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La poesía de Guido Eytel

Ricardo Herrera Alarcón


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La actitud de Guido Eytel fue siempre retrasar su entrada en la historia oficial de la literatura chilena, aquella que data los libros publicados, reconocidos por la crítica y sobre los cuales recaen referencias, estudios literarios y premios. A pesar de publicar después de los 50 años, Eytel era un escritor conocido ya sea por sus tempranas distinciones en certámenes de cuento y poesía, o por su trabajo como director en las revistas Poesía Diaria (junto a Elicura Chihuailaf, en Temuco) y Pluma y Pincel (Santiago). Su lírica se desarrolló sin apuros ni apremios, al estilo de esos escritores de antaño para quienes lo importante era vivir la literatura y la construcción de una leyenda. Maestro de la conversación, nunca lo vi leer durante la presentación de un libro o en una mesa de conversación. Había en él un dominio total del arte de la oralidad, como si hubiera memorizado cada palabra en un ejercicio de espontaneidad ensayada de espaldas y no frente a un espejo.

Para Guido la poesía debía estar a favor del mundo, no en contra, algo que también exigía Jorge Teillier, uno de sus buenos amigos. Alguna vez dije, en relación al poeta de Lautaro, que la originalidad de su proyecto lírico radica en haber dotado a la poesía chilena de una cotidianidad que contrasta con las tendencias dominantes al momento de comenzar a publicar sus libros:  creacionismo de Huidobro, hermetismo metafísico de Rosamel del Valle, Anguita o Díaz Casanueva, el Neruda existencialista de las Residencias o el vate insurgente del Canto General, el realismo social y abrasivo de Pablo de Rokha, el Surrealismo de La Mandrágora, la antipoesía de Parra. Un  “realismo secreto” (Alfonso Calderón), “poesía  fronteriza” (Llanos Melussa) que se sirve de lo cotidiano para construir una realidad distinta y secreta que bordea los límites entre lo visto y lo imaginario, “una  zona intermedia  entre el ser y no ser de la realidad” (Vélez). Algunas de estas características se podrían atribuir también al universo lírico de Eytel: esas aves o pájaros baldados que desafían a los cazadores y censores de la dictadura en su primer libro Pluma y sangre (Poleo ediciones, 2011) van creando también una zona donde el lenguaje oculta y transforma lo cotidiano en un rito de trasparencia y fantasmagoría, como si la realidad fuera la extensión de una selva pintada por El Aduanero. O esos amigos del poema “Desayuno en el mercado”, que desafían la mañana luego de sobrevivir la noche, son un poco también los sobrevivientes de los años de oscuridad, o un poco esos alcohólicos de Chile de los que habla José Ángel Cuevas, a quienes derrotó el sistema y la vida y a quienes nadie vengará, recordando esa vieja consigna de los ochenta.

Otra característica de su poesía es la fábula que instala, desde su ópera prima (donde los protagonistas son El Chincol y la Chincola), que se rescata íntegro en Poesía Incompleta (Ediciones Universidad de La Frontera, 2014) hasta El viejo tigre (Garceta, 2018). Este continúo situar de aves y animales como protagonistas de sus obras se relaciona directamente con Manuel Silva Acevedo y su Lobos y ovejas. Y dialoga también con Canto de una oveja del rebaño, de Rosabetty Muñoz; Lobo, de Tomás Harris, y más recientemente con Desove, de Claudia Jara y con Poemas Animales, de Marcelo Garrido, aunque este último tiende a desnaturalizar el bestiario, indagando en especies conocidas (ballenas, perros, elefantes, por ejemplo), como también en formas preternaturales, desdibujando el sentido a través de un lenguaje que transita desde lo simbólico a lo real, no desdeñando lo fantástico y los límites de lo racional (como también lo hace Harris).

Si bien su primer libro había obtenido el Premio Gabriela Mistral en 1981, fue recién publicado el 2011, en Temuco, en una edición de 100 ejemplares, en un cuadernillo artesanal, fotocopiado, que recuperaba la estética y precariedad de los años en que fue escrito. El lenguaje de ese texto tiene sus filiaciones con la tradición ya citada, pero también con la estética pos lárica de Floridor  Pérez, Omar Lara y Jaime Quezada, sus compañeros en la generación del sesenta.  Y también, desde el título, nos introduce en ese  mundo lihniano del poema “Si se ha de escribir correctamente poesía”, que señala: “Se juega al ajedrez/ con las palabras hasta para aúllar/ Equilibrio inestable entre la tinta y la sangre/ que debes mantener de un verso a otro/ so pena de romperte los papeles del alma”. Lo que puede ser leído de dos maneras: equilibrio entre la razón y los sentimientos o la disyuntiva del escritor de izquierda en la década del ochenta: la escritura o la revolución, la pluma y la sangre del texto de Eytel. No existe allí, ni en su poesía posterior, un paisaje bucólico ni un pasado que se persiga. Más bien se indaga en el presente del amor y la amistad como formas de resistencia (en Pluma y sangre) o la ciudad y cierto desgaste de las relaciones humanas asociadas a una modernidad en decadencia (en algunos poemas de las secciones Apuntes y bodegones y La otra ciudad, de Poesía Incompleta). En “Persistencia de la memoria” señala: “No todos los días enciendo una vela a tu recuerdo./ No adoro las canciones de esos tiempos/ ni sufro al pensar que el destino/ logró separarnos. / Ni siquiera guardo tu retrato/ extraviado en las mudanzas/ con mis cuadernos de estudiante”.

En su último libro, los tigres enterrados de los que habló Neruda en Alturas de Macchu Picchu, vuelven a la vida. Hace algunos años, Guido me envió ese libro en digital. Recuerdo el placer de la lectura y también la alegría de que me confiara El viejo tigre. En este poemario sorprende la simpleza para hablar de temas tan difíciles como la depresión, el suicidio, el amor en su apogeo y fisura, las vicisitudes de la vida que el autor sitúa en un bosque imaginario o una ciudad llena de animales, bellas luciérnagas y automóviles que cruzan la floresta, raudos. Todo observado por una bestia ya cansada de celebrar la existencia y que respira el tedio del paisaje.

He querido buscar en mi memoria, recordando también el poema de Borges, al otro tigre, al real, al poeta y narrador que fue Guido. Y parece que lo veo, delgado, con una bufanda que se enreda con el viento y pasa a rozar algunos gorriones que, distraídos, lo confundían con un árbol. Pienso que más allá de sus libros, Eytel nos enseñó la bondad como bandera de lucha y la escritura como un lugar de encuentro y camaradería. Su carisma, su generosidad y su eterna sonrisa seguirán siendo un faro para los que escriben. Los jóvenes y los que ya sentimos que el tiempo envejece de prisa tenemos desde ahora que rendirle el homenaje que todo buen escritor merece: volver a leer y desenredar la madeja de una obra destinada, sin duda, a sobrevivirnos.



 

 

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