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GABRIELA MISTRAL EN LA HORA DE SU MUERTE.

Por Jorge Marchant Lazcano


El 10 de enero se cumplen 50 años de la muerte de Gabriela Mistral, en el Hospital General de Hempstead, en Long Island, New York. El momento se grafica en parte en la reciente novela "Sangre como la mía" del escritor chileno Jorge Marchant Lazcano, publicada por Alfaguara.



Mi madre me contó lo mucho que la conmovió la muerte de Gabriela Mistral, cuando yo tenía un año de vida. Es extraño que a una mujer joven y saludable, iniciando una nueva vida, la marcaran sólo hechos relacionados con la muerte.

Pero así fue. De partida, le asombró saber que ese país en donde vivía, perdido en el patio trasero de su propio país, tenía un Premio Nobel de Literatura, algo que obviamente habría ignorado por completo de permanecer en su trabajo en Los Angeles. El hecho de que la gran poetisa hubiera muerto en el hospital de Hempstead, en Long Island, y luego su cadáver hubiera sido trasladado al Salón Fúnebre Frank Campbell, en Madison con la 81, en Neva York, hicieron que la sintiera como una conocida, alguien con quien podría haberse cruzado en uno de sus paseos, cuando vivió con mi padre en Nueva York. Dice mi madre que leyó todo lo que escribieron sobre su deceso, en la prensa chilena, con verdadera pasión. La muerte de Gabriela Mistral se había producido en una madrugada invernal después de siete días en estado de coma. El cáncer al páncreas había afectado todos sus órganos y su corazón fue lo último en fallar. El doctor Martin Goldfarb, su médico de cabecera, la ayudaba a sobrevivir administrándole suero y glucosa, ya que no era mucho más lo que podía entonces hacerse contra el cáncer (palabra maldita y silenciada por esos años, de la cual ahora se habla más porque, según dice Susan Sontag, ya no es la enfermedad más temible).

Sobre el velador de la poetisa, de acuerdo a los informes de la prensa, había una bandera chilena envolviendo a la imagen de la Virgen de Carmen, la patrona de Chile. ¿Qué habrá sobre mi velador el día de mi muerte?, dice mi madre que se preguntó entonces. ¿La bandera de los Estados Unidos? ¿La fotografía de mi marido y de mi hijo? Gabriela Mistral no tenía ni marido ni hijos, continuó mi madre, como si yo no lo supiera, y solamente estaba a su lado a la hora de la muerte una joven mujer norteamericana que parecía ser la única persona en su vida.

Le precisé que se llama Doris Dana, que debe andar en los ochenta años y vive en Florida, y hasta donde tengo entendido detesta a Chile y a sus intelectuales por no apreciar debidamente la obra de la Mistral. Una ley dictada por Pinochet desconoce sus derechos como albacea y custodia del patrimonio de la escritora. Recordé de inmediato que, en alguna ocasión, estando en Chile, había escuchado más que rumores sobre el lesbianismo de la Mistral, un tema tabú en ese país retrógrado, algo que ni siquiera podía sospecharse. Jaime, que siempre está atento a los mitos chilenos, y los atesora con fervor en su autoexilio, dice que a la poetisa siempre se le ha querido ver como la gran madre nacional - una extraña madre sin hijos-, la autora demócrata-cristiana de poemas infantiles.

Al parecer, hay críticos y estudiosos que advierten una nueva lectura de su obra, pero para que eso se institucionalice en Chile tendrán que venir nuevos tiempos. Los tiempos mejores que E.M. Forster, el autor de Maurice, aguardaba a comienzos del siglo XX, y que nunca llegan. Porque nos hemos equivocado en esta vida, pero eso no sucederá en la vida por venir, escribió Forster.

Los restos de la Mistral, prosiguió mamá, fueron bajados hasta la morgue del hospital de Hempstead, envuelto en un negro sudario. No hubo necesidad de autopsia por considerarse innecesaria. A las once de la mañana de aquel día, el féretro con su cadáver fue trasladado a nueva York, donde fue sometida a un proceso de embalsamamiento que la conservaría por muchos años.

Ese fue el cuerpo que fui a ver, me contó, en medio del luto oficial, después de hacer una larguísima, larguísima fila, en la casa central de la Universidad de Chile. Dormida y maquillada no parecía la ruda campesina que mostraban las fotografías. Un pañuelo de seda le cubría el cuello, tal vez porque el traje de terciopelo verde con que Doris Dana la había vestido —el mismo que Gabriela llevaba en Suecia— era algo escotado para la ocasión. Había muchas madres con sus hijos, y liceanas con uniforme en la fila interminable, y yo anhelé tenerte a mi lado, para semejarme a una simple mujer chilena.


 

 

 

 

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