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Morir en primavera
Gonzalo Millán entra en el reino del silencio. Su poesía habla por él

Por Manuel Silva Acevedo
Publicado en revista Cuadernos, N°59 (Stgo. 2006)


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¿Pero de qué habla la poesía de Gonzalo Millán? Creo, en primer lugar, que habla del obstinado empeño de su notable inteligencia por arrancarle a las palabras su significado más recóndito, descifrándoles el aura como si fueran entidades que cobran vida al solo conjuro del prestidigitador que es el poeta. Pienso que también habla de su orfandad, de su juego de niño solitario con las letras, las palabras y las imágenes que éstas van formando. Y lo principal, de su casi total prescindencia de la metáfora, esa muleta retórica que se ha prestado para tanta verborragia. La mejor metáfora es la cosa misma, Pound dixit. Mas no es mi propósito y carezco de la formación académica necesaria para examinar con erudición su poesía.

Sólo citaré escuetamente algunas impresiones desarrolladas por el profesor Mario Rodríguez Fernández, de la Universidad de Concepción, que comparto:

"Jaime Quezada, Floridor Pérez, Omar Lara, Manuel Silva Acevedo, Federico Schopf, Gonzalo Millán son grandes constructores de pliegues. Tal vez sea el último el que construye los pliegues más débiles, porque va en una línea de fuga destructora hacia los límites. En Millán el lenguaje poético se desata (se despliega) en la violencia del cuerpo, del grito (...) y avanza hacia el desgarramiento de todos los pliegues. Millán es el poeta de los sesenta en Chile más atraído por el vértigo de las orillas y su vacío irrespirable")[1]

Por lo que a mí atañe, intentaré abordar la difícil tarea de escribir sobre el amigo y el compañero de generación, cuando su muerte la tengo todavía atragantada y quizás no encuentre la distancia emocional suficiente para referirme con ecuanimidad a su vida y a su obra. Sólo sé que desaparecido el artista, necesariamente hacemos el inventario y el balance de sus trabajos y sopesamos el valor de aquello que entregó al juicio de la improbable posteridad, esa misma posteridad a la que el poeta Enrique Lihn solía aludir con indisimulada sorna.

Para empezar, diré que Gonzalo, tantas veces afectado por los altibajos de su destino, siempre me hizo recordar aquel aserto del escritor norteamericano Henry Miller sobre el poeta Blaise Cendrars. En su obra Los libros en mi vida, Millán afirma que Cendrars vivió en este mundo "con la vela encendida por los dos cabos", consumiendo su existencia a una velocidad e intensidad inauditas, sin reparar en los costos del desgaste. Pues bien, a su manera, me parece que Gonzalo hizo otro tanto. Con la misma avidez con que aspiraba el humo de sus incontables cigarrillos —tal como aparece retratado en sus Trece lunas (FCE, 1997)— apuró la copa de la vida hasta agotar las últimas reservas. Entonces aceptó la muerte con singular entereza, confiado en reencarnarse o en intentar escapar de la rueda ilusoria de Samsara, según expresó en sus últimas entrevistas.

Es que por un cabo de su existencia. Millán absorbía la realidad, los seres, los lugares y las cosas mediante la lúcida percepción de quien contempla los fenómenos con la acuciosa objetividad de un investigador, pero haciendo intervenir todos los instrumentos de sus sentidos, sobre todo la visión, al punto de exacerbar la agudeza de su mirada hasta condensar el fenómeno poético desnudo, desprovisto de todo adorno, capaz de expresar la mayor cantidad de cosas con el mínimo de palabras, como él mismo señalaba. Esta operación le significaba una concentración intensa y hasta enervante en su trabajo, y todo lo demás quedaba de lado. Sólo el cigarrillo, como el bastón blanco del (en este caso) vidente.

A propósito, siempre me acuerdo de su apreciación de la cerveza bebida a mediodía, bajo el sol, extinguiendo la resaca de la noche anterior. Según él, al igual que en una ascesis mística. tres eran los estados contemplativos inducidos por una cerveza helada: arrobo, embeleso y éxtasis, aunque Gonzalo siempre acudió a su mesa de trabajo guardando la sobriedad necesaria como para no dejarse deslumbrar por los falsos destellos de un estado alterado de conciencia. Por el otro cabo, Millán sufrió más de alguna vez en carne propia la maldición del poeta como inadaptado a las convenciones sociales, al ordenamiento académico, laboral y familiar, afligido por sus propias carencias afectivas y acosado a lo largo de toda su vida por el espectro de una madre suicida.

Mami,
. . . . . La próxima vez
. . . . . No manches por favor
. . . . . Mi cepillo de dientes
. . . . . Con sangre

(del poema "Recado bajo un magneto en un refrigerador Crosley")

Duro fue el precio que un artista de espíritu libre como Gonzalo debió pagar por sostener en alto la autenticidad y sensibilidad de su escritura. "Todos los artistas se supone que son hijos de Saturno, viven bajo el Sol Negro, como dice la Kristeva en un libro muy lindo sobre la depresión, y ellos sufren la pesadez del plomo, el saturnismo, que es el peso, la gravedad de vivir", expresó Millán en una entrevista concedida a propósito de la aparición de su Autorretrato de memoria (2005).

Para él, el autorretrato iba de la mano con la autobiografía. De modo que sus talleres de ejercicio autobiográfico fueron verdaderos laboratorios de autoconocimiento y ejercicio de la conciencia de sí no sólo para sus alumnos, sino también para el propio maestro (cómo olvidar su generosa solidaridad con mi mujer cuando ella estuvo enferma). De lo que no cabe duda es que Gonzalo tenía la más plena conciencia del valor de la obra poética que fue construyendo a lo largo de casi cuatro décadas, más allá de los desajustes y desarreglos de su vida personal.

Pero lo cierto es que los regueros de fuego de ambos cabos terminaron por encontrarse y entonces él asumió su próximo fin en este mundo como una nueva veta de exploración. Recuerdo que meses antes de su deceso, en el cumpleaños de su compañera, María Inés Zaldivar, donde Millán fue el portador de la torta con velitas, me dijo en un aparte que no sentía miedo, "curiosidad es lo que siento, porque por fin voy a conocer el gran misterio". También la muerte era materia de su poesía, e iba tras ella dispuesto a desentrañar su secreto, como lo demostrará su obra póstuma.


El más joven de los poetas sesenteros

Conocí a Gonzalo Millán a fines de los años sesenta, cuando todo bullía a nuestro alrededor. En todo el mundo, la sociedad era sacudida por la efervescencia cultural y política; la juventud encabezaba vibrantes movimientos que rompían todos los moldes en lo político, la música, la sexualidad, el pelo y la vestimenta, para no hablar del impacto psicodélico del hippismo, la marihuana y el LSD. Gonzalo había hecho en Concepción sus primeras armas como estudiante de literatura y poeta integrante del grupo Arúspice, y su libro Relación personal (1968) le granjeó de inmediato un lugar en las filas de los poetas "emergentes", como se llamó a nuestra promoción, en la que figuraban numerosos nombres cuya trayectoria literaria se ha extendido hasta nuestros días, tales como Óscar Hahn, Floridor Pérez, Hernán Lavín Cerda, Omar Lara. Enrique Valdés, Jaime Quezada, Oliver Welden, Waldo Rojas, Raúl Bruna, Walter Hoefler, Hernán Miranda, Eduardo Embry, yo mismo y otros que ahora se escabullen de mi frágil memoria.

Sobre esta promoción emergente, el poeta Waldo Rojas dirá: "Los años del decenio de los 60 y comienzos de los 70 eran otros tiempos, cuando nosotros mismos llevábamos con naturalidad el epíteto de jóvenes junto al apelativo de poetas y no éramos probablemente muy diferentes de los de todas las épocas desde que la seducción del arte de la palabra encontró en la juventud su terreno más propicio. Como otros jóvenes habíamos llegado a la poesía por el camino natural de la lectura -actividad productora de sentido tanto como la escritura- y la admiración de algunos poetas consagrados. Todo el rigor y la hostilidad de la prosa del mundo no habrían sido suficientes para disuadirnos de entrar en poesía y persistir a nuestra vez en el empeño pasablemente incongruo de insistir en prestar a la sociedad un servicio que la sociedad jamás nos había pedido". [2]

Con Gonzalo solíamos encontrarnos en casa de Antonio Skarmeta y Cecilia Boisier, en la calle Pedro Torres de Ñuñoa, donde los ingenios brillaban y todo se volvía entusiasmo y creatividad. El futuro nos hacia engañosos guiños que ninguno de nosotros se atrevía a poner en duda. En el Instituto Pedagógico, donde varios de nosotros estudiábamos, éramos tan populares como los Beatles, al menos eso era lo que nosotros creíamos. De ahí que a nadie extrañara la unión de Gonzalo con Cecilia, una bella estudiante de ese Instituto frecuentemente conmocionado por los estertores sociales de la nueva era que pugnaba por parir un corazón, para usar la expresión del cubano Silvio Rodríguez. Poco después lo visité en una hermosa casa soleada de la calle Gutemberg, a los pies del cerro San Cristóbal, un barrio que siempre gozó de su predilección (sus cenizas fueron esparcidas en los faldeos del cerro, según su última voluntad). Su mujer salía a trabajar y Gonzalo se ocupaba en sus experimentaciones de poesía visual sin moverse de casa. Recuerdo que me atrajo especialmente uno de sus trabajos. Con los fondos de numerosas cajitas de fósforos pegados sobre una lámina de cartón de unos 40 x 40 cm había diseñado una suerte de retablo compuesto de celdillas dentro de las cuales había variados y disímiles pequeños objetos de diversos colores y formas. "En cada compartimento ocurre un poema distinto-me dijo- pero el conjunto es un solo poema", que ahora asocio con este fragmento de su poema "Juego de Niños":

En cada célula, cada casita
hay un papá con una mamá
y una guagüita en su cunita
repetida, única, infinita


Días de furia

Luego vinieron los días tumultuosos y turbulentos de la Unidad Popular, en los cuales supongo que nos habremos encontrado en más de alguna manifestación, marcha, asamblea o qué sé yo, pero no lo recuerdo con exactitud. El hecho es que me hallaba absorbido por mis tareas publicitarias en la Editorial Quimantú y vivía el desgano de mi propio quiebre institucional (matrimonial), de modo que lo perdí de vista en esos álgidos mil días. Hasta que llegó el golpe y cada uno de nosotros quedó librado a su suerte o a su muerte. A poco andar me enteré de que Gonzalo se había exiliado con su mujer y su pequeña hija Sol. Tras un breve paso por Costa Rica, Millán seguiría rumbo a Canadá donde más tarde cofundaría las Ediciones Cordillera junto con otras escritores chilenos exiliados: José Leandra Urbina, Raúl Barrientos y Naín Nómez, entre otros.

Con asfixiante agobio y espeluzno pasaron los primeros seis años de la dictadura. Fue entonces que Millán se atrevió a hacer su primera incursión en Chile. El caso es que hablamos por teléfono y quedó en visitarme en mi reducto de Las Vertientes, en el Cajón del Maipo. En Las Vizcachas estaba la barrera policial: desde allí hasta la frontera con Argentina en territorio militar, de modo que uno dormía literalmente debajo de la cama del enemigo, como solía hacer Pancho Villa en el país de los "hueros" que lo buscaban para matarlo. En buenas cuentas, era el lugar más seguro. Fue una jornada inolvidable entre dos compañeros poetas. Margarita, mi ama de llaves, se lució con un criollo pastel de choclos, bebimos nuestros vinos y luego salimos a deambular por los caminos y senderos rurales, atravesamos el río Maipo y sin permiso patronal nos internamos en "la nogalá", formada por cientos de nogales en el fundo El Principal de Pirque. A lo más arriesgamos un escopetazo.

La caminata nos permitió ponernos al día respecto de nuestras vidas, amores y trabajos literarios. Al atardecer y antes de la despedida -Gonzalo regresaba pronto a Canadá-. intercambiamos nuestras últimas publicaciones. Millán me obsequió su extraordinario libro/poema La ciudad, editado en Canadá por Les Editions Maison Culturelle Québec-Amerique Latine -cuya bizarra cubierta corresponde a un diseño suyo-, el que me dedicó con las siguientes palabras: "A Manuel Silva Acevedo, hermano permanente que vio los últimos días del anciano y verá sus primeros, Las Vertientes, 17 de diciembre de 1979". Hago notar que "el anciano" es el personaje central del poema, que en ediciones posteriores su autor convertirá en "la anciana", tal vez como tributo a los tiempos en que la mujer salía por fin de su larga postergación.


Adioses y regresos

Cinco años habrían de pasar antes de que Gonzalo reapareciera fugazmente por estos pagos, esta vez con su libro antológico VIDA bajo el brazo, una publicación de Ediciones Cordillera que reunió su producción poética entre 1968 y 1982. Nuevamente una afectuosa dedicatoria: "Para Manuel, reencontrándonos sin haberse separado esta VIDA mediada. Fraternalmente, Gonzalo Millán. 21 de mayo de 1984". A mí me tocó el ejemplar N°11.

Pero al año siguiente volveríamos a reunimos. Fue durante uno de sus conatos de regreso a Chile. De hecho, poco después volvió a partir de Holanda. Pero en ese período, recuerdo que hizo una lectura memorable de su libro Seudónimos de la muerte en la Casa del Escritor, en la que dispuso a su alrededor varios libros abiertos en las páginas cuyos poemas pensaba leer, como si fueran la partitura de un director de orquesta o los mapas de un jefe de estado mayor. Le escucharnos leer en profundo silencio; mientras lo hacia, se paseaba y fumaba cual un estratega desplegando sus maniobras tácticas. Recuerdo que en esa oportunidad me impresionó como un poeta consumado y maduro, que administraba con sapiencia y habilidad sus recursos y pertrechos.

Dos años después. Gonzalo parece haberse venido a vivir a Chile, aunque con él nunca se sabe. En el barrio que más le gusta, ha arrendado un desván en la calle Antonia López de Bello, en los altos de una cervecería bulliciosa. Comienzan a soplar vientos de libertad, la dictadura se tambalea. La gente se atreve a salir a las calles por las noches. El barrio Bellavista comienza a agarrar onda nocturna, las madrugadas se vuelven bulliciosas. Se consume y mercadea droga en la vía pública. En su buhardilla, el poeta se irrita. Quisiera hacerlos callar, no lo dejan concentrarse en su trabajo solitario. La poesía es una lombriz solitaria que se nutre de su escritura. El poeta no soporta la invasión de su barrio y se manda a cambiar, pero no muy lejos de allí.

Esta vez se trata de un piso en un cuarto nivel hechizo de un viejo edificio de departamentos de la calle Constitución, casi frente a Fernando Marquez de la Plata, la calle de La Chascona, de Neruda. Lo visito en su nueva morada, el desorden es total, sobre la mesa de trabajo hay rumas de diccionarios, enciclopedias, cuadernos y muchísimos papeles, supuestamente poemas escritos y vueltos a escribir una y cien veces (todavía no dispone de un ordenador). Pero, sobre todo, muchos cigarrillos a medio consumir y ceniceros desbordantes de colillas.

No me queda claro de qué se alimenta, no será de nicotina, en todo caso no se ve famélico. Conversamos de este mundo y del otro, interrumpidos regularmente por los rugidos del león del Zoológico. Por el balcón abierto entra un fuerte olor a orines de animales. Los rugidos nos hacen reír. Gonzalo se siente bien aquí, se nota. Este es el barrio donde se siente como en casa. La calle no es bulliciosa y los versos se dan bien. Contento me dice: "Cuando se han escrito buenos poemas nuevos, uno siente que tiene el carcaj bien provisto de flechas para salir a cazar otros poemas". Y tiene razón. Pero como la dicha duradera parece no existir, no tarda en desencadenarse el infortunio. Al parecer un cortocircuito repentino y el departamento es consumido por las llamas. Gonzalo logra salvar lo esencial (libros y poemas), pero se queda sin su hábitat.

Si mal no recuerdo, de este período de su vida es su libro Virus (1987), editado por Ganymedes. Asisto a su presentación, que también tiene lugar en el Barrio Bellavista, en El café del Cerro o del Perro, como se le solía llamar, un reducto artístico opositor a la dictadura frecuentemente asediado por los sicarios del régimen. Pero a estas alturas hemos ido perdiendo el miedo y empezamos a organizarnos y manifestarnos abiertamente. La salida del túnel parece estar próxima. En ese contexto se celebra el lanzamiento de un nuevo libro de poemas de Gonzalo Millán, que acaba de ser galardonado con el Premio Pablo Neruda, que se otorga por primera vez. El Café está lleno de barbudos y melenudos expectantes. Aparece Gonzalo medio entonado y comienza la lectura. Cada poema es recibido con aplausos y vítores. Sospecho que no todos los asistentes conocen de poesía, pero es la oportunidad de levantar la voz y hacer gallitos imaginarios con la dictadura.

Te cambian de casa
las inundaciones y los terremotos.
De país, las tiranías.
Nunca te cortas el pelo
dos veces en la misma peluquería
(del poema "Superstición")

El libro es literalmente virulento, implacable, en él Millán lleva hasta el extremo lo que Carmen Foxley ha llamado la negatividad productiva.[3] En mi ejemplar, Gonzalo estampa la siguiente dedicatoria: "Para Manuel, picado por el mismo bicho sagrado, de su hermano en poesía". Tras la lectura, la mayoría de los presentes apagamos nuestra sed de libertad con copiosas libaciones. Gonzalo se acercó y me desliza al oído: "Todos nos vamos a morir". No sé si se refiere a la concurrencia, a la humanidad o a los poetas allí presentes. Prefiero no preguntárselo.


Los pasos perdidos

Obviamente, hay períodos y acontecimientos de la vida trashumante de Millán que desconozco. Ignoro, por ejemplo, los pormenores de su exilio en Costa Rica, Canadá y Holanda. A la distancia, sólo llegué a enterarme de acontecimientos suyos importantes, tanto positivos como negativos. Incluso me resultaron sorprendentes ciertos episodios ocurridos con motivo de sus entradas y salidas del país. Por ejemplo, a comienzos del año 2000 visitamos con Sabine, mi mujer, el Valle del Elqui. Para mi total extrañeza, en la localidad de Pisco Elqui se me acercó un joven estilo rastafari que prestaba servicios en la hostería donde alojábamos y dijo reconocerme. Me preguntó si conocía al poeta Gonzalo Millán, porque necesitaba informarle con urgencia que la cabaña donde dejara valiosos ejemplares, había sido descerrajada y estaba siendo saqueada, cosa que él ya no podía impedir. Es más, algunos libros aparecían botados por los caminos y los cerros. Dicho esto, me entregó unos pocos volúmenes que había logrado rescatar, entre ellos, una antología de poetas ingleses modernos. A mi regreso a Santiago, le referí a Gonzalo lo sucedido evitando narrarle en detalle el fatal destino de su biblioteca elquiana. "No hay nada que lamentar -me dijo-, dejé guardados esos libros con la esperanza de volver al Valle, pero los vientos me llevaron en otra dirección. Si se los roban, por lo menos existe la posibilidad de que los lean y la poesía sale ganando", sentenció.

Hasta ese momento, yo ignoraba que Gonzalo había permanecido algún tiempo en el Valle del Elqui, lugar de resonancias místicas y esotéricas que alguna repercusión debió tener en su poesía y en sus búsquedas. Recuerdo que en 1996, en Bogotá, donde vivió un corto periodo, Gonzalo me declaró que él se consideraba un inmanentista, en contrapunto con la fe cristiana que yo profeso. No es mi propósito presentar a Millán como un converso ni nada por el estilo, pero sí creo que a él también lo había picado el bicho sagrado de la búsqueda de trascendencia. La respuesta la habrá de tener ahora, o no. Quién puede saberlo.

Habiéndose cerrado ya el círculo de su vida, es la obra de Gonzalo Millán la que hablará por él de aquí en adelante y especialmente una vez que se den a conocer los libros que dejó sin publicar. Sin duda, a los estudios existentes sobre su escritura se sumarán otros nuevos y su poesía seguirá vibrando y resonando en la literatura chilena. No en vano. Gonzalo murió en primavera, la estación en que el ciclo de la VIDA vuelve a comenzar.

 


NOTAS:

[1] "La galaxia poética latinoamericana. 2da mitad del siglo XX", revista Acta literaria, N° 27, 2002. Universidad de Concepción.
[2] "Emergencias y trayectorias de una generación: Los poetas del sesenta en Chile".Texto base de la conferencia efectuada en el local de Bolívar House, Stanford, el 28 de octubre de 2005, bajo el patrocinio de la Division of Literaturas, Cultures and Languages, el Departmento of Spanish and Portuguese y el Center of Latin America Studies de la Universidad de Stanford, California.
[3] La negatividad es una actitud perceptiva y cognoscitiva, un modo de trabajo que funda la poesía de Gonzalo Millán y consiste en mediatizar la representación mimética desde la sensorialidad y unos supuestos cognoscitivos apropiados para hacer visible el reverso negativo del mundo. El efecto es de horror y fascinación ante el abismo que aparece con sólo trastocar nuestros hábitos o jerarquizaciones perceptivas, o al elegir selectivamente los objetos de la representación. "La negatividad productiva y los gajes del oficio. La poesía de Gonzalo Millán", en Carmen Foxley, Ana María Cuneo: Seis poetas de los sesenta, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1991.



 

 

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