América 
en su voz
Por 
Patricio Lennard
RadarLibros, Página12, 
Domingo 7 de enero de 2007
Hace 
exactamente cincuenta años, el 10 de enero de 1957, moría la gran 
poeta nacional de Chile, Gabriela Mistral. Su fama no sólo fue local: se 
extendió por todo el continente y de hecho fue el primer autor latinoamericano 
en ganar el Premio Nobel. Su figura de maestra, autora de poemas recitados de 
memoria en las escuelas, es el lado evidente de otras leyendas más oscuras 
tejidas a su alrededor. Radar revisa la obra de un hito de gran vigencia y vigor 
en la historia de la literatura latinoamericana.
 
A 
muy pocos les sucede convertirse en próceres en el transcurso de su vida. 
Percibir de antemano, en su propio rostro, la broncínea complexión 
del monumento. Algo que Gabriela Mistral ni siquiera debe haber imaginado 
el día en que por primera vez bautizaron con su nombre una escuela. Un 
gesto que a lo largo de su vida iba a repetirse, no sólo en Chile sino 
en otros países, y que es uno de los engranajes del proceso de canonización 
que en su país llegó a estampar su efigie en los billetes de 5 mil 
pesos, y a darles su nombre a calles, plazas, una universidad, un premio literario, 
un club de fútbol y, por supuesto, a escuelas.
Gabriela Mistral 
fue mientras vivió una celebridad literaria. Y a tal punto lo fue que algunos 
piensan que su prestigio como escritora se vio afectado por su notoriedad pública.
 
Lo más asombroso, en este sentido, es que Mistral ya fuera reconocida en 
gran parte del continente antes de que apareciese Desolación, su 
primer libro. Una circunstancia atípica que habla del renombre que obtuvo 
en los inicios de su carrera gracias a las numerosas revistas y publicaciones 
que difundieron sus escritos en distintos países, y que hizo posible, entre 
otras cosas, que la primera escuela “Gabriela Mistral” se fundara en México 
y no en Chile.
1914 es el año en que el mito empieza a adquirir forma. 
Un mito que se gestó en el instante en que Lucila Godoy adoptó el 
nom de plume que la volvería célebre. Ese mismo año, 
Mistral ganó en Chile un importante premio literario (los Juegos Florales) 
con una serie de poemas titulados Los sonetos de la muerte. Y casi de inmediato 
se corrió la voz de que esos textos estaban inspirados en el suicidio de 
un enamorado de la joven escritora. Así, la leyenda cuenta que a Romelio 
Ureta, un muchacho que trabajaba de guardaequipaje en el ferrocarril y al que 
ella conoció a los 17 años en La Cantera (un pueblo en el que ejercía 
el cargo de maestra interina), sólo le encontraron en sus bolsillos una 
tarjeta con el nombre de Lucila Godoy el día en que se voló la tapa 
de los sesos. Un hecho que poco tardó en ataviarse de un glamour amarillista 
en la afiebrada imaginación de sus lectores, y en ser recogido –como se 
dijo– por “la crónica roja de la poesía”.
Por eso y por su 
conmovedora belleza, “Los sonetos de la muerte” y los demás poemas que 
recrean en Desolación la elegía del suicidio se ubicaron 
durante mucho tiempo en el centro de atención de la crítica. Cosa 
que ocurrió más allá de que Mistral renegara después 
de esos famosos textos (“Son cursis, dulzones”, escribe en una carta a principios 
de los ’50), o de que incluso desmintiera las especulaciones en torno de los motivos 
del suicida (“Esos versos fueron escritos sobre una historia real. Pero Romelio 
Ureta no se suicidó por mí. Todo aquello ha sido novelería”). 
En ese episodio reside, sin embargo, el origen de la imagen de sufriente que la 
acompañaría luego; de dueña de una biografía amorosa 
sembrada de infortunios. Un estereotipo que ha alentado a gran parte de la crítica 
a leer su obra románticamente y a creer –como Volodia Teitelboim– que “la 
vida le dictó su poesía” al oído.
“Se escribe desde 
el dolor pero no en el instante del dolor, y aquello que se escribe es otra cosa 
que el dolor mismo”, sentenció Clarice Lispector. Y es por esa distancia 
insalvable que la literatura nunca aporta pruebas. De ahí que la “sinceridad” 
que a menudo se ha querido leer en la literatura de Mistral (y en la de tantas 
otras escritoras) no alcance a distinguir el abismo que hay tendido entre vida 
y escritura. Una mistificación del hecho literario (la “sinceridad poética”) 
que busca convencer al lector de que es posible operar sobre el texto a corazón 
abierto. No extraña, entonces, que se diga que Gabriela Mistral en algunos 
de sus textos ensayó una catarsis de las muertes de Ureta y de su propia 
madre (tema al que le dedica un apartado de su libro Tala), al igual que 
del suicidio de Juan Miguel (apodado Yin-Yin), el sobrino que adoptó cuando 
era un niño a instancias de un medio hermano suyo, y que a los 18 años 
ingirió veneno (tragedia de la que la escritora nunca logró recuperarse). 
Casi una fenomenología del dolor (del sufrimiento femenino como herencia 
romántica, se podría decir) que ha constituido el lado A de las 
lecturas que apelaron en Mistral a su “carne hecha verbo”.
Pero casi siempre 
hay un reverso del relato oficial que suele acicalar, para el panteón, 
la “vida y obra” de ciertos escritores. Un “lado oscuro de” que, en el caso de 
Mistral, incluye la violación que ella habría padecido a los siete 
años (¿fantasía histérica?) y el horror al sexo que 
se dice que sufría (y que habría malogrado sus escasas relaciones). 
Eso sin contar, por supuesto, su presunto lesbianismo: una leyenda negra que se 
ha agitado al compás del séquito de mujeres y secretarias personales 
que a lo largo de su vida la acompañó, y que no ha pasado de ser 
un rumor escandaloso, un tabú más o menos explícito. Lado 
B de su mito personal que se ha disimulado detrás de su imagen de prócer 
cultural y madre asexuada; de maestra pacata y mujer religiosa.
La 
angustia de las no influencias
Gabriela Mistral es una de esas escritoras 
que leemos en la escuela. Una comprobación que lejos está de ser 
una obviedad si se tiene en cuenta que ella escribió numerosos textos para 
que fueran leídos allí, precisamente. Durante el viaje que emprende 
a México en 1922, hacia donde se embarca convocada por el gobierno para 
colaborar en un proyecto de reforma educativa (y tras el cual jamás volvería 
a residir en Chile), Mistral arma una antología de textos propios y de 
otros autores, bajo el título Lecturas de mujeres, y lo publica 
como bibliografía para los colegios. Tiempo después, en 1924, aparece 
Ternura, su segundo libro: un volumen que reúne sus rondas y canciones 
de cuna, y con el que la poeta pretende sacar a la literatura infantil del lugar 
subalterno que tradicionalmente ocupa. “He querido hacer una poesía escolar 
nueva, porque la que hay en boga no me satisface; una poesía escolar que 
no por ser escolar deje de ser poesía”, escribe en una de sus cartas. En 
ese libro, sugestivamente, aparece su “Himno de las escuelas Gabriela Mistral”: 
un texto cuyo título ya lo dice todo.
Así es que ella monta 
un artefacto de escolaridad en el seno de su obra. Un artefacto en el que, si 
bien responde a su afán pedagógico, no hay que dejar de ver los 
resortes de su legitimación literaria. Porque si en la escuela se tiende 
a leer los textos clásicos (la escuela es uno de los agentes formadores 
del canon literario, de hecho), escribir para la escuela no vendría sólo 
a cuento de su papel de educadora. Allí se pone en escena cierta capacidad 
estratégica de su parte; cierto trabajo de gestión literaria. Lo 
que explica que la imagen de mujer institucional que construyó de sí 
misma (y que es una de las formas en que ha sido asimilada por la cultura chilena) 
tenga uno de sus pilares en la escolaridad de su escritura. En cómo detrás 
de la maestra rural aparece el prócer.
La imagen de “madre universal” 
de Mistral, podríamos decir, es la otra pata del asunto. Sobre todo si 
se observa que la maternidad (de manera notable en sus textos infantiles) es quizás 
el principal leitmotiv de su obra. “Dame el ser más madre que las 
madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes”, 
le implora a Dios en un texto llamado “La oración de la maestra”. Un propósito 
que cumple, por ejemplo, cuando dona sus ganancias por las ventas de Tala 
(libro que Victoria Ocampo le publica en Sur en 1938) a un refugio de niños 
vascos víctimas de la Guerra Civil Española (gesto cuyo pathos 
maternal se refuerza con saber de la ascendencia vasca que la poeta tenía).
Pero, 
¿cómo se explica que una mujer que nunca concibió un hijo 
(y que eludió escribir sobre la experiencia de haberlo adoptado) haya llegado 
a ocupar en el imaginario social el lugar de madraza? Precisamente por el padecimiento 
de quien vio en la maternidad su razón de ser (y de todas las mujeres), 
pero halló en su resignación su cuota de martirio. Un padecimiento 
que invita a una identificación primaria, a un cierto edipismo, en tanto 
deseamos ser hijos de esa madre cuyo deseo de ser madre nos hace desear ser sus 
hijos. Así es que la figura de Mistral se toca con la de la propia Virgen, 
pues ambas encarnan una mater dolorosa y asumen su maternidad espiritualmente. 
Como escribe Pedro Prado de su amiga poeta: “Ultimo eco de María de Nazareth, 
eco nacido de nuestras altas montañas, a ella también la invade 
el divino estupor de saberse la elegida; y sin que mano de hombre jamás 
la mancillara, es virgen y madre”.
Ese destino de estampita (Santa Gabriela 
Mistral se titula un libro sobre la chilena) es el que comienza a gestarse 
en una escena de iniciación en la que la pequeña Lucila corre, luego 
de salir de clase, a guarecerse en una mata de jazmín para devorar una 
Historia Bíblica. “Con el cuerpo doblado en siete dobleces, con la cara 
encima del libro, yo leía la Historia Santa en mi escondrijo, de cinco 
a siete de la tarde, y parece que no leía más que eso, junto con 
Historia de Chile y Geografía del mundo.” De punta a punta, Mistral aparece 
cifrada en ese mito de infancia. Sobre todo, porque en él la Biblia es 
establecida como “texto fuente” (ella no se cansará de admitir las influencias 
de esa Obra en la suya); además de por la forma en que literatura y religiosidad 
(la lectura como culto) están, allí, irremisiblemente unidas.
El 
retraimiento mistraliano es otra de las cosas que sugiere la escena. Pues esa 
“salvajita que se escapa de una mesa a leer en un matorral” en algo se parece 
a la maestra que –porque cree no tener el vestido adecuado para subir al escenario– 
decide observar desde el fondo del teatro, anónimamente, la ceremonia de 
entrega de los Juegos Florales. Retraimiento que se advierte, a su vez, en la 
recurrencia con la que Mistral aparece mirando hacia abajo en sus fotografías. 
Una “política del pudor” (como marca Alan Pauls en el caso de Borges) que 
también opera en los reparos que durante años tiene ante la idea 
de publicar un libro. (Algo que finalmente hace en 1922, cuando por pedido del 
Instituto de las Españas, de la Universidad de Columbia, da Desolación 
a imprenta. Una decisión que toma luego de haberse rehusado, en más 
de una oportunidad, al ofrecimiento de editar sus poemas en un libro.)
“Todo 
lo malo que pueden decir de mi libro me lo he dicho yo antes”, le aclara a Eduardo 
Barrios en una misiva. Palabras en las que no sólo se filtra cierta modestia 
y la férrea autocrítica que la caracterizaba sino también 
su resguardo ante los ataques que ella misma preveía. Pero si algo está 
claro es que los escarnios de los que fue objeto incluso antes de publicar su 
primer libro no aclaran el entuerto de por qué ella es la única 
de los grandes poetas chilenos que no fundó escuela entre las generaciones 
de poetas que vinieron luego. Algo en lo que muchos críticos y escritores 
han coincidido y coinciden y seguirán coincidiendo, en vista de los influjos 
que en Chile regaron a su paso voces como la de Huidobro o la de Neruda. Hipótesis, 
por supuesto, hay varias: su perfil algo anacrónico ya para el momento 
en que escribía; su provincianismo; su estatuto de “poeta nacional”; el 
hecho de que sus poemas sean aún hoy memorizados en escuelas que se llaman 
“Gabriela Mistral” y en las que cada 7 de abril (fecha de su nacimiento) hasta 
quizá se entone con música de fondo el himno que una vez escribió 
para ellas. Hipótesis, hipótesis, como hemos dicho. Seguiremos lidiando, 
pues, en el caso de Mistral, con esa extraña angustia de las no influencias.
El 
muralismo literario
“Yo no sé, por ejemplo, 
si dentro de cien años la República Argentina habrá producido 
un autor de importancia mundial, pero sé que antes de cien años 
un autor argentino habrá obtenido el Premio Nobel, por mera rotación 
de todos los países del Atlas.” Como si la cuestión residiese en 
que un dedo interrumpiera en algún punto los giros de un globo terráqueo 
o que la malversada ruleta de las naciones sucumbiera alguna vez a la ley de probabilidades, 
Borges bromeaba en 1936, desde las páginas de El Hogar, acerca de las contingencias 
en la concesión del Nobel. Un comentario que ironizaba, casi diez años 
antes de que la Academia Sueca galardonara por primera vez a un autor latinoamericano, 
sobre la tardanza con que el premio recaería en esta parte del globo.
Cuando, 
en 1945, Gabriela Mistral se convirtió en el primer escritor latinoamericano 
en ganar el Nobel, declaró públicamente: “Es el nuevo mundo el que 
ha sido honrado por mi intermedio. La victoria no es mía sino de América”. 
Una frase que, si bien parece repetir el tono de su consabido apocamiento (el 
premio sería una reparación histórica y, en ese sentido, 
un acto de justicia del que ella sería su depositaria), superpone la magnitud 
continental del logro a la magnitud de su voz como poeta. De ahí que su 
hipótesis de que la Academia habría elegido a una escritora de un 
país pequeño para zanjar la tácita disputa que en aquellos 
años protagonizaban Borges y el mexicano Alfonso Reyes (dos grandes candidatos 
de dos países grandes de América latina) se cayera por su propio 
peso. Y es que el hecho de que Mistral fuera chilena era lisa y llanamente anecdótico: 
si algo hizo el Nobel, en su honroso caso, fue colocarla en el lugar de poeta 
latinoamericana por excelencia.
Por eso no resulta extraño que considerase 
a Tala “su verdadera obra”, en razón de que encontraba en ella “la 
raíz de lo indoamericano”. O que viera al “mestizaje verbal” y a su propia 
ascendencia de mujer mestiza (de “amazona americana que escribe su cuerpo desplazándolo 
de los límites canonizados”, según Diana Bellesi) como garantía 
de su condición literaria: la de quien elegía escribir con acento. 
Así se entiende que Mistral tildara al modernismo de extranjerizante. Una 
mácula que advierte sobre todo en Darío, quien no sólo no 
buscó “perderse en la naturaleza americana” (reacio como era a “dejar sus 
Parises”) sino que alentó el “suicidio de la chilenidad en Chile, de la 
mexicanidad en México, de la peruanidad en Perú” a través 
de su poesía.
A ello Mistral le opone su muralismo literario. Una 
empresa que adquiere carácter programático en Tala y cuya 
chispa se enciende en el viaje iniciático que la lleva a México 
en la década del ’20, a instancias de José Vasconcelos. Alguien 
que en su rol de ministro de Educación la contrata para colaborar con la 
reforma de la enseñanza que se está llevando a cabo en su país 
al calor de la Revolución Mexicana, y que le muestra de paso los logros 
del movimiento artístico que él mismo ideó, y en el que Siqueiros, 
Orozco y Rivera descuellan. “Suele echarse de menos, cuando se mira a los monumentos 
indígenas y a la Cordillera, una voz entera que tenga el valor de allegarse 
a esos materiales formidables”, apunta Mistral en una de las notas al final de 
Tala. Y es ese desafío el que asume en su escritura, influenciada 
por la vocación indigenista y monumental del muralismo mexicano.
Sólo 
de este modo se explica su famoso Poema de Chile: ese fresco sobre su patria 
que fue escribiendo a lo largo de los años y que alcanzó póstumamente 
(en 1967) la hechura de libro. Una obra por la que solía pedirles a sus 
amigos en sus cartas que le enviaran información sobre ciertas plantas 
o animales autóctonos, o sobre detalles de la geografía que había 
olvidado en su autoexilio, y en la que invoca la esencia de Chile a través 
de su paisaje, su flora, su fauna y su “geografía humana”.
“En las 
quijadas de la Cordillera el único libro era el arrugado y vertical de 
trescientas y tantas montañas”, escribía recordando las lecturas 
que la marcaron de niña. Y en esa metáfora está aludido no 
sólo el modo en que de grande supo hacer de la topografía una de 
las bellas artes (algunas de sus descripciones de paisajes se cuentan entre las 
más hermosas escritas en lengua castellana) sino también el espíritu 
baqueano que se cierne en su literatura. Porque si algo quiso Gabriela Mistral 
fue aprender a hablar como la tierra. Lograr que sus poemas devinieran rocas. 
Volverse ella misma “el polvo con que jugáis en los caminos del campo”. 
Así, su mirada regionalista (esa que recorta a su aldea de infancia, su 
“patria chiquita”, como el espacio figurativo al que siempre se vuelve para decir 
la Patria) convive con su abisal americanismo. “Dilo todo de tu América”, 
apuntó alguna vez, invistiendo a esa utopía de un fulgor imperativo. 
Un precepto que sólo es concebible, en su desmesura, para quien ha recorrido 
la extensión del continente como una andariega incorregible. Para quien 
si el Nobel honró en ella a América latina fue porque escribió 
para asir su quintaesencia.