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El paisaje mexicano


Gabriela Mistral
México, 1922

Este paisaje del Valle de México es cosa tan nueva para mis ojos, que me desconcierta, aunque el desconcierto está lleno de maravillamiento. Yo he vivido muchos años en paisajes de montañas; pero de montañas agrias, en ese que yo he llamado paisaje hebreo por la terquedad y la grandeza hosca.

También aquí me ciñe un abrazo de montes; pero, ¡qué diversos!

La meseta del Anáhuac tiene, como se sabe, una altura media de 1.800 metros sobre el nivel del mar. Sus cumbres, el Po-pocatépetl, el Iztaccihuatl y el Ajusco se elevan sobre ella, más no dan esa impresión de formidable muro, que es nuestra cordillera en Santiago: están aisladas, y su altura de más de 5.000 metros, queda así muy disminuida, vista desde la meseta. Son cumbres dulcísimas, de una línea depurada, como hechas por la mano de Donatello. Muy dulces. Nos levantan sobre la meseta faldas anchas y poderosas. Varias líneas de lomajes y cerros velan sus asientos y aparecen solamente las cumbres buriladas contra el azul. Es la palabra, burilaidas. El Dios que hizo estas montañas no es el Jehová potente, ni siquiera el Dios cuya mano enérgica amasó Rodin; este es un Dios que hace su tierra con dedo acariciante, y yo he recordado, mirando esta naturaleza, el elogio que Ana-tole France hiciera del paisaje de Florencia. No me dan la visión de cordillera ni de la gran Sierra que ellas son; me parecen estas montañas obras de arte, en vez de creaciones de la feroz naturaleza.

La que más amo es el Istaccihuatl, o sea, La Mujer Blanca. Línea línea, es una mujer tendida y vuelta al cielo. Tiene una elevación como de pierna recogida, y otra menor que simula el pecho. La blancura de su nieve eterna (aquí lo de eterna es verdad) aumenta la visión deleitosa.

Mi casa de Mixcoac (alrededores de México) queda frente a ella. La saludo al abrir mis ventanas como a mi diosa tutelar. Cuando no tiene su espesa superposición de nubes, ¡qué dulces suben de ella las mañanas!

El cielo de México es maravilloso. Generalmente está límpido, en las primeras horas del día; pero mantiene siempre las nubes en los bordes del horizonte, descansando sobre su línea de cumbres.

A medida que avanza el día, el cerco blanco se va subiendo al fin, se estrecha y se oscurece y empieza la lluvia de todas las tardes.

Es una lluvia ligera y breve. Ella es el eco debilitado de tempestades lejanas. Deben ser las tempestades hermosísimas y terribles en la línea de las montañas. Alcanzan al centro del valle sólo sus ecos, sus ecos.

Desde Cuba vengo habituándome al juego épico de truenos y relámpagos, juego wagneriano que a nadie inquieta y que a mí me hacía palidecer. Recuerdo el inmenso garabateo de rayos que jugaban fantásticamente sobre la Isla de Cuba la noche en que nos aproximábamos a ella, y que yo miraba temblando desde la borda. Ahora ya duermo tranquilamente con esta música guerrera que me dan las Sierras Madres; pienso que es una soberbia canción de cuna, y cierro los ojos confiada ...

La lluvia cotidiana a que aludía es una de las bendiciones de Dios para esta tierra. Aunque jamás se siente en la meseta un calor intenso, es necesaria y deliciosa a la par. Hacia las seis o siete de la tarde ya ha cesado, y sube la exhalación de la tierra, en un vaho de frescura. Se hizo la desecación de los lagos que rodean a México. Según algunos, la desecación era natural y solamente se apresuró. La arena que vino a cubrir una gran extensión de terreno, vuela sobre la ciudad en un polvo menudo que esta lluvia aplaca, devolviendo al horizonte la nitidez que tiene y que es para mí el mejor atributo del paisaje.

Dije que el cielo era maravilloso. No le he visto aún las tardes ricas de color de que me hablan los mexicanos, y que vienen con el invierno. La hermosura del cielo es para mí la de su infinita extensión y la de sus anchos juegos de nubes.

Como no hay esa muralla épica de nuestra cordillera, que disminuye el horizonte, este cielo mexicano es vastísimo. Las nubes son dilatadas y ligeras y tienen como mayor movilidad, como menor espesura que las de nuestro cielo del sur. Tejen allá arriba un universo fantástico que yo suelo seguir una tarde entera desde la azotea de mi casa. Son juegos graciosos e infinitos. Es un avance hacia la mitad del cielo, y que termina con esa lluvia de todas las tardes.

No he visto muchas noches despejadas. Al revés de lo que pasa en nuestra zona, estas noches vendrán con el invierno...

Mi fiesta cotidiana es la de la luz de la meseta. En los primeros días fue para mí una especie de éxtasis ardiente que sucedía al éxtasis del mar. Aunque entrecerraba mis ojos la luz por su crudeza, yo la recibía como debieron hacerlo los aztecas, místicamente. Era la compañera de mi infancia, perdida tantos años y que vuelve a jugar conmigo...

El valle en que nací la tiene semejante, y yo le debo mi rica sangre, mi férvido corazón. Mis años de tierra fría fueron un largo castigo para estos ojos, los acostumbrados a bebería y a vivir de ella, como se vive del sustento. La he recuperado aunque sea por un tiempo y dejo que me riegue largamente. No querría perderla ni una sola mañana. Canta en mi pecho y en mis venas. La estoy alabando siempre, con una exaltación que no pueden explicarse las gentes mexicanas que nunca conocieron la tristeza desolada de la tierra austral.

No es esta la luz de Cuba, cegadora, que parecía romper mis ojos, y que apenas me dejó mirar esa Isla que yo he llamado la rosa de fuego, porque es hermosa como una terrible hermosura de brasa desnuda. Tan intensa era esa luz que me daba la impresión de que yo no había conocido hasta entonces el sol.

Esta no: es viva sin ser heridora. Y el paisaje que pinta no es crudo ni chillón. Yo pensaba en los pintores, desde Panamá hasta Cuba. ¿Cómo pintar esas coloraciones tan de cromo, de una brillantez que en la naturaleza es maravillosa, pero que en un cuadro resultarían excesivas?


* * *


Y hablaremos del clima, consecuencia de los elementos que ya he descrito: la altura, la lluvia y la luz.

Veracruz es ardiente; un poco menos siempre que La Habana; me dicen que Yucatán es el verdadero trópico, y lo son Tabasco y Campeche, los tres estados que la península tiene en la costa sureste. A cuatro horas de Veracruz ya me encontré con una ciudad de clima clementísimo: Jalapa. Fue el saludo de dulzura que me hizo México. El clima de la Meseta es de una suavidad imponderable. No diré que es el mejor del mundo, porque la frase está desprestigiada ante mí misma. La dicen gentes que no han recorrido ni un cuarto de mundo, la dicen por patriotismo geográfico.

Pero puedo decir de esta temperatura que es una delicia inefable. Para definir lo que es un buen clima, voy a apelar a un viejo recuerdo. En un grupo de amigos decíamos cierta vez que la excelencia de las cosas consiste en que hagan olvidar esa misma excelencia: el mejor estilo es aquél que hace olvidar la idea de estilo, la santidad es el estado moral que borra toda impresión de santidad, reñida de lucha espiritual. El mejor clima vendría a ser aquel que hace desaparecer enteramente la idea de calor y de frío, que son los elementos que constituyen el clima. No he sentido hasta hoy nunca, ni en plena lluvia recibida sin resguardo en el campo, frío alguno, y el grado del calor es solamente aquel necesario para dar la sensación de bienestar. Al caminar mucho se siente el cansancio que da la altura, pero no el calor.

Yo he apreciado aquí en todo su valor la importancia de una temperatura privilegiada. Solía decir en Punta Arenas que su horrible frío era una desventaja moral: me hacía egoísta; vivía yo preocupada de mi estufa y de mi carne entumecida ... En La Habana viví cuatro días exclusivamente ocupada de matar el calor, de disminuirlo siquiera, con mala fortuna, por cierto. En México puedo ocuparme de todo y no sólo de mí misma. La actividad no se resiente como piensan algunos por la dulzura del clima; para los pobres que no tienen ninguna forma de felicidad mundana, se me ocurre que este solo clima suavísimo debe serles una forma de dicha. Corrijo, sin embargo, mi pensamiento: los que han nacido aquí no pueden sentir en esto lo extraordinario que yo encuentro, y que llega a producirme ventura.


* * *


De la dulzura de las cumbres y del cielo bajan los ojos a la del Valle. Esta palabra Valle la adopto sólo por respeto a la geografía oficial. El Anáhuac no es lo que nosotros llamamos en Chile un valle. Le sobra extensión para ello: es más bien un llano dilatadísimo, de una línea horizontal casi perfecta.

Es un paisaje suavísimo, como un juego delicado de las arcillas que durante siglos las vertientes de las montañas han ido depositando. En torno de la ciudad de México hay campos, campos extensos, cubiertos de pastos y de árboles aislados, grandes fresnos, graciosos chopos y huejotes (árboles muy parecidos a nuestro esbelto álamo). Todos estos árboles me hacen recordar los de Corot, elegantes y sobrios como figuras humanas.

No es nuestro campo quebrado, con hondonadas donde los matorrales dan una ilusión de grutas sombrías y frescas. La planicie es perfecta y la luz lo baña todo.

Los solares rurales están separados unos de otros por líneas extensas de magueyes, la planta característica de la región, la cual merece que yo, mala descriptora siempre, procure sin embargo describirla, porque vale el esfuerzo...

Es una planta de inmensas hojas que tienen de dos a tres metros; anchas, cenicientas, de punta zarpada, caídas hacia los lados como caen los chorros de un surtidor. Dos o tres metros de altura también; hojas durísimas y gruesas que dan la llamada pita del maguey. Esta es una fibra industrial de primer orden, que proporciona a los indios, aquí en la meseta, la materia prima para sus admirables tejidos. Otra especie de la planta que abunda en Yucatán da la llamada fibra de henequén, de la cual se saca la seda artificial y se hacen las mejores jarcias conocidas.

Ya en el trayecto de Jalapa a México venía yo alabando los hermosos magueyes como motivos ornamentales del paisaje. Un compañero me rompió el elogio.

—Es hermoso, pero demoníaco, me dijo. Equivale a la endiablada hermosura de la viña de ustedes. El indio arranca del maguey el aguamiel, de sabor delicioso, pero que se convierte después en nuestro pulque, la tremenda bebida del pueblo.

Así es; más el decorativo y noble maguey no tiene la culpa...

Del centro de la planta, en el punto que puede llamarse su corazón, el indio aspira el jugo en una ablución lenta. Su malicia, como la de Noé, lleva a la fermentación. Obtiene después de ésta un licor que produce el efecto de los alcoholes de mayor grado. Para daño del pobre indio, esta bebida resulta baratísima, y ni siquiera puede enrostrársele a él su vicio como cosa cara. La planta es numerosa y no necesita cultivo.

Este es, simplificadísimo, el paisaje del Valle de México: suma suavidad y también suma sobriedad.

Hay que salir de la meseta, según me aseguran, para encontrar el paisaje agrio y exuberante.

 
 

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El paisaje mexicano.
Gabriela Mistral.
México, 1922.