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Chicago chico, de Armando Méndez Carrasco

Por Francisco Véjar

 

Chicago chico, de Armando Méndez Carrasco, fue publicada por primera vez en 1962. Sin embargo, transcurre entre los años 30 y 40. Retrata los bajos fondos del Santiago de esa época. Los actores principales son gaznápiros que viven al margen de la ley. No es raro encontrar en sus páginas a prostitutas, ladrones y dipsómanos. Su prosa es realista, descarnada y ágil. Los hechos que narra son crudos y pertenecen al ámbito delictivo, sentido en el cual esta obra se emparienta con autores que también abordaron el comportamiento humano en ese estrato social, pero en su real dimensión. Nos referimos a los cuentos de Barrio bravo (1955), de Luis Cornejo, y las novelas El río (1961), de Alfredo Gómez, y Angurrientos (1940), de Juan Godoy, por citar tres.

Su autor pertenece a la Generación del 38 y comienza a publicar a fines de los 40. Pero es un marginal dentro de la literatura chilena, aun cuando ha obtenido la admiración de escritores como Enrique Lafourcade, Armando Uribe o Enrique Volpe. También se han referido a él los prosistas Diamela Eltit y Alberto Fuguet. El primer libro de Méndez Carrasco se llama Juan Firula (1948), donde ya aparece la temática marginal de toda su literatura. Aquel título de “Juan Firula” lo utilizó más tarde como pseudónimo en el diario Las Últimas Noticias, y también le sirvió para denominar su sello editorial homónimo. Después vinieron las obras El carretón de la viuda (1951), Mundo herido (1955), La mala intención (1958), ¡Ordene, mi Teniente! (1964) y Cachetón Pelota (1967), entre otras.

Al ver la luz su mítica novela Chicago chico, la crítica tomó partido de inmediato. Ricardo Latcham escribió: “En Méndez Carrasco, hasta donde alcanza la mirada de un crítico objetivo, no se esconden consignas ni prédicas de tipo político, sino un amor a la veracidad, que lo conduce a excesivas demasías de un naturalismo desenfadado. Un crítico presuntamente marxista, pero desconocedor del realismo crítico, sostuvo que Méndez Carrasco no pintaba al pueblo chileno, sino a los subproductos de la clase proletaria. Sea lo que fuere, en su libro Chicago chico se exhibe un panorama desconocido por la gente ordenada y burguesa. Aparece allí un siniestro y estremecedor conglomerado de prostitutas, rufianes, parásitos, individuos sin oficio”.

Urge tomar en cuenta el argumento de Latcham. El canon literario chileno sencillamente deja afuera a nuestro autor, peor aún, alguna gente hasta denostó su obra. Por ejemplo, el crítico Raúl Silva Castro, en su Panorama literario de Chile (1961), propone una lectura moral de Mundo herido: “Si el mundo descrito por el novelista existe de verdad –explica–, no es raro que de él salgan criminales efectivos, cuando los niños se transformen en adultos y quieran poner al servicio de sus pasiones la lección de astucia y de pugnacidad aprendida en el libro”. Finalmente, le reprocha al escritor el lenguaje de sus personajes, al cual ve como una copia “mecánica” del habla común, pareciéndole “voces henchidas de una jerga sucia y descompuesta”.

Sin embargo, el poeta y cronista Daniel de la Vega lo rescata. En la solapa de la tercera edición de Chicago chico (1964), escribió: “Los novelistas no se pueden limitar a presentar personajes que hablen con prudencia y que vivan con sentido común. También, si son capaces, pueden bajar al infierno y regresar a contarnos cómo es la caída en el barro y cómo pide inútilmente socorro el hermano vencido que ya no tiene esperanza de salvarse. No sólo hay paseos en la calle Huérfanos y casas ordenadas, madres respetables y honestas academias; también hay antros y asaltantes feroces y grupos derrotados que no pueden escapar del vicio. El novelista puede bajar a esas profundidades, para avisarnos que allá abajo hay gente herida, que sufre todos los dolores y no se resigna a desaparecer”.

En un pasaje de Chicago chico, Chicoco, el protagonista de la novela, va en busca de Olga, la prostituta que lo había iniciado en la vida sexual. Ella tuvo que abandonar los prostíbulos de Santiago por haber contraído enfermedades venéreas, y partió a Valparaíso. Allá experimenta situaciones desgarradoras. El antihéroe de Méndez Carrasco se hospeda en el lenocinio de La Flor de Té, una mujer obesa que lo recibe a cambio de sexo y le dice el paradero de su antiguo amor. Encuentra a Olga humillada y ofendida, vendiendo su cuerpo entre los vagabundos de la caleta Jaime. Chicoco vuelve derrotado a la capital y otra vez se lo traga el mundo de la noche, el hampa y el dinero fácil que se obtiene con dificultad.

La miseria es un eterno retorno, parece decir el novelista.

Los personajes tienen apodos propios de su mundo. Está Mario Corneta, un borracho pasivo y querido por su buena presencia; había sido oficinista de la Ford Motor Company, “pero la noche le torció el cerebro”, narra Méndez Carrasco. Otro es Gomina, ladrón de casas de los  barrios El Golf y Ñuñoa. El protagonista, Chicoco, cae en la cárcel al poco tiempo de su amargo reencuentro con Olga. Allí es torturado por una pareja de detectives y confiesa su “delito”. El protagonista había empeñado incluso sus muebles, para despilfarrar el dinero en lupanares. Pasaba hambre, tenía piojos. En esas circunstancias alojó una noche al Gomina, sucumbiendo fácilmente al influjo de este amigo, quien a la mañana siguiente le dejó en prenda una serie de objetos mal habidos. Lo demás ya se sabe: el rigor de la ley le dio un garrotazo. No obstante, al cabo de unos días…

Sin duda la historia contiene muchos episodios de la vida del autor. El dramaturgo Luis Rivano explica: “Méndez Carrasco fue escribiente en la Escuela de Carabineros. Lo conocí el año 62, cuando estaba a punto de publicar Chicago chico. Nos hicimos socios y pusimos una librería en la calle San Diego. Yo le decía ‘el tío Mono’. Más que noctámbulo, él fue bailarín, le gustaba el jazz. Le llamaba ‘Chicago chico’ al sector de Bandera, donde hervía la noche”.

Al margen de sumergirse en la “sociología de la noche”, Armando Méndez Carrasco fue capaz de hacer su propio Diccionario coa, publicado en 1979 por Editorial Nascimento. Según este libro, “Aceitar el piano”, por ejemplo, significaría “sobornar”. En el colofón da las gracias a sus fieles colaboradoras, dos amigas a quienes apoda “la María Económica” y “la Teta de Hormiga”.

En un momento el escritor trató de dejar atrás ese mundo fracturado y partió a Los Ángeles, Estados Unidos de Norteamérica. Y se hizo mormón. Allá soñó con ser jazzista. Sin embargo, le fue mejor como pintor naïf. Esto sucedió después del golpe de estado de 1973. Desde EE.UU. declaró: “La Junta Militar me descartó por coprolálico. Pero allí está precisamente la gracia. ¿De qué voy a escribir sino de lo que he vivido? Más de cien personas han hecho críticas sobre mis libros. Todas desfavorables, cosa que me ha favorecido mucho”.

Pero lo cierto es que en la actualidad Méndez Carrasco es un desconocido. Para quienes nunca han oído hablar de él, nació en 1915, en Santiago de Chile. Sus primeros años los pasó en Valparaíso. Entre 1930 y 1933 acudió al Liceo Miguel Luis Amunátegui, para luego finalizar sus estudios en el Liceo Nocturno Balmaceda. Durante diez años perteneció al Cuerpo de Carabineros, donde llega a cabo escribiente. Tras colgar el uniforme, entró a trabajar al Ministerio de Obras Públicas, de cuya revista (“Caminos”) llegó a ser secretario de redacción. Murió en Los Ángeles, California, en 1983.

Rivano fue uno de los pocos editores que tuvo en vida. La plaquette Dos cuentos de jazz fue publicada bajo su sello, Androvar. En el prólogo, Andrés Sabella afirma que  Armando Méndez Carrasco “camina con el vaivén de los marineros que salen del mar a los dancings, buscando nuevos balances para su corazón. (…) ¡Cuántas noches recorrimos Santiago, bailando en sus pistas! Méndez, con sus ojillos de ratón lunar, se encontraba siempre dispuesto a quemarse en la rama de cualquier ritmo. ‘¡Jazz, jazz!’, clamaba enloquecido”.

La intensidad a que alude Sabella traspasa la prosa de Méndez Carrasco, quien escribe de lo que ve en una lucha tenaz contra la autocensura y la consuetudinaria hipocresía social, reacia a reconocer la coprolalia que subyace en la cotidianidad y que en la provocativa novela Chicago chico alcanza alturas extraordinarias.

Francisco Véjar
Octubre de 2006


 

 

 

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