Autores |
           
          
          
           
          Gabriela Mistral
          Por José Santos 
            González Vera
              Revista Babel, Volumen 
              VII, Nº31, 1946
           
           
          Lucila de María Godoy Alcayaga nació a las cuatro de 
            la mañana, el 6 de Abril de 1889, en la ciudad de Vicuña.
          Su padre había renunciado en Enero al cargo de 
            preceptor en la escuela de Unión, pero el Gobernador no dio 
            curso a la renuncia y la retuvo hasta el mes de Abril y obligó 
            al señor Godoy a cobrar los cuatro meses de sueldo. Esto habría 
            sido mérito exclusivo del Gobernador si no media el hecho de 
            que la familia estaba terminando de rezar una novena a la Virgen del 
            Perpetuo Socorro.
          Don Jerónimo Godoy, a poco de nacer su hija, le escribió 
            unos versos. 
Vivían 
            en una casa de dos habitaciones. Hizo una fuentecilla para que sirviera 
            a Lucila de baño. La rodeó de plantas y árboles. 
            La niña nació robusta y como su madre, doña Petronila 
            Alcayaga, no pudo amamantarla sino pocos meses, fue criada con mamadera. 
            Apenas pudo gatear se la dejó ir y venir por el jardín 
            que había sido creado para su recreo.
          Su padre, dos años después del nacimiento de Lucila, 
            fuese de preceptor a Cerrillos, en Ovalle. Desde allí envió 
            recursos durante algunos meses y dejó de saberse de él. 
            Pertenecía al tipo de chileno errante. Se supo después 
            que dirigía un colegio católico en Santiago. El lo era. 
            Su madre lo era más aún pues hizo que profesaran sus 
            dos hijas. A él lo educó en el Seminario de La Serena 
            - en donde aprendió latín, francés, dibujo y, 
            tal vez, escribió sus primeros versos -, con la intención 
            no disimulada de hacerlo seguir la carrera eclesiástica; pero 
            él resistió. Deseaba vivir en el mundo y sospechaba 
            que más allá de las parroquias la vida también 
            era apetecible. Este pensamiento lo llevó, en 1882, a Unión, 
            caserío próximo a Vicuña. Allí ejerció 
            el magisterio para ganarse el pan. 
            
            Cuando Lucila cumplió tres años la familia se fué 
            a Monte Grande. Su hermanastra Emelina se empleó de preceptora 
            y corrió con el sustento de todas.
          La educación de Lucila comenzó con relatos de la historia 
            sagrada. Fueron tan de su agrado que era menester recontárselos 
            cada cierto tiempo. A los cinco años entró a la Escuela 
            de Monte Grande y aprendió el silabario en quince días. 
            Era una criatura tranquila y reconcentrada.
          El padre regresó siete años después de su partida. 
            Permaneció breve tiempo y volvió a partir, esta vez 
            definitivamente, hacia el valle del Huasco. Allí estuvo hasta 
            la hora de su muerte que fue en 1915.
          Lucila se sintió impresionada. Lo recordaba con frecuencia. 
            ¡Lo había visto tan poco! Un día, hurgando en 
            cajones vedados, descubre manuscritos de él. Los lee. Dos poemas 
            están consagrados a ella misma: "Piadosos los cielos te 
            hicieron nacer, quizás te prepare a tí, hija mía, 
            el bien que a tus padres no quiso ceder". Lee y relee todos los 
            papeles. La figura de su padre crece y pensamientos ambiciosos inician 
            su germinación.
          Es posible que los chicos de la vecindad no le merecieran confianza. 
            En vez de hablar esculpe en panes de tiza, con un cortaplumas, figuras 
            de rasgos finísimos. Pero esto no calma su sed de expresión. 
            Su hermana Emelina la sorprende, más de una vez, espetando 
            a un público de almendros, en el huerto de su casa, discursos 
            sostenidos.
          Sobresale en composición. Suele desarrollar el tema en verso. 
            Sus condiscípulas creen que las tareas se las hace su hermana. 
            Ella se indigna y en clase hace un retrato exacto y minucioso de una 
            compañera. Así la duda es aventada.
          A los nueve años recibe la comunión y escribe los primeros 
            versos inspirados en su sentir. Eran dos estrofas. Está terminando 
            el cuarto año escolar.
          Observa que el río Coquimbo deposita en sus riberas cierta 
            materia arcillosa. Con ella hace cabezas de personas, de perros, de 
            caballos y diversas figuras.
          Dormía en el mismo cuarto de su hermana. Apenas despertaba 
            asía una historia o geografía e interrogaba a Emelina: 
            ¿dónde está tal país, dónde tal 
            ciudad, dónde tal río? Si su hermana no podía 
            responder, le decía: "La pillé hermanita, la pillé."
          Su madre era un ser apacible. Solia cantar, en guitarra, con hermosa 
            voz de soprano. Hacía los quehaceres de casa y cosía. 
            La parte disciplinaria se la había abandonado a su hija mayor. 
            Esta debía guiar a Lucila y cargarle la mano cuando fallara 
            el verbo. Como su oculto destino era vivir para éste no fue 
            castigada más de dos veces.
          Los primeros versos que le enseñara su profesora y hermana, 
            y que ella recitó en la escuela, fueron los de éste 
            villancico: "¡Ay, Manolito / qué triste estas! / 
            entre pajuelas /y en un portal."
          "Ay que tirita / quiere llorar / qué pucherito / tan 
            celestial."
          "Angeles bellos / cantad, cantad / gloria al Excelso / y al 
            hombre, paz."
          Para que Lucila inicie su sexto año su madre la matricula 
            en la Escuela Superior de Vicuña. Allí se aburre. Salvo 
            las nociones de astronomía, que le interesaron, advierte que 
            en los demás ramos repiten lo ya aprendido en Monte Grande. 
            La directora, con esa seguridad de los bienaventurados, llama a su 
            madre y le informa que Lucila adolece de "falta de inteligencia 
            y desamor al estudio". Le aconseja que la dedique a los quehaceres 
            de casa.
          La madre se va con ella a Serena y termina el sexto en la escuela 
            anexa a la Normal. Viven con las costuras que aquella hace y con una 
            mesada de veinte pesos que les envía Emelina , cuyo sueldo 
            era de treinta.
          En 1903 Emelina contrae matrimonio con don José de la Cruz 
            Barraza Rojas y se van a radicar a El Molle. El adquiere una casa 
            y abre un almacén. Entonces Lucila es una muchacha alta, silenciosa, 
            que pasea sola. Conoce ahí a un joven empleado de ferrocarriles 
            de quien se enamora.
          La pobreza y la vocación la inducen a tomar un cargo de profesora 
            en Compañía Baja, villorrio inmediato a La Serena. Se 
            va con su madre. De día hace clases a los niños y de 
            noche instruye a los trabajadores en lectura, escritura y rudimentos 
            de aritmética.
          Se echa al cuerpo cuanto impreso queda a su alcance. ¡Hay tan 
            pocos libros en los pueblos! Tal vez se procura algunos en la ciudad, 
            que cuenta con buenas bibliotecas particulares traídas por 
            mineros ricos en sus viajes a Europa. Fuera de los versos paternos 
            y los que aprendiera en la escuela, caen en sus manos poemarios quejumbrosos 
            y (¡qué no es viable en este mundo!) varias obras de 
            Vargas Vila.
          Su espíritu está lleno de ímpetus, pero la rodean 
            esos muros negros de la adolescencia. Su fuerza no encuentra cómo 
            expandirse. El febriciente colombiano, que representa cuanto es previo 
            al pensamiento, logra enrolarla a su palabrería sonante. Bueno 
            es recordar que era popularísimo. Los anarquistas lo devoraban 
            y no había joven que lo desconociera. Sus libros están 
            llenos de negaciones y luces de Bengala.
          Una composición de Lucila Godoy, titulada "La muerte 
            del poeta", aparece en El Coquimbo de Serena, el 30 de Agosto 
            de 1904. Es su primera contribución a la literatura nacional. 
            Sus ideas se expresan en palabras como dolor, desgracia, muerte, etcétera.
          Ya porque los relatos bíblicos de Emelina están latentes 
            en su espíritu, o por secreta predilección, en sus escritos 
            iniciales sus personajes se llaman Ruth o Ezequiel. Sus propias ideas, 
            a veces, parecen trasunto del Eclesiástés.
          El 25 de Octubre, en el mismo periódico, publícanse 
            sus primeros versos: "En la siesta de Graciela".
          La joven escritora "era una niña alta y muy delgada, 
            ligeramente rubia y de ojos verdes. Fumaba bastante, lo que en ese 
            tiempo debe haber sido un pecado muy grave". La juventud de Serena 
            habla de ella con admiración.
          Siéntese maestra y quiere hacer estudios regulares en la Escuela 
            Normal de Serena, pero el capellán don Manuel Ignacio Munizaga, 
            se opone "porque sus ideas eran socialistas y un tanto paganas". 
            Es el concepto que le han merecido las colaboraciones de Lucila. La 
            supone incrédula y teme que propague este error entre sus compañeras.
          La amargura de este rechazo, que le cierra el camino al magisterio, 
            se aminora porque los miembros de la junta de vigilancia del Liceo 
            de Niñas consiguen que éste la acepte como inspectora 
            y secretaria.
          Por "hacer las notas con sus propias palabras" -y no con 
            el gélido vocabulario administrativo-, y por aceptar de alumna 
            a una niña de clase inferior a la que el Liceo admitía, 
            es amonestada duramente. Lucila renuncia y abandona el empleo. Es 
            inútil cuanto hace la directora por retenerla. La muchachita 
            no ha nacido para tolerar ni olvidar injurias. Se va de preceptora 
            a la escuela de La Cantera.
          La necesidad de asegurar su profesión la lleva a fines de 
            1909, a Santiago. Mientras rinde sus exámenes de competencia 
            en la Escuela Normal número uno, en el norte el joven ferroviario 
            se da un tiro y muere. Lucila presenta al examen de botánica 
            una prueba en verso. Es aprobada en todos los ramos. A continuación 
            ¿lo solicitó ella? se la nombra profesora en Barrancas. 
            A los pocos meses es destinada al Liceo de Traiguén como profesora 
            de higiene.
          Gana más dinero. Destina a libros cuanto puede. Una gran felicidad 
            la invade cuando adquiere la primera Biblia. Será por siempre 
            su libro de cabecera. Descubre a los rusos y a los escandinavos. De 
            Traiguén es mandada al Liceo de Antofagasta para que enseñe 
            historia. Conoce gente, se vincula a las personas de mayor cultura. 
            Sigue leyendo como si se lo prescribiera el médico.
          A fines de 1912 viene al Liceo de Los Andes, que acaba de fundarse, 
            en calidad de profesora de castellano e historia. Emelina también 
            es nombrada para que enseñe castellano y religión a 
            la preparatoria superior. Gabriela se va a vivir a las cercanías, 
            al pueblo de Coquimbito. Es un atavismo campesino. Dondequiera se 
            establezca busca un lugar de aspecto campestre para vivir. Tal vez 
            el pueblecito le evoca, por su nombre, la región en que viviera 
            sus primeros años.
          En Los Andes causa espectación. Viste con gran sencillez, 
            casi con austeridad. Peina sus cabellos hacia atrás y anda 
            erguida lo que, por su altura, le da una figura singular. Tiene el 
            aspecto de una joven matrona. Entre las alumnas provoca sentimientos 
            encontrados. Unas la admiran en el acto y otras se resisten a admitir 
            su desaliño, su carencia de coquetería que altera un 
            firme concepto femenino. Sin embargo, la mayoría escribe luego 
            con su letra grande y redonda, que parece no caber en ninguna página, 
            se despreocupa de la vestimenta y procura hablar con su voz. Las clases 
            de castellano las hace con un brío y un interés que 
            deja huella. Parece que la historia le gusta menos porque enseñándola 
            su verbo se enfría.
          Las alumnas más apegadas a su persona advierten que usa cuadernos 
            y libretas para anotar cualquier idea hermosa que halle en sus lecturas. 
            En otro cuaderno fija sus propios pensamientos y aquellas observaciones 
            que le ofrece el ambiente.
          En Coquimbito escribe y lee cada día. Guyau, Guerra Junqueiro, 
            Amado Nervo, Goethe, D’Annunzzio son algunos de sus autores de entonces. 
            Allí escribe sus Sonetos de la Muerte. En ellos evoca al joven 
            ferroviario suicida. Están impregnados de un gran aliento bíblico 
            y de una fuerza patética que es suya propia. Procura hablar 
            cristianamente, pero en seguida la asalta el recuerdo de una veleidad 
            que él tuviera, y dice: "porque a este hondor recóndito 
            la mano de ninguna / bajará a disputarme tu puñado de 
            huesos." Le reprocha luego: "tuviste que bajar, sin fatiga, 
            a dormir." Y pronto su voz se torna en alarido: "¡No 
            le puedo gritar, no le puedo seguir! Su barca empuja un negro viento 
            de tempestad..."
          Ordena al Señor como lo hacían antes los profetas: 
            ¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales / o le 
            hundes en el largo sueño que sabes dar!" O "recoge 
            mi cabeza mendiga, si en esta noche muero." "¡Di el 
            perdón, dilo al fin!"
          Trata a Dios como a un igual y a las vírgenes les enrostra 
            su indiferencia. Así, a la de la Colina, con todas sus letras, 
            le echa en cara: "¡Y qué esquiva para tus bienes 
            / y qué amarga hasta cuando amé!"
          Su Dios no es esa suma de perfecciones y bondad elaborado por el 
            catolicismo. Es el Dios humano, implacable, iracundo que quema ciudades 
            en Judea. Ella lo sabe y le advierte: ¡No tengas ojo torvo si 
            te pido por éste!"
          Empero, aunque define a Dios: "creo en mi corazón, el 
            reclinado / en el pecho del Dios terrible y fuerte", suele zozobrar 
            en su fe: "Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte -Señor, 
            al que cantara de su fuerza embriagada,- no existe, y que mi Padre 
            que las mañanas vierte / tiene la mano laxa, la mejilla cansada."
          Sea por coincidencia, sea porque la Biblia fué su libro de 
            niña y de mujer, hay en ella una tremenda pasión ética. 
            Si no existiera Dios querría hacer de nuevo a los hombres o 
            someterlos a espantosas pruebas de perfección. Se acerca a 
            Cristo, a quien ama, no para rogar por alguien sino para susurrarle: 
            "estas pobres gentes del siglo están muertas / de una 
            laxitud, de un miedo, de un frío! -¡Ni el amor ni el 
            odio les arrancan gritos!- Tienen ojo opaco de infecunda yesca /tienen 
            una boca de suelto botón / mojada en lascivia.../ ¡Retóñalos 
            desde las entrañas, Cristo! -Si ya es imposible, si tú 
            bien los has visto / si son paja de era.../ ¡desciende a aventar!"
          En sus conversaciones con Dios, fuera de reclamar su auxilio como 
            algo a que tiene derecho, está siempre defendiendo lo suyo 
            con gran entereza. Nunca hay poquedad ni quebranto en su ánimo, 
            salvo cuando pide a Amado Nervo que diga al Señor: "que 
            somos huérfanos, que vamos solos, que tú nos viste."
          Hay en su obra poética una constante, que compete a su vida 
            de mujer: la evocación del joven ferroviario, que aunque puso 
            su voluntad en morir no lo consigue del todo, porque ella lo está 
            desenterrando constantemente, según sea mayor o menor la intensidad 
            del agobio que le causa; otra es su pasión por el niño 
            cuya huella late en muchos versos perdurables. Hay también 
            en su obra el afán irrefrenable de dar a la vida un fin ético, 
            afán que la mantiene en lucha contra el modo de acaecer de 
            las cosas.
          Envía sus sonetos a unos juegos florales. El 12 de Diciembre 
            de 1914, desde la galería del teatro en donde se proclama el 
            resultado oye, anónimamente, que ha sido agraciada con el premio 
            mayor. Víctor Domingo Silva con su cálida voz lee para 
            los auditores los sonetos.
          Desde ese instante su seudónimo de Gabriela Mistral -elegido 
            como tributo a d’Annunzio y al viento de Provenza- vuela por América. 
            Todos los periódicos literarios reproducen sus versos, los 
            aprenden los maestros, los recitan los niños, entran en las 
            antologías, pasan de una lengua a otra; los compositores buscan 
            en ellos inspiración. La Universidad de Chile, de ordinario 
            meticulosa, le da sencillamente el título de profesora de estado.
          Cada vez que puede viene a pasar unos días en Santiago. Jerónimo 
            Lagos Lisboa la visita en una pensión ubicada cerca de la Plazuela 
            de Santa Ana. La conversación dura cinco horas. Ella dice que 
            ha nacido para creer, y busca a Dios.
          Con Jorge Hübner Bezanilla y Adolfo Allende Sarón va 
            a una sesión de teósofos.
          La conocí en la oficina de Selva Lirica en 1915. Es alta. 
            Del cabello al pie todo en ella es sencillo y como austero. Tiene 
            grandes ojos verdes y límpidos; nariz aguileña, como 
            la del pueblo que ama; su boca se deprime en las comisuras. Al hablar 
            suele mover sus manos blancas, de hermosos y largos dedos. Anda, acaso 
            por cierta debilidad de los tobillos, con un paso lento y señoril. 
            Pero todo esto es nada cuando sonríe.
          Vaya a donde vaya la siguen literatos y maestras. No la dejan durante 
            el dia y la abandonan en la noche, ya tarde, con un poco de tristeza, 
            sólo porque comprenden que también necesita dormir.
          En casa de Panchito Aguilera se hospedó en varias venidas. 
            La concurrencia, de poetas, escritores hasta en número de veinte 
            personas, se reunía en su cuarto desde medio día. Si 
            ella no tenía que hacer alguna diligencia allí se quedaban 
            todos y tomaban onces, comían y más tarde bebían 
            un poco de te, fuera de que en los intervalos les daba dulces y pasteles 
            que adquiría por mayor. Suelo pensar que Gabriela Mistral en 
            esa época debió sufrir las más atroces estrechuras.
          En la mañana la visitaban de preferencia pastores protestantes, 
            militares retirados, teósofos, profesoras, vendedores, inventores, 
            funcionarios y tipos muy extraños que vistos en la calle hasta 
            podían infundir miedo. Nunca supe cómo empezaba el contacto 
            ni lo que decían estas personas. Al parecer ellos tampoco sabían 
            qué los movía a visitarla. Llegaban como dormidos y 
            se sentaban. Ella sonreía. ínmediatamente se iluminaban 
            y parecían flotar en una atmósfera sedante. Gabriela 
            Mistral inclinaba la cabeza y decía unas cuantas palabras. 
            Su voz tiene un tono algo monótono que agrada desde el comienzo. 
            Es una voz que gotea. Ella sigue con su voz de lluvia lenta. Habla 
            del campo, la política, la enseñanza, la poesía 
            y de mil cosas más. Cualquiera que sea el tema ocurre lo mismo. 
            Cada uno de los oyentes se siente ennoblecido; los sentimientos más 
            enaltecedores se adueñan de ellos y las pequeñas congojas 
            de la vida rutinaria se esfuman. Cuando es inevitable irse, lo que 
            sucede lo más tarde posible, muchos sienten alguna contrariedad. 
            Querrían quedarse allí para siempre. Se van sólo 
            porque adivinan que otros sujetos con el alma en pena esperan el turno 
            de la tarde.
          Esta emanación cordial, que escapa a todo examen, que no reside 
            en sus palabras ni en su voz, pero que de manera segura anima y transporta 
            a preocupaciones superiores a quienes la reciben, es una virtud extraña. 
            En grado menor la tenía don Pedro Godoy. La tiene Pedro Prado.
          La última vez que estuvo en Chile, Gabriela Mistral se hospedó 
            en una mansión que dispone de dos salones amplios. Manuel Rojas 
            me contó que estos se llenaban desde temprano con damas y tipos 
            inclasificables que esperaban resignados, como en las antesalas de 
            los médicos. Cuando ella aparecía los más audaces 
            se avalanzaban para rodearla y oirla y los demás aguardaban 
            su paso a lo largo de los salones para recibir lo suyo: una frase, 
            una sonrisa, un gesto de sus manos.
          De Los Andes es elevada a Directora del Liceo de Niñas de 
            Punta Arenas. Allí editó una revista y se conquistó 
            a todos los habitantes. Pero el clima le dejó penosos recuerdos.
          El Mercurio solicitó su colaboración y le fijó 
            un sueldo que le pagaba aunque no escribiera.
          En Agosto de 1920 la encontré de directora del Liceo de Niñas 
            de Temuco.
          Fuí a esa ciudad para evitarme un ligero carcelazo. El juez 
            Astorquiza estaba haciendo apresar a todos los anarquistas que habían 
            pertenecido al Centro de Estudios Sociales "Francisco Ferrer", 
            donde se hablaba cada domingo. La medida era absurda pero se estaba 
            cumpliendo.
          Entre sus profesoras estaba la escultora Laura Rodig, la pintora 
            Luisa Fernández y una alumna suya de Los Andes: Estela Gutiérrez. 
            Creo que había otros rostros amigos.
          Disfruté de su hospitalidad casi a diario. Iba en las tardes 
            o en la noche. La oía hablar y después poníamos 
            discos. Le gustaba el Kol Nidre ese canto judío que seca la 
            alegría, y tenía debilidad por el cante hondo. Una noche 
            me hizo oir al Niño de Medina: "niño desnudo-desnudo 
            y descarzo- yo tampoco tengo mare", que se canta con sollozos 
            y anonada el ánimo. Se me grabó tan fuertemente que 
            su endemoniada entonación no me dió tregua a través 
            de muchos años. Casi a pesar mío intenté cantarlo, 
            sin acertar nunca en esas escalas de jipíos que lo constituyen.
          Cuando viví con los Gandulfo, en la calle Vicuña Mackenna, 
            procuraba ensayar mientras me rasuraba. Un día una anciana 
            española, que habitaba a la izquierda, llamó a Juan 
            para que viera a su marido que estaba enfermo. La ancianita, después 
            de la consulta, le preguntó al doctor:
          -¿Quién es ese que canta como un sarvaje?
          Desde entonces me conformo con recordar sus versos y buscar en mi 
            memoria su temblorosa melodía.
          A veces iba Pablo Neruda que era tan serio como delgado. Si Gabriela 
            no estaba o no lo podía recibir en el acto aguardaba en silencio 
            media hora o más. Pero cuando estaba a solas con ella sacaba 
            de un bolsillo secreto su último poema en el cual, invariablemente, 
            renegaba de la lluvia de Temuco, del barro de sus calles, reconociéndole, 
            eso sí, a la húmeda ciudad, la virtud de albergar a 
            la joven que inspiraba sus versos.
          Un caballero de Santiago, que después se consagró por 
            entero a los negocios -y que no escribió sino cartas breves 
            y urgentes-, tuvo la debilidad de opinar sobre la poesía moderna. 
            De sus artículos la palabra que no era error, era injuria. 
            No se equivocaba jamás. Gabriela Mistral fué salpicada 
            con su cháchara. Luego de desprestigiarse por escrito quiso 
            probar suerte con el verbo. Presentóse de candidato a senador 
            por Cautín. Era la época de un radicalismo ardiente, 
            que los hermanos Picasso dramatizaban con sus disparos apenas cerraban 
            el almacén.
          El caballero, fiel a la tradición de los ricos, se hizo acompañar 
            por matones empedernidos, ignorando que el clima local no era propicio 
            debido a la balacera que empezaba con las primeras sombras y que solía 
            sonar a pleno sol. Los matones fueron sitiados en el hotel y cuando 
            uno intentaba asomarse, sólo por casualidad no le entraba una 
            bala al cuerpo.
          La policía hízolos salir de la ciudad y los escoltó, 
            formando un anillo en torno de ellos, hasta la ferrovía, pues 
            no fué posible conducirlos por los caminos públicos, 
            porque muchos voluntarios no encontraban qué hacer con sus 
            revólveres. Por la ferrovía fueron llevados al pueblo 
            inmediato para que tomaran el tren. Esto dió gran trabajo debido 
            a que innumerables temuquinos, hombres tenaces y emprendedores, seguían 
            por ambos lados de la vía, deseosos de aprovechar cualquier 
            abertura de los guardianes para disparar al cuerpo de la canalla que 
            iba al centro.
          A pesar de la conducta heroica de los temuquinos, el caballero fué 
            elegido. Era muy platudo y comenzó pagando cien pesos por voto. 
            Entonces era una suma. Los miserables que vendían su voto se 
            excusaban diciendo:
          -¡Hay que sacarle algo a los ricos!
          El triunfador, antes de venirse a Santiago, quiso conocer a Gabriela 
            y se hizo acompañar por el intendente. Esta paseaba por el 
            patio con un amigo y estaban frente al portón cuando los visitantes 
            dieron el aldabonazo. Ella siguió andando y dijo a la hermana 
            portera que avisara a los caballeros que habia salido. 
          Cuando ella sentía confianza con una persona derivaba fácilmente 
            hacia la crítica. Su familiaridad con la Biblia y su tremenda 
            pasión ética la han hecho una inconformista permanente. 
            Vale la pena oirla en esos raptos. Sin embargo, también tiene 
            el sentido del elogio. Por sus recados desfilan hacia el paraiso los 
            varones más puros que ha formado el país.
          No se aviene del todo con los individuos de lenta reacción, 
            con los indiferentes y con los impasibles. Sin que dependa de mi voluntad 
            doy la impresión de formar entre los últimos, tal vez 
            por el poquito de sangre india que mi familia recibió al avecindarse 
            en Chile. Más de una vez me amonestó por esa apariencia. 
            Lo hacía con vigor notable y no podía menos que oirla 
            desdoblado. Terminaba por gratificarme, cuando decía la última 
            palabra, con esa sonrisa suya tan benéfica. Además traía 
            un poco de miel y hacía que en la victrola sonara el Kol Nidre.
          Cuando un individuo le causaba una primera buena impresión, 
            que luego desmentía con sus malos hechos, solía decir:
          -¡Qué petipieza de hombre!
          Recapacitaba en silencio sobre el sujeto y repetía dos o más 
            veces la misma frase que equivalía a algo peor que el diluvio.
          Fuera de hacer clases y escribir, por fortuna no necesitaba ocuparse 
            de más. El Altísimo le había arrimado un pequeño 
            grupo de jóvenes que eran felices sirviéndola. La proveían 
            de ropa, la ayudaban a vestirse y le hacían ligeras las pequeñas 
            rutinas cuotídianas. Conociéndola es comprensible el 
            deseo de servirla. De no tener que ganarme la vida en lo que cayera, 
            me le habría ofrecido de mozo sin ninguna reserva.
          Como llegué a Temuco huyendo de Astorquiza, se me enquistó 
            en el espíritu una sensación de inseguridad. Sí 
            un prójimo me miraba con insistencia, en el acto me parecía 
            agente. Fué tan mortificante esta obsesión que hube 
            de irme a Puerto Saavedra donde, por mediar un gran río y haber 
            policía comunal, creí que me sentiría mejor. 
            Gabriela me dió una carta para el poeta Augusto Winter, viejecito 
            encantador que era tesorero comunal, bibliotecario, y fabricante de 
            pajaritos en conserva. El mismo vigilaba el fondo en que se cocían 
            ayudado por su madre, sus hermanas y un par de sobrinas. Estuve allí 
            ocho días y la vergüenza me trajo de nuevo a Temuco. Muy 
            luego fuí llamado por un diario de Valdivía. Es decir, 
            un muchacho que no conocía, Ernesto Silva Román, hizo 
            lo necesario para conseguirme el empleo. La humanidad, que guía 
            nuestros pasos por el mundo, se valió de su generoso impulso 
            para protegerme.
          A mediados de 1921 volví a encontrar a Gabriela. Era directora 
            del Liceo de Niñas Nº6 de Santiago. Allí estaba 
            con Laura Rodig, Luchita Fernández, Mireya Lafuente y esa mujer 
            admirable que fué Celmira Zúñiga. Su fama creciente 
            no le permitía aislarse. Debía ir de una parte a otra. 
            Sólo recuerdo un acto de fin de año de su liceo. Estaba 
            sentada en el patio muy seriecita y callada. Las aIumnas hacían 
            ciertas pruebas gimnásticas. Es posible que de vez en cuando 
            equivocaran los movimientos, porque ella lanzaba una o dos palabras 
            que electrizaban a las muchachas y corregían de inmediato el 
            trastorno. Antes no me habría figurado que tuviese tanta autoridad 
            y tan de adentro. 
          Su nombre y la resonancia de su obra habían polarizado en 
            México, donde servía el ministerio de educación 
            don José Vasconcelos. En 1922 éste la llamó para 
            que ayudara en la organización de la enseñanza rural. 
            Fué recibida en Veracruz y Jalapa por el pueblo y las autoridades. 
            Su equipaje era conducido a mano por sus desconocidos admiradores 
            y doquiera fuese recibia atenciones que antes sólo se acordaban 
            a los príncipes. Visitó casi todas las aldeas y ciudades 
            de esa nación; escribió un libro de lectura para mujeres, 
            que se imprimió en número de veinte mil ejemplares, 
            nuevos poemas y una cadena de recados sobre personas y cosas de México. 
            Su influencia sobre los maestros fué enorme.
Como acto de despedida el Gobierno le dió su nombre a una escuela modelo en la que se esculpió una 
estatua que la representa sentada. Además le dió los medios para que fuese
a Estados Unidos y  Europa (años más tarde, cuando Vasconcelos  fué candidato a la presidencia - bueno es advertir que los militares no le gustaban ni fritos en aceite- dijo que si
era elegido nombraría ministro de guerra a Gabriela Mistral. Quería sentar así su pacifismo).
Antes de partir a México, aunque era notoria su religiosidad, oscilaba entre el protestantismo y la tesosofía, 
si mi parecer no me engaña. Durante su estancia en tierra mexicana, como reacción contra las persecuciones que sufría la iglesia -error que asegura a los mexicanos un siglo más de
influencia teocrática -, Gabriela se entregó de lleno al catolicismo.
A su regreso había en su vestimenta un elemento nuevo:
tocaba su cabeza con un turbante. Quería conservar algo de
su devoción por Oriente.
            Casi al mismo tiempo de su llegada a México los profesores de español 
            de Estados Unidos insinuaron al Instituto de las Españas que editara 
            sus versos. Así nació  Desolación. La edición príncipe se hizo 
            en Nueva York.
            
Se despide de los mexicanos y parte a Estados Unidos y luego a Italia, Suiza, España, Francia. 
Cuando vuelve a Chile obtiene su jubilación y  se retira a su pueblo, pero muy pronto es llamada a Europa para trabajar en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual.
Tras una larga permanencia en Europa, cuyo pormenor va quedando en sus recados, vuelve a Norte América. Su fama es inmensa. En Puerto Rico se la declara hija predilecta. A donde llegue la recibe un gentío considerable con los presidentes, los ministros y los grandes funcionarios al frente.
Donde faltan estos van los alcaldes y concejales. Ella es una especie de rey de América.
En todas partes la rodean los maestros y caen en sus manos la orquídea de oro, la flor del espíritu santo, el prendedor simbólico de los cuatro pétalos, la pulsera de oro, las flores esmaltadas y mil embelecos más que idean para demostrarle su admiración.
Tanto en Chile como en los demás pueblos se van creando escuelas, academias, ateneos, centros, sociedades, coros e institutos Gabriela Mistral. Cada persona o grupo quiere
honrarla. Todos sus versos para niños tienen música. Los
escultores modelan cabezas y bustos. Poetas americanos ensayan panegíricos y loas. La prensa lleva y trae su nombre. Ya no se pertenece, ya no nos pertenece.
Para descansar de las fatigas que le impone la fama, se va de Cónsul a Italia. En 1933, con el mismo rango, pasa a España. Finalmente el Gobierno, con la venia del Congreso,
la nombra cónsul vitalicio. Puede ejercer su cargo en el país
que ella elija. Esta gracia le ha permitido continuar su peregrinación por el orbe. No hay, y tal vez no ha habido, un chileno cuyo  nombre se conozca más en el mundo.