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Gonzalo Maier: anotaciones hechas frente a un gallinero
Hay un mundo en otra parte. Gonzalo Maier. Random House. 112 págs.

Por Cristóbal Carrasco
Publicado en Suplemento Ku, 6 de mayo de 2018


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En Coriolano, la tragedia que Shakespeare escribió sobre el general romano, hay una escena en la que éste, obligado al destierro, grita antes de retirarse: "Hay un mundo en otra parte". Sabemos, al final de la historia, que no hay otro mundo, que el destierro y la muerte lo esperan también en otros lugares. Aún así, es ese destello de ilusión el que mueve toda la tragedia, y que ronda a la mayoría de los personajes del nuevo libro de Gonzalo Maier (37): personajes que planean viajes para quedarse mirando televisión, que ansían volver a la ciudad para encontrarse con un gallinero al frente de su departamento, que prefieren mirar por la ventana de una universidad a salir a la calle. Esa mezcla, entre timidez y esperanza, es la que ha estado presente en los otros libros de Maier, como Material rodante o el Libro de los bolsillos, ambos publicados por la editorial española Minúscula. Conversamos con Gonzalo Maier, que es también columnista y académico, sobre su último libro y su trabajo como escritor.

¿Cómo fue el proceso de escribir "Hay un mundo en otra parte"?
— Todos los textos son de la misma época, del mismo año, incluso. Y aunque no los escribí en el orden en que quedaron, los textos sí están pensados como un libro. Lo que me gusta es pensar los libros, que los libros tengan una estructura y un ritmo. A veces la estructura está pensada de antemano, y otras, como éste, que tenían varios textos, armé algo que en su deformidad tenía una estructura y que me parecía entretenido.

¿Y qué te gustaba del título?
— Lo que me gusta, creo, es que retrata mucho el ánimo de los textos: eso de que todo puede ser mejor en otra parte, de alguien que quiere llegar a Santiago para ver la ciudad pero se encuentra con un gallinero, de querer lograr algo pero echarse para atrás. La foto de la portada, que es de Martin Parr, también tiene ese mismo ánimo.

 — Sobre la parte de las gallinas, da la impresión que los personajes están obligados a tener que convivir con la realidad. ¿Es así?
— Las gallinas, en ese texto, median la realidad. Son el medio para que el protagonista se relacione con Santiago. Hacen de puente con la realidad, pero tiene, a la vez, el correlato de esta cosa media new age de la aspiración por volver a la naturaleza. Es, en gran medida, la paradoja de volver a la gran ciudad, a la metrópolis, al cemento, y terminar viviendo frente a un gallinero, medio encerrado.

 — Naciste en Talcahuano. ¿Te interesa algo de ese paisaje?
— Yo llegué a Santiago viejo, a los 22 años. Para mi los espacios del sur siempre están dando vuelta. Giro en torno a ellos, y me resultan muy naturales, justamente, porque son un poco marginales, fuera del centro.

 — Sobre el paisaje, a los personajes parece que les importa más mirarlos que estar en ellos.
— Creo que todos estos personajes, como los de Material rodante, son gente que mira y que tiene una posición pasiva y distante frente a la realidad. Son textos medios irónicos, y la ironía se da con esa distancia. Tiene que ver, también, con que esos narradores se sienten mucho más cómodos con no acercarse tanto, con mirar la tele, por ejemplo. Es como si la vida no fuera lo que pasa afuera, sino lo que pasa dentro de sus casas.

 — También, de que estando ahí se vuelven más honestos. ¿Te interesa la honestidad en tu escritura?
— Estoy muy en contra de la honestidad y de la sinceridad. No en la vida privadada, por supuesto. Para escribir libros trato de que el texto sea lo mejor posible, y si es falso y eso lo hace mejor, que sea falso. Si es cínico y eso lo hace mejor, que sea cínico. Trato de pensar más en el texto en si yo estoy siendo sincero. Por otra parte, tampoco sé lo que pienso y cambio de ideas cada tres minutos. El principio de la honestidad supone que la literatura es un instrumento para decir "la verdad",  y a mi me interesa más las cosas lindas y los textos lindos.

Muchos suenan autobiográficos, de todos modos.
— No me interesa escribir mi autobiografía ni leerla. Sin embargo, sí me interesa mucho leer diarios. El diario es un género más o menos confesional y me gusta su estética. Por eso, quizás, me gusta jugar con ese género. Aún así, y aunque los textos tienen muchas cosas biográficas, no me interesa andar contando mi vida, y de hecho trato de taparla mucho, en pequeños detalles que no son importantes para nadie.

También está muy presente la academia. ¿Te gusta ese ambiente?
— No me gusta nada ni me interesa, pero es lo que tengo cerca. Es un mundo que conozco en detalle, y como soy muy obsesivo puedo dar vuelta a cosas que me van pareciendo fascinantes y entretenidas. Quizás si fuera carnicero me interesaría por eso y encontraría un punto en el que me puedo entusiasmar. La academia es un trabajo burocrático, más o menos aburrido, que tiene sus cosas buenas o entretenidas, pero como cualquier otro trabajo.

¿Tampoco ser parte de la tradición de escritores sobre la academia?
— No. En mis textos la academia puede representar el contexto, el paisaje o el lugar, pero lo importante es la neurosis o la locura del personaje. Si en vez de académico hubiera sido un profesor o un abogado pasa lo mismo. En cambio, en Nabokov o en Donoso, por ejemplo, la academia se problematiza. Deja de ser un decorado y pasa a ser un tema.

 — Pero si te interesan más los espacios cerrados.
— Eso se repite mucho más: el que está mirando, el espectador, el testigo, el observador, el que opta por la distancia y no quiere vivir. Me interesa esa pasividad, que bordea con la cobardía por un lado y con la intelectualidad por el otro, y que toma una posición de timidez frente a la vida.

¿Y cómo convives con tener que escribir para muchos medios, además de escribir estos textos?
— Con mucha angustia. Siempre estoy escribiendo en géneros y en tonos distintos. A veces escribo columnas, tengo que hacer una conferencia o un paper. A veces se me ocurren chistes cuando estoy revisando una tesis, por ejemplo, pero no los puedo poner. Siempre me ha tocado tener varios ocupaciones que me obligan a ir escribiendo en formatos distintos o tonos distintos. Al comienzo no me gustaba mucho, pero ahora logré cierta agilidad para importar voces.

Has dicho que no te importan tanto las historias. ¿Te interesa la filosofía, por ejemplo?
— No me interesa la filosofía. Hay, por supuesto, obras interesantes en el siglo XX, como Wittgenstein, pero más allá de eso la filosofía ha tenido un hilo medio estéril. El ensayo, en cambio, sí me fascina: el ensayo es mucho más torpe, más libre, más híbrido. La filosofía, por otra parte, busca una respuesta, pero el ensayo solo da vueltas. Le dan lo mismo las respuestas y se puede hablar sobre cualquier cosa. Creo que mi acercamiento con las ideas es más con el ensayo, desde Montaigne en adelante, algo medio diletante, digresivo, y que la idea sea un poco el protagonista. Lo otro que pasa es que trato de pensarme como un lector de libros. No me gusta leer novelas, ensayos, o filosofia, sino que leer libros. Y trato, a la vez, de escribir libros, y así puedo colar en ellos cosas que no sé muy bien lo que son. Hay cualquier cosa adentro de Hay un mundo en otra parte, y eso, si lo pienso también tiene que ver con el ensayo, con la libertad del ensayista. El ensayista escribe con libertad, y a mi me gusta leer con libertad.

 

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Cuaderno adversativo

Adelanto del libro "Hay un mundo en otra parte" Por Gonzalo Maier

 

Estaba seguro de que ese era el camino correcto para llegar al italiano de confianza -insistí con que conocía muy bien la ciudad, que había vivido varios años en ella- e hice que todos me siguieran por una calle y por otra, hablando maravillas de los rigatoni o los cavatappi alla puttanesca, pero al final estaba perdido y nos contentamos con un par de wafles secos.

Ahora que lo pienso, la obsesión por el fin de la especie -el armagedón, el apocalipsis, el calentamiento global, blablablá- solo responde a un deseo atávico que se podría resumir así: voy a morir, sí, vale, muy bien, pero que se mueran todos.

Cuando era chico quería ser pintor porque pensaba que los artistas vivían en estudios grandes, bien iluminados, rodeados de manchas de colores y mujeres en pelotas, pero me hice escritor porque me pareció más fácil.

 Tampoco es que sea tan fácil, pero al menos lo parece.

A todo esto: dicen que las apariencias engañan, pero si se insiste durante el tiempo necesario cualquiera se transforma en lo que aparenta.

 Le decía que era por trabajo, que no quería -incluso fingí mi mejor voz de aburrimiento para repetirle que daría cualquier cosa por no tomar ese avión-, pero en realidad quería irme lejos, viajar, desaparecer un par de días, y no me animaba a decir la verdad.

Yo la quise, pero ella no.

Llegué hasta la tienda a comprar esos pantalones que usa medio mundo, pero apenas me ví reflejado en el espejo, justo con otro tipo probándoselos allá atrás, me bajó una sensación de ridículo que debiera ser invisible a todas las modas.

La boleta dice que devuelven la plata en treinta días, pero es mentira.

Una vez tomé un tour por el Amazonas, pero al poco rato estaba arrepentido: me parecía una idiotez tener que seguir a alguien.

Mi empresa de turismo funcionará al revés: la gente pagará, pero para que la sigan.

Durante mi infancia tuve tres perros, pero quise solo a uno.

Hoy un niño con cara de perdido me preguntó dónde estaba la Universidad Central y sin pensarlo mucho le dije que caminara diez o doce cuadras en tal dirección, y apenas lo perdí de vista caí en cuenta de que el edificio estaba en otro lado, uno muy distinto, pero ya era tarde y durante el resto del día no me pude quitar la culpa de encima.

He estado dos veces en Brasil, pero no recuerdo nada.

 Llegué temprano a la inauguración, pero me dio vergüenza entrar -había poca gente e iban todos muy bien vestidos- y me dediqué a dar vueltas por Lastarria esperando a que pasara el tiempo.

El señor de la verdulería quiere saber qué me parecieron los tomates de la semana pasada, pero la pregunta me pilla de sorpresa y lo miro con la boca abierta, tal vez durante demasiado tiempo.

No quería -insistí durante semanas que era técnicamente imposible-, pero esta mañana cambié con un éxito rotundo la llave del lavaplatos.

Tuve muchas ideas y muy buenas, pero la adultez terminó con ellas.

Durante años pensé que apenas volviera a vivir en Santiago tomaría desayuno en los pequenes Nilo, e incluso me haría asiduo al local, pero luego llegué y me pareció que quedaba muy lejos y que tanta cebolla me daría acidez.

Tuve muchas ideas y muy buenas, ahora que lo pienso, pero la acidez también terminó con ellas.

No he leído sus libros, pero me parece muy linda.

Suelo tener tincadas, corazonadas o intuiciones -da igual cómo se llamen-, pero rara vez los tomo en cuenta.

Hay lugares a los que me gustaría viajar, pero nunca lo hago: Valdivia, Lima, el Cajón del Maipo.

El capitalismo en una escena: no necesitábamos el auto, vivíamos muy bien sin él -la ciudad era más chica y no podíamos comprar nada que pesara más de diez kilos-, pero luego descubrimos otro mundo y ahora nos queda muy grande.



 

 

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Hay un mundo en otra parte. Gonzalo Maier. Random House. 112 págs.
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Publicado en Suplemento Ku, 6 de mayo de 2018