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Guillermo Martínez Wilson | Autores |









CARRETÓN PANADERO


Guillermo Martínez Wilson



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Con el frío de la mañana dolían las manos y la cara. Un fino humillo salía de su respiración, así como del cuerpo del animal al que le estaba ajustando las varas del carretón. Para él era una rutina diaria con escasas variaciones, solo que ahora en invierno los dedos se ponían torpes y se congelaba la nariz.

Revisó las hebillas comprobando que todo estuviera en orden. Tomando el caballo por el bozal, lo obligó a retroceder hasta quedar entre las varas. Levantando el carretón terminó de fijar las cadenas de tiro a la pechera, pasó las riendas por las argollas de la montura y las fijó al cabezal. Finalmente, dio una palmada cariñosa en el cuello grueso del caballo, que hoy estaba más dócil que de costumbre; era buena señal, pensó. Subió al carretón y partió para instalarse frente al portón de carga. Entonces escuchó que lo llamaban desde dentro de la panadería —Apure pué iñor, ya son más de las cinco.

Descendió rápidamente y puso el freno a la rueda para fijarla. Se palpó el bolsillo y constató que aún estaba ahí la carta que había recibido y pensó en Carlos; lo podría encontrar al medio día, eran amigos, él se la leería. Con los otros no tenía confianza y además, ellos tampoco sabían leer. 

El sol comenzaba a emerger por encima de los cerros, podía contemplar los árboles a ambos costados del camino con sus ramas deshojadas como muertas. Cuando se detuvo frente a la primera casa del reparto matutino, dio un pitazo corto y descendió para coger el canasto que traía en el pescante del carretón. Sintió ruido detrás de la puerta; alguien levantaba las trancas y descorría el cerrojo. Volvió a comprobar que la carta estaba en su bolsillo. —Putas— dijo, y pensó que debía esperar hasta el almuerzo para encontrar a su amigo.

Se abrió la puerta y salió una mujer gorda, despeinada, arrebozada en un chal raído. —Ya, pase, hoy llegó un poco más tarde casero— le increpó con una voz chillona. —Buenos días… igual usted todavía no se había levantado— le contestó y entró cargando la canasta, depositándola encima de un mesón. Miró a la mujer y dijo —200 hallullas y 200 marraquetas— Ayer me faltó pan— señaló la mujer —Si a la vuelta le quedan, puede que deje 50 más.

Antes de llegar a su siguiente entrega se detuvo, bajó y se quedó un rato junto al carretón para dejar descansar al caballo que sudaba y que parecía envuelto en una tenue neblina. Al parecer el día había decidido vestirlo todo con un color gris invierno.

Vio a unos hombres que trabajaban la tierra. Se acordó de su padre y de cuando le ayudaba en el campo. El caballo empezó a moverse buscando el pasto de la orilla del camino y a ramonear haciendo sonar el bocado del freno. Observó ensimismado a los percherones que bajaban la cabeza y se tensaban tirando del arado, también esa tierra negra que ahora se abría y a las aves, que revoloteaban en busca de propia cosecha de lombrices. Después calculó los panes que quedaban. Al ojo ya sabía que sus dos últimos clientes recibirían la cantidad diaria que esperaban. Así emprendió el último tramo. Norma, su novia, lo estaría esperando para recibir el pan. 

Con un trote rápido y seguro, el caballo atravesó la arboleda de nogales hasta una antigua construcción rodeada de coloridas flores y de un finísimo césped. Al llegar, el equino se instaló frente a la puerta, como hacía en todas las paradas, respondiendo a los reflejos adquiridos a través del tiempo y la práctica.  

Esperó un rato frente al portón y al no venir Norma a su encuentro, entendió de inmediato el mensaje; ella estaba sola. Se apeó de un salto del carretón, lo aseguró y se fue a la parte de atrás de la casa, directo a su habitación. Se sonrió al ver la blanca bolsa del pan colgada en la manilla de la puerta, a modo de invitación y como una promesa de que nadie vendría a molestar.

Habían esperado varios días para poder estar solos; ahora por fin salían del dormitorio arreglándose la ropa. Cruzaron toda la casa hasta la puerta del frente, afuera el caballo dormitaba. Subió al carretón y preguntó riendo “Cuánto pan le dejo señorita”. Ella, haciendo un gesto coqueto respondió —Solo cuatro, para mí y don Jerónimo, los patrones traen pan del centro. Los sábados y domingos dejamos más, tú sabes, ellos mandan— y dio un suspiro. Te veo cuando pase de vuelta ¿Puedes salir a la calle a esperarme? —A qué hora— preguntó ella con malicia, sabiendo que para ese momento ya habría gente en la casa. Mientras pensaba en el tono de la pregunta, se acercó al caballo desde atrás, con cuidado, pasando su mano por el anca y acomodando una correa retorcida del arnés y dijo —Este es mi mejor compañero de trabajo, el que más vale, si quieres vengo… Mejor no —dijo Norma— alguien puede preguntar por qué estoy allá contigo. Mira, ahí viene don Gerónimo con su carretilla.

Se despidió de la joven, tomó las riendas y azuzó al caballo con el ruido seco de sus labios; el que de inmediato se puso en marcha. En la entrada se detuvo y esperó a que el anciano se acercara para saludarlo. ¿De dónde viene con esa carretilla tan llena de plantas don…? De aquí cerca hijo, me las habían prometido y ahora las plantaré para la señora, estas a ella le gustan mucho. Sí, son muy bonitas y usted debe tener buena mano para que salgan bien. Mano dulce, me decían antes. Aunque viejo todavía se me dan las plantitas. Se fijó en las ojotas del viejo y en el paño blanco que llevaba alrededor de la cintura como un mandil. Recordó a su padre y a los otros campesinos que lo llevaban como faldas para tapar sus ropas parchadas de pobreza. El viejo le señaló el caballo —Muy bonito animal, se ve que lo cuida. Es el que más quiero, se llama Ballaceto, me gustaría que fuera mío, nos entendemos muy  bien, sabe, le falta puro hablar —riendo. Si yo me fuera, cualquiera podría remplazarme como repartidor, basta dejarse llevar en el carretón, se conduce solito, se detiene en cada lugar donde hay que dejar pan. Entonces, se acordó de su carta y que ya debería estar tomando el camino de regreso, pero aún le quedaba la última casa.

Entró por un camino arbolado hasta un magnífico chalé. Detuvo el caballo y saludó a la mujer que esperaba el pan; era la hermana soltera de la dueña de casa. Se quedó sentado en el carretón y ella abajo inmóvil, retadora, mirándolo a los ojos. Respiró profundo, se dio ánimo y trató de decir algo, pero tartamudeó y solo le salió ¿Cuántos... cuántos panes le dejo? Ella contestó con unos agrios —Buenos días— y se produjo el silencio. Un instante después —Deja 24— ¿Tantos?  Estos son todos los que me quedan. Le pidió la bolsa y al tomarla sus manos rozaron; un choque eléctrico le subió por el brazo. Solo me quedan 17 panes, como siempre usted deja 10. Ya, no importa, es que llegaron unos sobrinos de visita y le señaló un automóvil estacionado. Mañana trae dos docenas, porque estarán aquí varios días. Se miraron fijamente.

En ese momento, por el costado de la casa apareció un adolescente alto y muy delgado. ¿Es bueno? Preguntó entusiasmado indicando a Ballaceto —Sí— Quiso decirle algo a la mujer, pero ella se adelantó —No olvide, mañana son 2 docenas— y se despidió. ¿El chico la dejó pasar y dijo —Mi tía se preocupa sabía? Estaba esperando muy atenta, para venir a recibir el pan—, mientras ella, con el ceño fruncido, se dirigía de vuelta a la casa, sin hacer caso a las tonteras del muchacho.

Tomó las riendas, salió de vuelta a la calle principal y partió hacia el fundo donde trabajaba el amigo que le podría leer la carta. Al llegar lo buscó hasta que dio con él. Este se esforzaba por soltar la tuerca de una máquina medio desarmada, junto a un viejo tractor que estaba con el motor encendido. Se le acercó saludando casi a gritos pues el ruido ahogaba su voz; la sacó del bolsillo y se la enseñó. Ah, una carta —Sí, léamela— Le pidió casi angustiado. Carlos se levantó, se limpió la grasa de las manos con un puñado de estopa y le hizo una señal para que lo siguiera hasta otro patio lleno de camionetas y corretones abandonados. Buscaron un sitio donde sentarse; decidió apoyarse en el tapabarro de uno de los viejos vehículos.

Páseme la carta amigazo. Miró el sobre y dijo —Es de tu hermana. La abrió y la leyó rápido, solo para él. ¿Qué dice? —Es de Adriana, dice que debes volverte al fundo a ocupar el lugar de tu papá, a trabajar en el puesto de él… y lo más pronto que puedas. Carlos vio la cara del hombre inundada de terror e impotencia, como durante el final de un naufragio —Tranquilo compadrito… escuche toda la carta. 

Querido hermano
Le escribo para saludarlo y contarle que la mamita está muy enferma y el papá casi no puede trabajar, su espalda… Ella me pregunta cuándo se viene, porque don Gonzalo ya dijo que si el papá no puede trabajar, necesitará la casa para otro inquilino, ya ha venido dos veces en busca de respuesta y le hemos dicho que usted llega pronto… El dinero que mandó lo recibimos, muchas gracias. La tía en el pueblo dice que nos pasa una de sus piezas por mientras, pero la mamá piensa que hará con las gallinas y sin su huerto, no quiere dejar esto y el papá no dice nada.  Si se viene luego, el patrón no hará más problemas por la casa.
                                                                                                       Su hermana Adriana

Se quedó callado sintiendo toda la injusticia sobre su cabeza y miró a Carlos, como pidiendo ayuda. ¿Tu padre es inquilino ahí? Tienes que pensarlo bien, no hay sueldo, solo una rancha y talaje para un animal, un trabajo de mierda —Dos sacos de papas y uno de porotos para el año— respondió. Para conseguir plata hay que rebuscárselas con otras cosas ¿Cuáles? No sé, podar viñas, amarrar tomates cuando es época, vender los domingos en la feria gallinas y otras cosas, así se vive en el campo —Más bien se muere— dijo Carlos. Yo mi amigo, de mecánico me mando solito, cobro y chao. Tú eres avispado, si te tomara de ayudante aprenderías rápido y después, libre como los pájaros, con los patrones de lejitos, como estos de aquí y le indicó la casa del fundo. Yo les arriendo este galpón, aquí trabajo con gusto, a veces por poca plata, pero claro… siempre será mejor que de inquilino, que si no sirves ¡pah fuera!, una mierda de vida. Toma, no olvides tu carta.

Ese día él y Norma llegaron temprano al Terminal de Plaza Almagro, de ahí salían los buses que se dirigían al sur. La dejó por un momento cuidando los bultos y las maletas, caminó unos metros y se quedó mirando la cúpula de la Iglesia de Los Sacramentinos, como tratando de fijarla en su memoria. Podía escuchar el ruido de los vehículos de transporte partiendo hacia sus destinos, las voces de los viajeros que llegaban para iniciar algo nuevo y las de los otros, esos que como ellos, dejaban la gran ciudad. 

De vuelta al campo a ocupar el lugar de su viejo, pensaba. Tal vez tendrían una mejor vida si se quedaban en la capital. Pero no, no podía decidir, no había elección; tenía que salvar la casa, impedir que otros la ocuparan.




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