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            Germán Marín: 
              "La ola muerta"
              Novela sin 
                novelar
                Sudamericana, Santiago, 2005, 384 páginas.
                
                Por Cristóbal Alliende 
                Artes y Letras de El Mercurio. Domingo 
                13 de Noviembre de 2005.
                
            
          
          Casi se podría decir que es innecesario escribir una crítica 
            sobre La ola muerta (Sudamericana, 2005) de Germán 
            Marín, porque el texto ya contiene críticas sobre 
            sí mismo, todas excepcionales. Es curioso. Estamos en presencia 
            de un Bildungsroman chileno que utiliza la metaescritura como 
            
historia 
            segunda, como una manera de examinar y hacer inseparables dos orígenes: 
            el del escritor y el de su escritura.
            
            Parece apropiado utilizar el término Bildungsroman porque 
            efectivamente La ola muerta —que cierra la trilogía 
            compuesta también por Círculo vicioso y Las 
            cien águilas— aborda ese tiempo en que suceden cosas que 
            marcan el desarrollo espiritual, moral y social del protagonista, 
            sujeto que en este caso coincide con el narrador de apellido Marín. 
            No es propiamente una autobiografía, puesto que el texto no 
            pretende abarcar una vida, así como tampoco asumir que lo escrito 
            sea necesariamente verídico; una crónica o una confesión 
            fallida quizás, toda vez que oculta explícitamente, 
            tergiversa, se independiza y no tiene temor al ridículo. Un 
            botón de muestra del narrador y su capacidad infinita para 
            confesar, desde un comienzo, que ésta no es más que 
            la exposición de un conjunto de fracturas: "He hojeado 
            las páginas con que se inicia este libro y si las dejara intactas 
            de cara al lector, sin corregir las lagunas que atentan a su comprensión, 
            mi tozudez sería semejante a la del borrachín que insistía 
            en saltar sobre su sombra".
          Ese tozudo narrador termina corrigiendo poco y nada. Se limita a 
            reconstruir a su paso por el interminable Barros Arana, su vida de 
            universitario... Más que una reconstrucción, es la transcripción 
            de los vestigios que quedan de esa época, vestigios remotos 
            que sólo velan al niño que alguna vez fue: los demonios 
            del adolescente, sus revolcones con la empleada, sus primeros amores, 
            sus estudios, lejanías y cercanías con el padre y la 
            madre. Sobre todo, su ocio y su notable capacidad para observar un 
            tiempo detenido, bruscamente, con el exilio. Lo que fue y ya no es: 
            el restaurante El Parrón en avenida Providencia, el café 
            Il Bosco en Alameda, la tienda Flaño en Huérfanos y 
            la tienda Gath & Chaves al llegar a Estado, el programa radial 
            La Pichanga, la revista Topaze, tantos intelectuales 
            y amigos y lecturas inolvidables. Estamos hablando de "presencias 
            y testimonios anteriores a 1970, sujetos y objetos que, al igual que 
            los sentimientos de ese joven que de pronto es obligado a hacerse 
            adulto, se convierten en leyenda unas veces, en fantasmas otras, irreproducibles 
            siempre (Chile, "un país vivido en la infancia donde los 
            misterios eran sagrados y los días más largos"). 
            Quizás por eso el narrador debe interrumpir su relato continuamente 
            con cartas fechadas en Europa, fundamentalmente en Barcelona, durante 
            la década de los ochenta. Esas cartas no sólo comentan, 
            amplían, sugieren cambios y terminan absorbiendo a la "novela", 
            sino que ademas la actualizan, estableciendo puentes que desconocen 
            las distancias temporales y espaciales.
          La ola muerta es una historia valiosa por una contradicción: 
            rechaza convertirse en novela y, sin embargo, lleva al extremo esa 
            forma literaria propia de la modernidad llamada Bildungsroman, 
            en cuanto entiende a la juventud como fuente y símbolo de la 
            movilidad e interioridad, como pugna entre la autodeterminación 
            y la socialización.
          Esta contradicción queda resuelta rápidamente y termina 
            siendo atractiva, especialmente para aquellos lectores que gustan 
            de las confesiones de un insider de la literatura chilena del 
            último siglo. Y no lo dice esta crítica, lo dice La 
            ola muerta: aquí se ha "desnovelizado" la novela, 
            se ha obtenido un conjunto algo "literatoso". Pero no importa. 
            Los lectores literatosos somos también una ficción.