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EL GRAN GATSBY


Francis Scott Fitzgerald


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Subimos a la segunda planta, pasamos por dormitorios de época tapizados en seda rosa y color lavanda y vivificados por flores frescas, y vestidores y salas de billar, y cuartos de baño con bañeras empotradas en el suelo, y aparecimos sin permiso en una habitación donde un hombre en pijama, tumbado y despeinado hacía ejercicios para el hígado. Era mister Klipspringer, el Interno. Esa mañana lo había visto deambular angustiado por la playa. Llegamos por fin al apartamento de Gatsby, un dormitorio con cuarto de baño, y un estudio estilo Adam, donde nos sentamos y bebimos un Chartreuse que guardaba en una alacena.

No había dejado de mirar a Daisy ni un momento, y creo que volvió a calcular el valor de todo lo que había en la casa según la reacción que provocaba en sus ojos bienamados. Y, a veces, miraba sus posesiones como aturdido, como si ante la presencia material y prodigiosa de Daisy nada fuera ya real. Estuvo a punto de caerse por las escaleras.

Su dormitorio era el más sencillo, salvo por un juego de tocador de oro puro mate que adornaba la cómoda. Daisy cogió el cepillo con deleite, y se alisó el pelo, ante lo cual Gatsby se sentó, se llevó la mano a los ojos y se echó a reír.

—Es lo más divertido, compañero —dijo, riendo—. No puedo… Cuando intento…

Había atravesado evidentemente dos estados de ánimo y alcanzaba un tercero. Después de la incomodidad y de la alegría irracional, ahora lo consumía el milagro de la presencia de Daisy. Se había dejado absorber por esa idea mucho tiempo, soñándola de principio a fin mientras esperaba apretando los dientes, por así decirlo, con un grado inimaginable de intensidad. Ahora, como reacción, empezaba a agotarse como un reloj con la cuerda pasada.

Se recuperó al momento y nos abrió dos pesados y poderosos armarios que contenían sus muchos trajes, batines y corbatas, y sus camisas, apiladas como ladrillos por docenas.

—Tengo en Inglaterra a alguien encargado de comprarme la ropa. Me manda una selección de prendas a principios de estación, en primavera y en otoño.

Cogió un montón de camisas y empezó a lanzarlas, una a una, ante nosotros, camisas de hilo puro, de seda tupida, de franela fina, que se desdoblaban al caer y cubrían la mesa en una confusión multicolor. Mientras expresábamos nuestra admiración, Gatsby siguió sacando camisas y el suave y suntuoso montón fue cobrando altura: camisas a rayas y con arabescos y estampados de color coral, verde manzana, lavanda y naranja claro, con monogramas de un tono añil. De repente, entre ruidos ahogados, Daisy hundió la cara en las camisas y empezó a llorar sin consuelo.

—Son unas camisas tan maravillosas —sollozó, y los pliegues, la tela, le apagaban la voz—. Lloro porque nunca había visto unas… unas camisas tan maravillosas.

Después de la casa, teníamos que ver los jardines y la piscina, el hidroplano y las flores propias del verano, pero volvía a llover, así que nos quedamos mirando desde la ventana de Gatsby las aguas onduladas del estrecho.

—Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía —dijo Gatsby—. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero.

Daisy lo cogió del brazo de pronto, pero Gatsby parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la distancia inmensa que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno.

 

 

 

 

 



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