape apremiante ante la voracidad de la casa. Si todo hogar es, como se ha dicho, por esencia, una construcción femenina, la situación experiencial del hombre con relación a la casa, cuando se vive en soledad, no puede ser sino la que llama con todas sus fuerzas a la posibilidad de encontrar en el murmullo de las paredes, en la fantasmagórica cocina, un cuerpo o un espacio vacante para la feminidad. Pues si la feminidad es, probablemente, lo que salva al hablante de la absoluta locura, es la ausencia de esa figura en este poemario lo que le da una fuerza vital latente.

La resignificación del espacio es otro de los puntos fuertes de esta entrega, ahora para desplazarnos a un terreno un poco más pantanoso. Porque el espacio aquí es lo apremiante y el tiempo aparece como un lugar desvanecido o bien truncado ante el acoplamiento algo azaroso de momento disímiles que se entrecruzan con extraña fascinación entre las cuatro paredes de la casa.

El sujeto de esta escritura parece moverse por un lugar de múltiples significaciones históricas, no encontrándose nunca atado a un momento específico del tiempo, como si la casa entera fuera una suerte de mecano que construye su propia cronología a la par con las motivaciones intrínsecas que mueven al hablante. Los distintos momentos por los que el sujeto de escritura se desplaza sitúan al hablante en una posición dúctil dentro de las habitaciones que describe. Los objetos cobran así una nueva movilidad al interior del apartamento, pasando a ser ellos los protagonistas principales de la situación experiencial del sujeto:

El tiempo ha mejorado, por las noches
Sale a caminar, a menudo se encuentra con un
Perro negro que lo sigue.

Él espera una señal rumbo a casa, sabe que nadie
Camina solo en las noches de otoño.
La señal pudo ser el contacto con la sonrisa de otro,
Que como él caminaba, pero en dirección contraria.

La situación de ruptura con respecto al tiempo obedece en este poemario a la situación de un sujeto que ha debido sortear la cotidianeidad para hacer arribar un tipo de experiencia distinta con respecto al prójimo. En este ir y venir del hablante acaso se divisa un poco de la ligereza de su paso por la tierra, y viene a recordar que ninguno está a salvo del anonimato glorioso de habitar, engendrar y morir en una estancia que puede bien ser la más íntima soledad del hombre respecto de los enceres.

Algo recuerda, de pronto, algunos pasajes de Residencia en la tierra en esta poesía que hace del espacio un mundo circular donde el hablante transita cual fantasma. Se trata, entonces, de unir esa experiencia de derrota del sujeto a la situación misma de un Neruda sin anclaje territorial, donde la experiencia del lugar queda así desdoblada en la posición de una universalidad vacía.

El espacio entonces ha roto con el tiempo para eliminar cualquier vestigio de historicidad. Conclusión final, quizás, de una poética profundamente contemporánea a los abatates de nuestro tiempo, donde el tedio y la abulia cotidiana terminan por convertir cualquier tipo de aventura política en una desazón individual, la experiencia colectiva en el más desmedido encuentro con la soledad personal.

Con todo, Juana de Lestonac de Gabriel Silva debe ser uno de los libros más intensos e interesantes de la poesía chilena publicado el año 2006, llamado a convertirse, sin duda alguna, en el solitario referente de un grupo de autores que ha debido convivir con su propia soledad. Lejos de los guiños generacionales, la soledad de este hablante se condice con la de un poeta que a sus treinta y tantos ha sabido generar un espacio personal y completamente ajeno a las redes poéticas que asolan la capital. Excelente entrega la de la editorial española Dilema que prueba la buena recepción internacional que goza la joven poesía chilena, contribuyendo a terminar con las exclusiones territoriales y las franquicias locales. Quizás el propio Silva acierta en eso: la casa debe ser destruida desde su interior.

 

 

 

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Un desahuciado en casa: Sobre Juana de Lestonac, de Gabriel Silva.
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