Quisiera compartir a continuación algunas reflexiones sobre un tema que me parece relevante y actual. Se trata de la paranoia que se ha generado en nuestros días en torno a las redes sociales y la IA. Voy a comenzar con una hipótesis que pasaré a continuación a argumentar:
Lejos de reemplazarnos
las redes sociales y la IA
nos ahorran la banalidad
Lejos de reemplazarnos —esa sentencia tan lacónica como apocalíptica que está en boga hoy en día— la IA y las redes sociales nos ayudan a ser lúcidos respecto a lo irrelevante, lo inesencial, precisamente porque ponen ante nuestros ojos aquello en lo que no debiésemos perder el tiempo. Por otra parte, dependiendo del uso que les demos, la IA y las redes sociales nos proveen de nuevos y diversos canales para el saber. En este sentido, éstas incrementan la frecuencia de esa capacidad cuasi mágica que tanto valoramos quienes nos hemos dedicado algún tiempo a la investigación: la serendipia, ese arte del hallazgo que nos provee valiosas pistas, en una biblioteca, una librería, en algún archivo o buscador en Internet y, más recientemente, a través de redes sociales y la IA.
Para mí, que sigo alrededor de 600 cuentas en Instagram y que no soy un comprador compulsivo —con notable excepción de los libros, claro, y de cualquier material que satisfaga mi insaciable curiosidad de escritor y poeta— no es cierto que las redes sociales produzcan necesariamente una alienación y que sus motores estén solamente enfocados a hacer que el usuario consuma. No más cierto que la aceleración de la respiración emborracha y el exceso de comida embota. Todo dependerá, a fin de cuentas, del uso que uno les dé. Entonces, me pregunto ¿quién o quiénes y con qué fin ponen el énfasis en los aspectos nocivos de estas herramientas —que los hay, sin duda, según veremos— e insisten en masificar una versión sombría de los hechos? Más allá del atractivo de ciertas variantes catastróficas de la realidad, en géneros literarios como el horror y la literatura postapocalíptica ¿quién o quiénes sacan principal partido de este pesimismo mesiánico?
La instantaneidad de las actuales plataformas del saber y la falsa sensación que despiertan de ser una razón autorizada y exhaustiva de los hechos —asuntos que sí debiésemos considerar bajo la sana lupa de la indagación y la crítica— no son argumentos, ni mucho menos suficientes, para desmerecer sus aportes. Algo tan básico como la verificación de la fuente es, entre otras, una mínima medida para evitar confusiones.
Vamos por partes. Como punto de partida, pondré un ejemplo que resulta medular en este debate: la lectura, en el sentido de largas horas destinadas a un texto, descifrando sus ideas y argumentos, o simplemente dejándose llevar por la música de su prosa, la magia de sus descripciones y la interacción de sus personajes. No es cierto que, tras la llegada de las redes sociales y la IA, esta sublime actividad humana va a desaparecer y que, por tanto, se van a afectar la capacidad analítica y de comprensión profunda que ésta provee. Como la lectura no desaparecerá (diré a continuación por qué), no nos veremos condenados al olvido de todo lo que hemos construido y alcanzado en estos alrededor de cinco mil años.
Si la lectura ha disminuido en las generaciones jóvenes de los últimos decenios, esto se debe a los primeros coletazos de una revolución en curso, pero ya no se sostiene y no se mantendrá en el mediano y largo plazo. La generación afectada, consumidora principalmente de imágenes y videos, comienza a aprender la lección y es ejemplo, para la generación siguiente y sus progenitores, de los daños colaterales de estas herramientas, de un modo comparable al que ha llevado a tomar conciencia, en los últimos treinta años, de la necesidad de utilizar el cinturón de seguridad y las sillas para niños y bebés en los automóviles.
Hay una razón muy simple para sostener que la lectura no es ni será abandonada, y es que no dejaremos nunca nuestra condición de seres extraordinariamente inquietos. Más temprano que tarde, nos damos cuenta de que ese poderoso y perdurable medio que es la lectura es insustituible a la hora de fortalecer nuestro uso del lenguaje —principal gestor de la vida individual y colectiva— así como nuestra capacidad crítica y creativa. La lectura no va a disminuir ni va ser reemplazada por otras actividades (como el scrolling), sino al contrario. Ésta ya está siendo redescubierta por la generación Z (nacidos entre el 2000 y el 2009) y por la generación Alfa (nacidos desde el 2010), si bien en formatos más fragmentados. La inquietud es creciente y la sed de saber, como siempre lo ha sido en el humano, cuenta ahora con soportes que lo ponen a disposición de una gran mayoría y en distintas profundidades. Todo depende de cuán lejos quiera llegar el curioso indagador.
El saber está ahora mucho más a mano y es más transversal y multidisciplinario que hace algunas décadas, debido precisamente a la cuasi instantaneidad con que circula y se alimenta. Se produce, en este sentido, una eclosión del saber y su expansión en la forma de rizoma, lejanamente comparable a lo que sucedió, allá por el siglo III a.C., con la biblioteca de Alejandría y el Museo. Lejanamente, digo, no solo por una cuestión temporal, sino en consideración a los desarrollos técnicos de una y otra época y, en consecuencia, a la asombrosa velocidad de avance y expansión del rizoma en nuestros días. Hoy, este efecto llega al borde de la instantaneidad, como si todo el tiempo y el saber se concentraran de pronto en aquel punto brillante que soñó Borges en el Aleph, desde el cual se pueden ver simultáneamente todos los lugares del mundo y en todos los tiempos. Esta extraordinaria omnipresencia del saber que han traído consigo los nuevos soportes tecnológicos, como nunca antes había sucedido, ha puesto nervioso a más de alguno.
Sería ciego de mi parte no mencionar aquí los estragos sociales y sanitarios que han causado las nuevas tecnologías en las generaciones recientes. En lo personal, esta revolución me tocó ya maduro: soy de aquellos cuya infancia transcurrió sin teléfonos móviles, para qué hablar de teléfonos “inteligentes”. Cuando mucho teníamos a disposición ese aparato anclado por una tripa a un muro, que a lo más me permitía largas conversaciones con algún amigo o alguna novia de ese entonces, con quienes nos embarcábamos en ensoñaciones a distancia, en las largas tardes después del colegio.
Habría que ponerse en la piel de esos niños y adolescentes de hoy con problemas psiquiátricos, los que agreden a otros, se autoagreden o suicidan por la angustia y la pérdida de espacio físico y relacional que les causan las siete, nueve o doce horas al día que pasan conectados a las redes. Las agresiones desencadenadas por el aislamiento en comunidades minoritarias online, fueron recientemente denunciadas por la afamada serie televisiva “Adolescencia” (2025). En los últimos años, se ha hecho imprescindible abordar, como una crisis de la mayor relevancia, los múltiples problemas que han traído consigo las nuevas tecnologías, como son el impacto en la autestima, la desinformación y las fake news, la llamada economía de la atención (contenidos diseñados para captar o incluso “secuestrar” a un “público cautivo”: palabras cuya sola mención ponen los pelos de punta, y que parecen haber sido naturalizadas), la polarización, los discursos de odio y el ciberacoso, entre otros.
Se ha vuelto un asunto de prioritaria necesidad que familias e instituciones reaccionen, en defensa de los más vulnerables (que suelen ser niños y adolescentes), ante los aspectos menos deseados de las nuevas tecnologías. Pero de ahí a demonizarlas, eso sería negar una constante en la evolución humana, que dice relación con los avances tecnológicos: de la invención de la escritura a la IA, de la rueda al automóvil y del ideario mitológico y los diseños de Da Vinci a los medios de transporte aéreo, por citar algunos.
Si las nuevas tecnologías han llegado para quedarse —lo cual resulta bastante evidente— esto no significa, ni mucho menos, que nos reemplacen o que terminen por convertirnos en bestias autoagresivas. Su llegada es, en muchos sentidos, una útil herramienta, aunque no mucho más que eso, si bien marca un cambio epistemológico sin precedentes. Al deslumbramiento inicial suceden fases de acomodos y asentamiento. Como siempre con los principales inventos de la humanidad, en algún momento terminamos regresando a las viejas y sabrosas relaciones de siempre. Es solo que nos hemos quedado cortos con las medidas para paliar los efectos nocivos de esta revolución que nos ha golpeado como una guerra. Al respecto, no está de más recordar que, precisamente tras las dos grandes guerras del siglo veinte, y para hacer frente a los estragos psicológicos causados a los veteranos y a las familias de los millones de mártires, se desarrollaron métodos terapéuticos inexistentes hasta ese entonces, gracias al trabajo de Karl Jung, Donald Winnicott, Melanie Klein y Viktor Frankl, entre otros.
Las terapias, así como el apoyo y firmeza de padres informados resultan más que nunca indispensables hoy en día. Importante, en cualquier caso, es no caer en los facilismos de la retórica paranoica, la cual, lejos de contribuir a generar las herramientas para superar la crisis, relativiza el debate y debilita las posiciones. Es en este sentido, que no debemos aflojar en los currículos de la educación en escuelas y universidades. No por nada llevamos siglos perfeccionándolos y quien diga que debe haber una modificación a los mismos, porque el mundo ha cambiado en los últimos cuarenta años, me parece de una cortedad de miras inaceptable.
No debemos aflojar con el estudio de matemáticas, literatura y lenguaje, ciencias sociales, filosofía, arte, lenguas extranjeras, educación física, tecnología, biología, física y química. Aunque no resulten aparentemente útiles o prácticas algunas de estas disciplinas en lo inmediato, se trata de formar humanos y no tecnócratas, por medio de la adquisición de saberes universales. Estos sientan las bases para futuros desarrollos y posibles especializaciones pero, por sobre todo, construyen un universo de sentido y diálogo, de movilidad, respeto y comunicación. No debemos dejar de leer hasta el cansancio a los grandes autores científicos, de la filosofía y la literatura universal.
Desde hace un tiempo, una inquietud me da vueltas y ésta tiene que ver con el facilismo con que algunos tienden a renegar, cuando no a denunciar como perverso, el actual uso masificado de las redes sociales y la IA. Como si temiéramos a esta nueva revolución y los desafíos que plantea, así como los tejedores artesanales —comprensiblemente, por motivos laborales— se rebelaron contra la aparición del telar industrial, a fines del siglo XVIII. Es natural que así suceda —mal que mal, somos seres con necesidades materiales y también de costumbres— pero, tal como preconizaban los estoicos en relación con lo inevitable, de esto no nos debemos ocupar, sino de aquello en lo que sí podemos decidir.
Y la elección de las materias con las cuales nos alimentamos visual e intelectualmente a diario, así como el tiempo que les destinamos, parecen ser el caso con las redes sociales. Más importante aún —aunque parezca a los mayores una receta extraída de algún anacrónico texto de ciencia ficción— es el desarrollo de actividades que refuercen en los menores el hábito de un mundo real, poblado de pares, los seres humanos, y de criaturas sorprendentes, animales y vegetales, que son anteriores al mundo virtual, de las que tenemos mucho que aprender y con las cuales hemos sido invitados a interactuar con respeto.
Chat GPT y otras plataformas virtuales no son mucho más que útiles enciclopedias interactivas (se regocijarán en sus tumbas Voltaire, Rousseau, Diderot y D’Alembert), así como las redes sociales nos aportan un acervo de conocimientos de especialista o generales —de las artes a la botánica, de la moda y materias tributarias a la astronomía y la biografía de ídolos del rock— a gusto de consumidor, por iniciativa individual o colaborativa, y no solo información contingente, voyerismo y distracción. La ampliación, diversificación y difusión del conocimiento y sus entradas, como nunca antes había sucedido en la historia de la humanidad, posiblemente nos abisme un poco. Algunos —soy el primero en incluirme— tenemos una ingenua y a veces muelle (algo más muelle que ingenua) tendencia a los tiempos detenidos, a la contemplación, y lo que puede horrorizarnos en primera instancia, mirado con perspectiva, es tal vez lo que nos permite mayor dedicación a eso mismo que hemos visto amenazado.
El título Velocities (1988) del poeta norteamericano Stephen Dobyns nos daba una idea de la celeridad con que transcurrían la vida y la información, a finales del siglo XX. Y eso que, en aquel entonces, la revolución virtual era aún materia futurista. Nuevamente con los estoicos ¿vamos a salir huyendo ante lo inevitable? ¿Por qué no fortalecer más bien los aspectos positivos y, por lo mismo, duraderos, de la actual revolución? ¿Acaso la memoria individual y la colectiva no aprenden de los errores e infortunios, para organizarse sobre la base de los aspectos positivos que traen consigo los cambios? ¿Vamos a desconocer que la instantaneidad con que circula hoy en día la información y el saber, aparte de haber incrementado enfermedades mentales y desviado el curso de importantes elecciones, es también la herramienta que nos permite denunciar abusos, fanatismos e injusticias? Así como sucedía con el amor cortés en la Edad Media, en que el amor era a la vez la enfermedad y el remedio, las nuevas plataformas traen consigo no solo males, sino también un sinnúmero de posibilidades. Nuevamente, somos nosotros quienes decidimos y extraemos de ellas lo que más conviene a nuestros propósitos y actividades, y no al revés.
Estábamos tan acostumbrados a las grandes y pequeñas mentiras, a hacer la vista gorda y a aceptar los privilegios de unos pocos en detrimento de muchos, que una vez que esto se denuncia, con una eficacia nunca antes vista, lo primero que hacemos es bancarnos la paranoia promovida por esos mismos denunciados (entre otros, el temeroso y autoritario ser de costumbres que llevamos dentro), quienes se arrogan el rol de supuestos líderes ante la debacle universal, predicada y promovida por ellos mismos.
Lo cierto es que estamos ante un cambio epistemológico de proporciones que, evidentemente, incomoda a más de alguno, en parte porque se trata de materia desconocida, estamos lejos aún de comprender sus alcances ¿Pero qué apuesta por la movilidad que vence al statu quo, entre ellas las revoluciones que formaron las democracias modernas, no pasó por etapas iniciales de incertidumbre? Para salir victoriosas, estas revoluciones debieron advertir a sus partisanos de la necesidad de vencer los temores y una humana tendencia a la servidumbre. Un aspecto del actual cambio epistemológico, que no podemos desarrollar en todas sus dimensiones aquí, es el paso de la mentira consagrada a la verdad sobrexpuesta (entremezclada esta última, en ciertos casos, de falsa verdad).
Recordemos brevemente que el término paranoia —del griego para (al margen de) noia (mente o razón): fuera de la mente o razón— apunta a una alteración del juicio, un estado de irrealidad en que una o muchas personas se apartan de la percepción de las cosas. Es así como la paranoia nos habla de una condición delirante, de un estado de persecución, a tal punto que el perseguidor suele victimizarse a sí mismo como un perseguido, justificando con ello su posición. Suponiendo que esto se haya vuelto en nuestros días un fenómeno masivo ¿Vamos a aceptar ponernos tan simplemente de rodillas ante nuestros viejos temores al cambio? ¿Nos someteremos ante los autodenominados líderes de un nuevo orden, esos interesados en no mucho más que acrecentar su poder, el cual pretenden fundar en viejos valores, viciados por el carácter antojadizo de sus propósitos y sus seudo argumentos? ¿O vamos más bien a echar nuevamente mano, como siempre lo hemos hecho, de las técnicas y recursos que como humanidad hemos desarrollado y que tenemos a disposición —en la actualidad, las redes sociales y la IA— para dar nuevos, informados y promisorios pasos en nuestra realidad colectiva e individual?
También podríamos actuar nostálgicos y arrepentidos, con la cola de la civilización desviada entre las piernas y soñar con la sociedad feliz que habríamos sido, más valoradora del contacto directo y del diálogo, de haber hecho caso en su momento a Sócrates y no adquirir el hábito de la escritura (y la lectura) como vías de desarrollo del espíritu y las ciencias ¿Y qué sacaríamos? Los hechos muestran que no es necesario recurrir a tanto anacronismo: luego de la pandemia nos hemos acercado más a lo presencial. El teatro volvió a las tablas, los alumnos a las aulas y los cafés bullen de efervescentes conversaciones. En mi caso, practico deportes junto a mis hijos, dejé de hacer clases vía remota, me veo a menudo con amigos y amigas y hemos recuperado esa sabrosa instancia del contacto directo, para el intercambio de ideas y el goce de la lectura compartida.
La asombrosa disponibilidad del saber que traen consigo las redes sociales y la IA —un saber de catálogo, por muy interactivo que se presente, y que carece de la chispa de la creatividad humana— es, cuando mucho, un incentivo y un punto de partida para la curiosidad. Quiéranlo o no algunos arrebatados usuarios, tanto la actividad de la imaginación, como la generación de experiencia y sabiduría no son ni serán nunca productos prêt-à-porter. Se trata de instancias que requieren de tiempo, paciencia y dedicación y que, si bien hacen uso del conocimiento almacenado (que está hoy en día circulando), solo puede desarrollarlas una práctica constante y de largo aliento, por medio de actividades como la lectura, la escritura, el estudio, las ciencias y las artes, el debate, el desarrollo de disciplinas físicas en el espacio real, entre otras. El tema es que un acelerador de partículas no será nunca la energía, este es mi punto.
La paranoia de la IA y las redes sociales no es sino un síntoma de la banalidad, ese concepto acuñado por Hannah Arendt —en el contexto del genocidio Nazi— en relación con el funcionario que, sin mediar reflexión o juicio crítico alguno, ejecuta las órdenes de su superior, y que utilizo aquí en el sentido de un estado de cosas global tan manifiesto como vacío, que surge como caballo de batalla de una visión de mundo totalitaria. La paranoia no es más que el discurso y vitrina de una prepotencia ignorante, fundamentalista y sesgada, que intenta, una vez más, expandirse como mecanismo de control.
Buena parte de la información que circula en redes sociales y también los errores que cometen los modelos de inteligencia artificial como chat GPT u otros, integran el universo de lo banal. La promesa de que llegará el momento en que funcionen a la perfección e incluso nos reemplacen, no es sino un aspecto del mismo mesianismo apocalíptico que invita a desentenderse del cuidado del planeta, de la ayuda humanitaria y los aportes públicos al desarrollo de la investigación científica, porque ha llegado supuestamente la hora de fortalecer las fronteras. Un mundo cada vez más abierto y la simple posibilidad de que tal apertura fortalezca una colaboración —que está en la base del desarrollo de las sociedades— abisma a los temerosos defensores de sus deslindes puertas adentro.
En mi caso, que vengo de los libros y seguiré yendo y viniendo a los libros, a través de redes sociales (en particular Instagram, que es la que utilizo) me he puesto en contacto con pares de mis disciplinas favoritas y he seguido aprendiendo, de una forma dinámica y atractiva, en las áreas de mis principales intereses: cultura popular, cine, música y arte, literatura y filosofía, mitos y testimonios de grandes pensadores, etc. No se trata de un aprendizaje profundo, es cierto, pero al menos cuento ahí con un crisol de entradas a las que me habría demorado varios años en llegar, a disposición y con un breve resumen, que luego me permiten, si lo deseo, indagar más sobre tal o cual tema.
Además de múltiple, diverso, no necesariamente dudoso (dependiendo de la fuente) este tipo de plataformas provee un saber versátil y poco grave (convengamos, leer la Fenomenología del Espíritu o Ser y tiempo de un sopetón, puede llegar a ser una experiencia abrumadora), a través de un material vivo, de entrevistas y citas, resúmenes, animaciones, infografías y videos que no deben ser considerados como todo el contenido, sino que están ahí para alimentar nuestra curiosidad, y a partir de ellos movernos, navegar, despertar nuestro olfato y animarnos a continuar indagando ahí y en otras partes.
Se trata de un saber superficial, denuncian algunos, que no requiere de mayor esfuerzo y por ello no se graba en un nivel profundo de la mente. Pues bien, tal vez no todos estamos destinados a ser deglutidores de tratados ¿Vamos a negar por esto las mencionadas entradas y ese crisol a la gran mayoría, que no es ni tiene por qué ser experta y que, sin embargo, en buena hora puede nutrirse de saber y estar mejor informada? Entre el navegador antojadizo e impulsivo y el erudito encerrado en una biblioteca, habrá posiciones intermedias ¿no? Por otra parte, incluso en la precariedad de estos soportes, la mente y el imaginario disciernen y escogen los contenidos que les son más útiles a sus fines concretos o más elevados.
Pongo el énfasis en una piedra angular del asunto —las capacidades humanas— ya que la paranoia de las redes sociales y la IA promueve un desconocimiento, cuando no una arbitraria rebaja de éstas y su inquebrantable ingenio (el “wit” de los ingleses del XVIII). En otras palabras, mal que les pese a los catastrofistas, no somos ni seremos imbéciles, tan solo pasamos por fases de estulticia, por períodos de acomodo ¿Qué organismo no pasa por altos y bajos, marchas blancas, los ciclos del ánimo, el entusiasmo y el cansancio, la salud y la enfermedad, la regeneración? Y qué importante es respetar los tiempos de cada cual. No somos los imbéciles que nos dicen o llaman a ser, nunca lo seremos y la profesía autocumplida del reemplazo de lo humano por la IA simplemente no se sostiene ni cumplirá porque no existe criatura más autoconsciente y rebelde, más escurridiza y con una asombrosa capacidad de aprendizaje, resiliencia y superación, que el ser humano.
La dialéctica, tan precaria como mañosa, que intenta posicionarnos en el lugar de débiles víctimas, meros receptáculos de información y consumo, no es más que otra manifestación —ella misma de una proyectada debilidad— del más burdo y muchas veces furioso ánimo paternalista, tan de moda en nuestros tiempos: aquel que desde la ignorancia (incluido en ésta el saber tecnócrata) y el temor supone que conseguirá propagar la ignorancia y el temor. Si la retórica clásica, que buscaba persuadir con argumentos, fue reemplazada por una tecnocracia no argumentativa y esta última por el matonaje de los hechos consumados e imposiciones que violentan cualquier lógica de los acuerdos, siempre surgirán defensores del orden democrático que estén dispuesto a denunciar estas decadencias e intentar nuevas opciones que salvaguarden las libertades colectivas e individuales.
El liberalismo excesivo —el del individualismo extremo, la ley del más fuerte y la sinrazón— el liberalismo que olvida que las civilizaciones se construyen por colaboración y no a punta de encono y reyertas, el liberalismo desahuciado, el de los últimos coletazos, el liberalismo paranoico y binario, el de si no estás conmigo estás en mi contra, el de la ignorancia, el matonaje y la violencia televisada, el liberalismo del capo di mafia que pretende manejar el orden mundial como si se tratara de una más de sus fiestas de excesos, se rebaja y denuncia por sí solo.
Naíf es el que proclama invalidez a diestra y siniestra. Naíf es el que piensa que lo conseguirá por la vía de la ignorancia y el temor. Naíf es el que no escucha, porque las desconoce, las voces de la historia. Todo lo cual no tarda en detectar al instante, y en superarlo, ese ser amante de la libertad, instintivo e inconforme, ese defensor de los principios y la justicia que somos todos nosotros: hijos e hijas, madres y padres habitantes de pueblos, ciudades y sectores rurales del mundo globalizado. Seres que, lejos de lo que promueven aquellos que pretenden controlar el orden globalizado, saben más y mejor lo que les conviene, más que cualquier máquina o asistente virtual que —sostienen los paranoicos— se arrogarán nuestro estilo, nuestro destino, nuestras identidades y decisiones, y que regirán por nosotros el nuevo mundo inhumano. Simplemente no lo harán. Hemos superado afrentas peores.
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Nota Bibliográfica
Francisco Undurraga Alcalde (1977) es poeta, narrador y artista. Tiene un MA en
Literatura inglesa (Univ. Leeds, Inglaterra, 2002) y un PhD en Filosofía y Estética (Univ.
Paris 8, Francia, 2006). En enero de 2025 publicó el libro de poesía TRƎS (Los perros
románticos), en 2023 la novela Mis otras vidas (RIL editores), y en 2019 el libro La casa
vertical, Poesía reunida (Amuleto). Ha escrito numerosos artículos académicos y de
prensa. Tradujo El reparto de lo sensible de J. Rancière (Lom, 2009), El acto estético de
B. Saint-Girons (Lom, 2013) y realizó una traducción y edición crítica del Cuento de un
tonel, de Jonathan Swift (Lom, 2013), en colaboración con Pablo Oyarzún. Ha sido
docente e investigador en Literatura y Filosofía en diversas universidades en Chile (PUC,
Uch, UDP, UNAB, USACH). Entre 2011 y 2015 trabajó en el desarrollo de guiones
cinematográficos para la productora Fábula, en colaboración con Pablo Larraín. Desde
hace 15 años dicta talleres literarios. Su obra pictórica puede ser visitada en
Instagram: @paco_undu.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La paranoia de las redes sociales y la IA
Francisco Undurraga Alcalde