A riesgo de salirme de madre o no dar con el tono, no hablaré de La ciudad más que lateralmente, centrándome más bien en su autor, en mi amigo Gonzalo Millán. Sobre cómo lo conocí en su primer regreso del exilio canadiense, en marzo de 1984, en las cercanías de la Sociedad de Escritores, en el bar Terraza 1, de la Plaza Italia, en Santiago. Allí, presentado por Jaime Quezada, me regaló la bellísima primera edición del libro que ahora Editorial Norma publica en su versión ya definitiva.
Porque eso lo dirá alguno de los otros presentadores: el Millán, como coloquialmente lo trata el maestro Gonzalo en su rojeano prólogo, fue de algún modo actualizando este texto con el paso del tiempo. Lo que en su momento fue pensado para una ciudad sudamericana bajo una dictadura militar –Santiago, Buenos Aires o Montevideo–, con el regreso de la democracia se difuminó hacia la dictadura del mercado:
“Santiago se ha convertido en una megalópolis, con problemas ya no de tiranía, sino de congestión, contaminación, sistemas económicos. Esos cambios se ven en las versiones posteriores de La ciudad […]. Pienso que los escritos tienen que ponerse al día, no basta con que hayan sido publicados una vez y en cierto momento; si uno quiere seguir transmitiéndolos, tiene que adaptarlos al tiempo de sus lectores, traduciéndolos. Sobre todo en mi caso en que existe esta circunstancia del golpe militar en Chile”, decía en una entrevista cuando aún no avizoraba el veneno azul del escorpión de la muerte inyectándosele en su vida y poesía.
Antes, en 1979, el mismo año de la primera edición canadiense de “La ciudad”, Gonzalo Millán hace un viaje relámpago a Chile y realiza una lectura ‘clandestina’ en la calle San Isidro de Santiago –casa de Miguel Vicuña–, a la que asisten, entre otros, Raúl Zurita, José María Memet, Rodrigo Lira y Armando Rubio.
Así lo cuenta él mismo, ya en los noventa, a la revista Piel de Leopardo: “El regreso con La ciudad fue extraordinario, vine con el libro antes de que se distribuyera y saliera en los diarios. Porque estaba seguro de que cuando eso pasara, no podría entrar más a Chile […]. Fui criticado por Valente en El Mercurio y sindicado como opositor”.
Ignacio Valente escribió, en mayo de 1980, sobre el texto en comento:
“El libro entero consta de frases breves y lacónicas que enuncian hechos exteriores y estrictamente objetivos [los truismos, decimos nosotros], carentes de todo lirismo personal, pero que pretenden dentro de la totalidad de cada poema, desprender una actitud de espectador crítico de la vida y del gobierno chileno actual”.
UN TIPO EXTRAORDINARIO
Como se sabe, Gonzalo Millán estudió literatura en la Universidad de Concepción, entre 1966 y 1969. Entremedio, con un pie en Santiago y otro en la “ciudad lila”, en 1968, publicó su primer libro, Relación personal, escrito entre los 16 y 20 años. Allí fue alumno de Gonzalo Rojas, a quien llamaba “el maestro”. Contaba que al adolescente penquista le había impresionado muchísimo ver en la casa del vate lebulense, puesto sobre la puerta de entrada de su casa: Gonzalo Rojas y abajo Poeta, como otros ponían abogado o médico.
Al Millán mayor le gustaba definirse como poeta, artista plástico y viajero.
En la secundaria, siguiendo la senda beat se lanzó al camino (“siempre estaba huyendo de casa”, decía): recorrió a dedo medio Chile y otro medio Perú. Por esos años también intenta engancharse en un barco en Huasco, peripecias que entrarían en su proyecto de novela “Chumbeque”.
Como integrante del grupo Arúspice, en 1969, viaja a Ecuador en una embajada cultural de la Universidad de Concepción y lee en la Universidad Central de Quito y la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que dirigía Oswaldo Guayasamín. Recorre otras ciudades de Ecuador y de regreso pasa por Lima, donde se encuentra ‘de manera casual’ en una lectura con Enrique Lihn.
En 1970, fue becario en el primer Taller de Escritores de la Universidad Católica, que dirigía precisamente Lihn y Luis Domínguez. Ahí muestra sus primeros pasos conscientes hacia la objetividad poética (la sección “Refrigerador”, publicada en su libro Vida, 1968-1982). Por esos años trabajó también en un taller poblacional que dependía de la Católica.
Durante la Unidad Popular, aunque es partidario del “proceso revolucionario”, su facha hippie o alternativa le provoca problemas no solo con los “momios”, sino también con algunos “compañeros”. Más de alguna vez sufrió agresiones (“me tiraban el pelo”, contaba), por lo que aprendió karate para defenderse de esas incomprensiones.
El Golpe lo pilló casado y con una hija: su Sol. De allí en más viene su exilio: en diciembre de 1973 se va con una beca alemana a Costa Rica, desde donde parte, en agosto de 1974, a Canadá, primero a Fredericton y después a Ottawa, en 1976.
EL PRESENTADOR SE PRESENTA
En 1976, entré a estudiar en esa “misma” universidad que vio surgir al poeta Millán, pero en una ciudad y país muy distintos al vivido por el Arúspice menor. Sin embargo, aún se encontraban huellas de su paso por ella. En la biblioteca del entonces Instituto de Lenguas, de la Universidad de Concepción, había un ejemplar de Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont, que tenía su nombre como único lector. También había un único ejemplar de Relación personal, pero los lectores éramos varios.
A su primer regreso largo del exilio canadiense –1984-1986–, como dije, lo conocí en Santiago. Y lo invitamos a leer a la Universidad de Concepción junto a Tomás Harris. Según este, en la sala 1-1 del Instituto de Lenguas. No había mucha gente, pero tiene que haber sido problema nuestro, mala difusión, nada de plata, la U no ponía ni uno, solo la sala. Entonces escribí un articulillo para el diario El Sur, de esa ciudad, que se llamaba “El regreso de un poeta objetivo” (del cual no guardo ninguna copia).
Luego en Santiago, Gonzalo Millán participa en el Coloquio de Literatura Chilena y lee su lúcido y citado artículo “Promociones poéticas emergentes: el espíritu del valle”, que le publicamos con Harris en la revista Posdata n° 4, de 1984. Allí previene y da cuenta de las querellas de la época:
“Poetas que anheláis el regreso: muerto el gran padre Neruda, y hallándonos aún con la bota en el cuello, sabed que aquí se ha entablado una absurda y fiera lucha por la sucesión entre la horda fratricida. ¡Estáis advertidos!”.
Ser parte de la “cofradía penkista”, como me escribió en una dedicatoria en Relación personal –en mayo de 1984–, nos hizo compartir una amistad que se tradujo en largas conversaciones, vuelos chamánicos y dionisiacas sesiones cuando el dragón echaba fuego lejos del patio privado. También cartas, mails, artículos y contratapa de mi segundo libro (Golpes de vista, el presentador se presenta).
Ese 1984, y hasta el tremendo terremoto de 1985, solía llegar desde Concepción hasta el departamento que tenía Millán en el barrio Bellavista, un cuarto piso en Constitución –248, Depto 7–, casi al frente de la casa de Neruda. La última vez, después del seísmo, fui de improviso a verlo. Y de su piso no quedaba más que la pared de entrada.
Se cambió a un altillo en Antonia Lope de Bello casi esquina Pío Nono. Muy cerca del Venezia. Desde esa casa, después de ganar el primer premio Pablo Neruda, a comienzos de 1987, volvió a partir al exilio, esta vez a Rotterdam, Holanda.
Dos años más tarde, yo me fui a Madrid, a hacer un doctorado en la Universidad Complutense. Entre otras cosas que hice para financiar esos estudios, fui el último corrector de la revista Araucaria de Chile, que se publicaba por esos años en la capital española, en la calle Arlabán, cerca de la Gran Vía. Allí Gonzalo Millán me escribió desde Rotterdam una larga carta, fechada en esa ciudad el 20 de septiembre de 1989, donde en parte cuenta:
“Mantengo mi silencio verbal posterior a Virus. No logro superar todavía una crisis con respecto a la palabrería en su aspecto oral y con la compulsión de los grafómanos en el aspecto escrito. En el intertanto callo y sello, o sello para callado”.
Ahora, varios lustros después, no he querido ver el documental Allende, donde el poeta lee el fragmento de La ciudad en que el reloj vuelve hacia atrás y él sigue recitando hasta la eternidad: “Renace Neruda./ Vuelve en una ambulancia a Isla Negra./ Le duele la próstata. Escribe./ Víctor Jara toca la guitarra. Canta./ Los discursos entran en las bocas./ El tirano abraza a Prat./ Desaparece. Prat revive./ Los cesantes son recontratados./ Los obreros desfilan cantando/ ¡Venceremos!”.
Después, y en honor al tiempo, hay una gran laguna hasta 1995, en que Millán volvía de una breve y turbulenta temporada en Colombia, donde era uno de los asiduos invitados chilenos al Festival Internacional de Poesía de Medellín (“nos trataban como rockstars”, me contaba). Entonces fuimos vecinos en Ñuñoa y retomamos los encuentros personales. Más de una vez se quedó en mi casa de Palqui (él había vivido su primera juventud, a la vuelta, en una casa de dos pisos, situada en la esquina de Ezequiel Fernández y Suárez Mujica). Luego de su instalación en su departamento-taller de Eleuterio Ramírez –1446, departamento 1111–, cerca de la avenida Bulnes, instauramos los “Diálogos de palacio (Cousiño)”, en honor al nombre del edificio en que vivía. Encuentros esporádicos e intensos, que ya no se interrumpirían sino hasta su último viaje, el definitivo, desde la calle Roberto Peragallo, en Las Condes. Allí, casi como una despedida, a fines del 2005, nos invitó por primera vez emparejado a Thomas Harris, Tere Calderón y a mí con Bettina, a una comida con Mané.
Nuestro último encuentro ocurrió, un mes y algo antes de morir. Almorzamos, junto a Mito Valenzuela, en el desaparecido Parrón de Providencia. Luego subimos a los faldeos cordilleranos de Peñalolén a ver el atardecer, dar la última mirada a la ciudad, y cuando lo dejamos de vuelta en la casa de Peragallo, todos sabíamos que ya no nos veríamos más con él en vida.
Las ciudades cambian más rápido que sus habitantes, escribí por allí, sin pensar en el libro ni en el amigo. Pero ahora viene bien a la hora en que esta brevísima travesía por su vida, y algunas casas, llega a su fin.
“La ciudad”, de Gonzalo Millán, está aquí de nuevo entre nosotros, con su conjuro colectivo permanente, pero también hablándole con su poesía al lector del futuro.
Ñuñoa, invierno de 2007