Yo, Oskar Matzerath, miraba desde mi altura de tres años, que nunca quise abandonar, y no entendía por qué los adultos se empeñaban en destrozarlo todo con su guerra. En las calles de Danzig, las botas resonaban como martillos, los uniformes brillaban bajo el sol, y las banderas ondeaban como si quisieran tapar el cielo. Pero yo no me dejaba engañar. Mi tambor de hojalata, rojo y blanco, era mi arma, mi verdad. Cada redoble era un grito contra sus Heil, contra sus himnos que apestaban a pólvora y promesas vacías. La guerra no era más que un juego de adultos idiotas, un desfile grotesco donde los hombres se disfrazaban de héroes para justificar el caos que dejaban atrás. Yo tocaba mi tambor con furia, desbaratando sus marchas, rompiendo el ritmo de sus consignas. Quería que escucharan, que vieran: bajo sus botas no había solo adoquines, sino hogares destrozados, niños que ya no reirían, madres que se quedaban sin voz de tanto llorar. Mi tambor sabía lo que ellos ignoraban: que la guerra no trae victorias, solo silencio, un silencio pesado, roto por el gemido de los que sobreviven entre ruinas. En las plazas de Danzig, donde los soldados se preparaban para el frente, yo golpeaba mi tambor con más fuerza, como si cada redoble pudiera detener el tiempo, impedir que esas filas de hombres grises avanzaran hacia la muerte. Pero ellos no escuchaban. Marchaban, ciegos, sordos, hipnotizados por discursos que les hablaban de gloria mientras el mundo se deshacía. Y yo, Oskar, seguía tocando, porque mi tambor era más fuerte que sus cañones, aunque nadie lo creyera. Era mi manera de decir: no participaré en vuestra locura, no seré parte de este mundo que quema todo lo que toca. A veces, en las noches frías, cuando el eco de las sirenas llenaba Danzig, me subía al tejado y tocaba mi tambor contra el rugido de los aviones. No era solo un niño haciendo ruido; era Oskar Matzerath diciendo que la vida valía más que sus batallas, que un redoble de tambor podía ser más honesto que mil salvas de artillería. Pero los adultos no entendían. Seguían corriendo hacia su abismo, dejando tras de sí un rastro de cenizas y promesas rotas. Y yo, con mi tambor al hombro, seguía tocando, porque mientras tuviera mi hojalata, tendría una voz para gritar contra la guerra, contra su estúpida danza de destrucción. Tocaba por los que ya no podían hablar, por los que habían quedado enterrados bajo el peso de sus banderas. Tocaba porque alguien tenía que recordar que la vida no era solo un campo de batalla, sino algo frágil, algo que merecía ser salvado.

