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Gonzalo Maier | Autores |


 

 

 




Leyendo a Vila-Matas (LOM Ediciones)
2011, 92 páginas

[Extracto]

Por Gonzalo Maier


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Los wafles los descubrí en Bélgica. Son parte del mobiliario turístico pero curiosamente también de la vida diaria. En cualquier calle, sobre todo en Meir o en Wapper, siempre podrás encontrar a un niño o a una señora caminando tranquilamente con un wafle en la mano. Es raro. El primer año no los probé en parte porque odiaba Bélgica y en parte porque mi duodeno me estaba matando. Por lo mismo seguí a pie juntillas una dieta hiperhospitalaria y comí básicamente comida de hippies. Una miserable sopa o un pedazo de pan volvían loco a mi páncreas y él se encargaba de echar a perder el resto del sistema digestivo, partiendo por mis escasas horas de sueño. Entonces tuvo que pasar mucho tiempo para que pudiera probar un wafle. Pero los probé e incluso, en algunos momentos en los que el trabajo era más fuerte y el frío más intenso, me volví adicto a los que hacía un belga xenófobo en la esquina de Lange Herentalsestraat. Él, en un comienzo, no me quería vender porque yo le trataba de comprar chapuceando en holandés. Entonces el tipo se limitaba a poner cara de pavo y a hacerse el desentendido, pero finalmente terminó cediendo siempre que le hablara en inglés. Así son los fascistas belgas. Y son muchos. Esa misma historia se la cuento a la Niña Poste mientras terminamos de comer nuestros wafles y ella asiente con la cabeza como si realmente estuviera interesada. Y es raro, porque ni a mí me interesa. Para decir la verdad, mientras hablo con ella no dejo de pensar en Paz, en mi vecino y en la parte de la historia que acabo de omitir.
Es que Vila-Matas también me interesa por otras cosas. Quiten el “también”. Vila-Matas me importa por dos o tres hechos que no he mencionado. El primero y más personal, quizá íntimo, pasó hace ya siete u ocho años. Por esos días yo era muy joven y muy idiota. Además llevaba el pelo muy corto, acababa de publicar una mísera novela a los 19 años y no sabía si alguna vez sería capaz de escribir un buen libro o, por lo menos, un conjunto decente de cuentos. Pero como colaboraba en un diario no fue muy difícil. Únicamente me levanté del asiento, caminé veinte metros hasta donde Carolina, la chica que escribía de libros en El Mercurio, dije una mentira piadosa y en un papel me anotó el correo de Vila-Matas. Era evilamatas@terra.es. Y a esa dirección le escribí.
A estas alturas no será un misterio: Quería su aprobación. Su visto bueno. Que su bendición borrara de un sopetón todas mis dudas. Por eso mismo, después de un par de correos que él contestó muy amablemente, le envié dos o tres cuentos seriamente malos. Resumiendo y para que se rían un rato: Tras sus comentarios, claramente falsos y generosos, creí que podía llegar a ser escritor y lo intenté con más ganas que nunca. Estupideces. Pero fui muy feliz.
Claro que también Vila-Matas me interesa por otros motivos. Recuerdo que mi primera lectura de sus libros coincidió con la época en que conocí a Paz. Y la imagen que guardo de esos libros, como de muchos otros discos o películas, es incomparablemente hermosa y ligada a ella. Por eso cuando leo o escribo sobre Vila-Matas no siempre leo o escribo estrictamente sobre Vila-Matas.
No sé si se entiende.
A veces, por ejemplo, cuando escribo de Vila-Matas escribo también sobre ella.
Ella es Paz.
La conocí hace diez años, cuando no me parecía al que soy ahora. En el 2001 tenía 20, vivía en el tercer piso de la casa de mis papás y salía con su mejor amiga. También tenía miedo, mucho miedo. Miedo, por ejemplo, de las esquinas oscuras, de no transformarme en escritor, de las arañas, de ser eyaculador precoz o de verme rechazado por el Sacrosanto Mundo de las Letras. En otras palabras: De no llegar a ser quien yo, en esos años, pretendía ser.
Y ahora, cuando tengo otros miedos, sé que con ella me transformé en uno que no se parece al que quería ser, pero sí en otro que me cae bastante mejor.
Supongo que durante muchos años –y esto lo he descubierto hace poco, pedaleando sobre mi bici camino a la estación de trenes—, fui un imbécil y como todo imbécil una mala persona y como toda mala persona era quizá cuántas cosas más. Para ponerlo en términos simples, abusaba cinematográficamente de los juicios universales y tenía una debilidad adictiva, acelerada y violenta para abandonar a los amigos que había hecho en mis pocos años de vida.
Entonces ahora, después de conocerla, puedo decir que soy otro. La versión adulta y calmada del anterior. No les diré que Vila-Matas y sus libros estuvieron ahí en el centro, mediando el modo en que descubrí el mundo real —no se trata de exagerar—, pero al menos coincidió con una época.
Me gusta pensar que por eso también lo leo.
No sé exactamente en qué momento fue, pero creo que cuando mi wafle se estaba acabando, empecé a contarle todo lo anterior en voz alta a la Niña Poste. Y mientras ella aún estaba sentada contra la barra de la cafetería sin saber qué responderme, sorprendida por esta avalancha de sinceridad, le dije que por eso también viajaba a entrevistar a ese señor.
Lo de recién no son cosas que haga muy frecuentemente.
De todos modos, más allá del sentimentalismo, hay una tercera razón por la que durante años he leído a Vila-Matas: Sus ficciones siempre han funcionado como una guía de lecturas o como una gran biblioteca que me lleva corriendo a otras bibliotecas. Son relaciones endogámicas, lo sé. Son lugares comunes, lo sé. Pero Bartleby y Compañía, El viajero más lento o Doctor Pasavento me parecen libros sencillamente irresistibles y adictivos que me llevaron a descubrir a muchos escritores que hoy no sólo están entre mis favoritos sino que también inundan mi pequeña biblioteca portátil. Así di con Gide, Tabucchi, Walser, Pessoa, y por su culpa hasta releí con otros ojos al Joyce que tanto me aburrió en mis años de estudiante.
Eso, que debiera ser el consejo de un buen y fiel librero, también lo aprendí leyéndolo.
A veces, cuando me toca dar alguna clase a los alumnos más avanzados, generalmente a tipos que ya están estudiando español, abuso de una idea de Piglia que viene muy bien al caso. El escritor argentino, en alguna parte de Formas breves, cuenta cómo la crítica literaria, cómo el miserable hecho de leer a otros, cómo sumar deportivamente lecturas en el cuerpo, también puede ser una forma postfreudiana —¿postmoderna?— de biografía. O de autobiografía.
Yo también cuando escucho a alguien decir “postfreudiano” o “postmoderno” pienso en salir corriendo a un bar que quede muy lejos, en subirle el volumen a la música y en jurarme que con esa gente no me debiera juntar más.
Pero esta idea es linda.
Leo, luego existo.
Mi otro médico, el que ve mi duodeno, Fadic, una vez dijo que uno es lo que come y acá, con los libros, quizá pasa lo mismo. Uno es lo que lee.


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