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En busca del hombre

Por Gonzalo Contreras

Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 16 de diciembre de 2018



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Marcel, narrador de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, en diversos pasajes refiere a: "ese yo que era yo entonces...", y contempla ese yo con amarga distancia, con melancólica perplejidad o simplemente con incredulidad. Leyendo Monsieur Proust, de Céleste Albaret, quien fuera su criada y su asistente entre 1913 y 1922, años respectivamente de la publicación del primer tomo Por el camino de Swann, y de la muerte de su autor, pienso en la cuestión más acuciante que se plantea ante la vida de cualquiera de nosotros, y cuya respuesta es uno de los desafíos de toda literatura: ¿quién es el hombre?, o más bien, ¿quién es ese hombre? Céleste, una joven campesina de 22 años, fue la testigo privilegiada, o mejor, la única persona que compartió techo con el autor durante toda la escritura de aquella monumental obra del siglo XX. Céleste escribe sus memorias en 1974, después de la publicación de Marcel Proust (1965), la canónica biografía de George Painter, en la que se revelan los aspectos más escabrosos de la vida del genio francés. Si la intención de Paínter es golpear la conciencia del lector, lo consigue, sobre todo cuando narra los detalles, por ejemplo, del burdel masculino que habría financiado el escritor con la ayuda de un bribón llamado Le Cuziat (Jupien en la novela), y más aún, el que habría alhajado con los muebles de su propia madre recientemente fallecida. Painter no anduvo muy lejos. Encontramos escenas de profanación de figuras paternas, como en aquel episodio lésbico de la hija de Vinteuil con otra muchacha (¿Albertine?) ante una foto del compositor de la famosa sonata (Tomo I). Así también, escenas sadomasoquistas, como la del barón de Charlus encadenado en el prostíbulo de Jupien (El tiempo recobrado, Tomo VII), remiten con extraña fidelidad a las descritas por Painter en su biografía, cuando el autor de A la recherche se habría hecho traer del matadero de París jovencitos de manos ensangrentadas para que lo azotaran. Sin mencionarlo, la fiel Céleste refuta a Painter mediante la confrontación de la agenda diaria de su patrón, según la cual éste no habría salido, ya no de su casa, de su habitación forrada en corcho y envuelta en humos de fumigación para su asma, en los nueve años de trabajo obsesivo, monstruoso, mortificante, cuya vastedad habría consumido y llevado a la tumba, exhausto, a su adorado y admirado Monsieur Proust. Vuelve a rondar la pregunta: ¿quién fue ese hombre?

Pienso en quién, cuál de todos, es el Pablo Neruda que el puritanismo feminista quiere hoy destruir. Es la cabeza del Neruda de boina y poncho, fumando su pipa bajo los campanarios de Isla Negra, la que quieren ver rodar; el Neruda ya cubierto de gloria, porque es la gloria la que la mediocridad, de antes y de hoy, imposibilitada de admirar, pretende encarnizadamente aniquilar, pues no tolera la grandeza de su aura. Porque no es al joven esmirriado de 24 años, preso de la soledad y de la angustia vital, el que en 1928 en la lejana Colombo tomó inconscientemente a la chica tamil (que no opuso resistencia), y se despreció luego por ello, al que se pretende asesinar La estadía en oriente no dejó en la memoria solo aquel triste episodio, como algunos quieren suponer; es en Colombo donde ese joven existencialmente airado escribe Residencia en la tierra, una de las más altas cumbres de la poesía de todos los tiempos. Cuando The Guardian acusa a Neruda de ser un violador, como si fuese una condición inherente a él, entendemos por qué en la actualidad tenemos tan malos lectores, que no conocen la línea de tiempo, la que determina que el personaje es, según el momento, el lugar y la circunstancia que lo encuentran, y no una supuesta esencia inmutable que no transita a lo largo de su periplo vital.

En el tomo II de En busca..., el joven Marcel conoce en Balbec a Elstir, un viejo pintor que representa para él toda la sabiduría y la majestad de la obra de arte encarnada en un ser humano. De pronto, hurgando en su taller, descubre por uno de sus trabajos que ese Elstir no es otro que Biche, un pintor del círculo Verdurin al que su admirado Swan antaño detestaba por presuntuoso, snob e intrigante. Elstir lee la decepción en el rostro de su amigo. Lo toma por un brazo y lo lleva a dar un paseo. Le dice que sí, es él, el mismo, pero le señala, "la sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo en un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar", y que no se le puede juzgar, menos "esos descendientes sin fuerza de gente doctrinaria, y de una sabiduría negativa y estéril".


 



 

 

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En busca del hombre.
Por Gonzalo Contreras.
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 16 de diciembre de 2018