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Joaquín Edwards Bello
El hijo acusador

Por Francisco Véjar
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 18 de febrero de 2005

 

 

Fue precoz y autodidacta. Él mismo confesó: “La verdad es que yo empecé a escribir desde los bancos del liceo de Valparaíso; con Cruz Coke, Felici y Díaz Rojas publiqué un periódico titulado ‘La Juventud’. En el primer número hacíamos el elogio de la pereza y fuimos puestos en solfa por la gran prensa”. Leía entonces a Conan Doyle, Knut Hamsun, Blasco Ibáñez, Guy de Maupassant. Ellos mostraban una prosa sencilla, pero profunda. Joaquín Edwards Bello nunca fue partidario de las modas o los malabarismos. “Los animales que sobreviven en la faz de la tierra –escribió–, son los que tuvieron espinazo y costillas, cabeza y cola bien medidas”.

En sus narraciones se reconoce fácilmente a la gente de la calle. Quitándole el velo a los tabúes chilenos, describió al arribista, al nuevo rico, al hombre de pueblo. Su primera novela, Él inútil, data de 1910. De inspiración autobiográfica, despliega una fuerte crítica a Chile. El protagonista se presenta como un inadaptado ante la incomprensión de amigos y parientes. La familia lo repudia como escritor, llamándolo “el inútil” por sus duros juicios contra la Iglesia Católica.

El libro causó revuelo en Santiago. “Los niños lo leían a hurtadillas en los colegios; las muchachas, también. Mi nombre andaba de boca en boca”. Y lo atribuye a que “escribí con un desparpajo que ha faltado después en algunos de mis libros”. Por supuesto, surgieron los chismes: que este personaje era tal persona y así. Hasta que empezaron a hostilizarlo. Tuvo que esconderse en un prostíbulo de Estación Central, donde vio el mundo de El roto. La única solución fue huir a Río de Janeiro y más allá, de regreso a Europa. Pero no se amilanó, y al cabo de una vida azarosa, se dijo: “El inútil fue el primer paso para creerme útil”.

Vivir para contar

Tres meses en Río de Janeiro es el resultado de su viaje a Brasil. Allí entrelaza crónica y novela, revelando un ardiente anhelo de unidad continental. En cuanto a Chile, dice con amargura: "Si hubiésemos dejado que crecieran las alas de Balmaceda, ese cóndor de los Andes que llevaba trazas de emprender tan alto vuelo, quizá tendríamos una voluntad tesonera puesta al servicio de una obra civilizadora. Pero lo derribamos por esa extraña manía nacional en tirar de las piernas a todo el que sube, y desde entonces hemos visto sucederse la serie de presidentes fantoches”.

Ve a Río de Janeiro como una de las grandes capitales del mundo, donde le toca presenciar la insurrección de la armada brasileña, concluyendo que fueron revoluciones disparatadas, sin conducción política ni ideológica.

En Europa toma nota de la conducta de los chilenos transplantados. Los observa llenos de impostura, faltos de originalidad. Como sucede en El chileno en Madrid, novela que transcurre en una pensión madridista. Allí se aloja el héroe y conoce a un cleptómano aficionado a los toros, a un jugador empedernido, a un clérigo y a las dueñas del alojamiento. Y ante los sudamericanos se asombra, describiendo a los argentinos como “perpetuos fingidores de grandezas”, mientras a los chilenos los llama “cazadores de modas exóticas y de anécdotas denigrantes para ellos mismos”.

¿Todo lo chileno es vulgar?

Con Criollos en París ocurre un cambio de tono. Como novela de amor, es íntima y dedicada a la musa. La pareja protagonista vive conectada por el azar. Se busca y a la vez se rechaza, moviéndose por una galería de personajes chilenos, algunos afrancesados, otros venales y frívolos. “El autor no tiene por qué mentir”, arguyó Edwards Bello, tratando de ser distante. “Si dijera que la colonia criolla en Europa fue templada y llena de distinción, sería muy agradable, pero traicionaría a su conciencia. Porque los materiales del libro son reales”.

Al fin y al cabo, como él mismo explicó en una crónica sobre su escritura, siempre pretendió llegar al lector chileno, mostrándole su realidad sin mistificaciones. Rechazó el prejuicio de que “todo lo chileno es vulgar” y dijo: esto es lo que somos, ni mejores ni peores que el resto del mundo. Así buscó que la narrativa se liberara del complejo de inferioridad, para enfrentar los defectos que veía por doquier.

 

 

 

 

 

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Joaquín Edwards Bello. El hijo acusador.
Por Francisco Véjar.
Fuente: Revista de Libros de El Mercurio.
Viernes 18 de febrero de 2005.