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Grínor Rojo: del topos a la utopía
«Globalización e identidades nacionales y postnacionales... ¿de que estamos hablando?»
La Habana, Casa de las Revista Américas, 2009.
Premio de ensayo Ezequiel Martínez Estrada


Por Carlos Bernal
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blicado en Revista Casa de las Américas N°s 259-260, abril/septiembre 2010


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Ya casi es una verdad de Perogrullo, aunque poco practicada, que la labor del filósofo debe inspirarse más en preguntar que en responder; en decodificar, deconstruir, para obtener respuestas constructivas. A una crítica de la crítica, con una larga tradición en la filosofía occidental desde Kant hasta Foucault, Grínor Rojo eleva una crítica al eurocentrismo, lo que de por sí trae una serie de implicaciones filosóficas y particularidades metodológicas gracias al complejo espacio cultural y político desde donde lo hace; de modo que esta crítica al eurocentrismo comienza a ser ya una definición del topos suyo, imposible de concebirla de manera absoluta. Una crítica al eurocentrismo no solo constituye implícitamente un enfoque a la ciencia del orden, sino también un devenir inevitable de «lo latinoamericano», para surgir como concepto y posibilidad histórica.

Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿de qué estamos hablando?, de Grínor Rojo, como él mismo explica, indaga sobre «el aparato terminológico […] con que operan esos que dicen que saben, sus verdades a medias y sus embustes a medias». El Premio de ensayo Ezequiel Martínez Estrada, otorgado por la Casa de las Américas en 2009, es el merecido homenaje al resultado positivo de este intento, por ajustarles cuentas a los pensamientos de derecha y de izquierda tradicionales, que son responsables de políticas sociales concretas y, en definitiva, de la situación de un pensamiento latinoamericano coherente y riguroso que por su relación orgánica con la naturaleza, la sociedad y la historia de donde surge, sea más una forma de conocimiento científico trascendental que un instrumento coyuntural de sabotaje político, según los intereses de clases o partidos.

Desde esta posición socrática de indagar en todo removiendo las certezas, supuestos conocimientos dados o automáticamente reproducibles que se aceptan como verdades a priori, Grínor retoma la perspectiva –para enfocar mejor– más filosófica del marxismo, en primer lugar, pues si de algo nos convence su discurso de un aliento combativo, es de que busca darle un lugar en la actual sociedad moderna a la utopía, desarmando a aquellos enemigos suyos de argumentos y razones posmodernos; en segundo lugar, porque los síntomas de los padecimientos humanos los busca en su dimensión social, a partir, claro está, de la base de que el ser humano está condicionado por relaciones de producción. En la medida en que se estudien los fenómenos del mercado, los medios, las tecnologías informáticas y cibernéticas, la literatura y el arte, etcétera, en relación con el proyecto humanista (al que en un principio servían), valga decir, antropocéntrico y democrático de la sociedad occidental, se pueden entrever de modo dialéctico las contradicciones entre realidad e ideología, entre necesidad y filosofía, así como los intereses subyacentes de cada discurso que proyecta una «verdad» supuestamente desinteresada.

En este sentido, poner de nuevo sobre el tapete la contradicción social como eje del movimiento, la «negatividad» hegeliana, marxista, frente a las ideologías neoliberales y posmodernistas que acaban en una apología a ciegas de la globalización, la posnación y el desarme de las razones que constituyen identidades nacionales, étnicas o culturales, es reconocer imparcialmente espacios sociales y culturales que el poder hegemónico y su discurso no toleran, cuando aquellos chocan con el positivismo de estos de carácter materialista según el cual el sujeto está determinado por una realidad exterior, o de carácter idealista para el cual todo está dispuesto a nuestro alrededor de acuerdo con nuestra percepción individual. Para Grínor, se ha dejado de lado una cuestión esencial que radica en el carácter dialéctico del pensamiento y de la historia:

Que la realidad no es una y que la realidad no es estática, y que ese su no ser ni una ni estática es una consecuencia de su no ser idéntica consigo misma [...]. Esta intuición, de fructíferos y perdurables alcances, fue como he dicho elaborada a principios del siglo XIX por Hegel y los hegelianos y su influencia se extiende hasta hoy. De ella se sirvió Marx después para cimentar desde el punto de vista filosófico su «ciencia de la historia» y a ella recurre Jürgen Habermas, cuando afirma que es la que inaugura el discurso de la modernidad, en tanto es la que legitima la posibilidad de la «autocrítica» al encenderle una luz verde al impulso auto/correctivo que se pone en juego con el movimiento de la contradicción [32-33].

No obstante, el desarrollo de la ciencia social en la América Latina es lo que ha posibilitado la superación de un determinismo castrador a la hora de evaluar nuestras problemáticas nacionales. Por primera vez, con las vanguardias latinoamericanas de principios del siglo XX, relucieron filósofos que, como Mariátegui y José Ingenieros, entre otros, habían indagado en la raíz social y arbitraria de la dominación de los pueblos latinoamericanos, por parte de Europa, los Estados Unidos y sus ideologías. Las relaciones desiguales entre blancos y mestizos, indios y negros, corresponden a las relaciones de producción entre explotadores y explotados, no a una fatalidad de índole genética, darwinista o taineniana; por tanto, la única forma de romper esta cadena es reaccionando contra el orden occidental económico-social impuesto a nuestros pueblos, que devino de feudalista en capitalista, pero que contradictoriamente no eliminó la relación colonial o de superioridad hegemónica con los países colonias de antaño.

De este modo, si bien la crítica marxista es tomada en cuanto a que los presupuestos democrático-liberales del capitalismo, de «fraternidad, igualdad y libertad» –inspiradores de las luchas por la independencia latinoamericana– son contradichos por la naturaleza misma del sistema cuya ley fundamental es la «ley del valor», generadora aún de la explotación del hombre por el hombre, el marxismo latinoamericano parte del presupuesto leninista antieurocéntrico de que el fin de la explotación del hombre por el hombre no resultará del desarrollo orgánico del propio sistema capitalista, de las contradicciones al interior de este, entre medios de producción y fuerzas productivas, entre la acumulación-concentración del capital cada vez mayor y su socialización cada vez menor, pues los países que ostentan el poder hegemónico exportan sus crisis y equilibran sus Estados gracias a la permanente relación colonial que existe entre estos y sus antiguas colonias.

Puesto que la verdadera independencia de los países de Latinoamérica implica una diversificación de la economía y el comercio, una confrontación con los capitales extranjeros hegemónicos, europeos y norteamericanos, e implica, por tanto, la industrialización que cree la base económica necesaria para liberarnos de nuestra condición de exportadores de materias primas, de monoproductores y monoexportadores, solo seremos capaces de hacer frente a la competencia económica asfixiante al servicio de la riqueza primermundista, si se crean Estados nacionales que se opongan a la onerosa propiedad privada de las oligarquías que venden nuestras riquezas, a costa de una muy barata mano de obra y precaria seguridad social. Solo así sería posible completar nuestra independencia que desde el siglo XIX anda a medias.

La necesidad de una identidad que nos diferencie, que se articule en contacto con la memoria colectiva, que dé cuerpo a un sujeto colectivo en relación con el lugar que ocupamos y hemos ocupado en el desarrollo del mundo, solo es posible al entrever la contradicción de este movimiento de la historia en que emergimos como naciones y no como se quiere por parte del poder hegemónico, haciendo de las identidades una sola, al dictado de la globalización neoliberal. De esta forma, la modernidad capitalista deviene barbarie, desde el mismo momento en que lo superable de ella, que es el capitalismo, pregona, por su aferramiento hegemónico, el fracaso de sí misma, y no su paso hacia el socialismo, o como quiera llamársele, donde las relaciones entre los hombres no estén determinadas por relaciones de producción y donde no se niegue la posibilidad humana de transformar su mundo de carácter eminentemente social.

El dominio de la naturaleza de esta realidad social latinoamericana, no menos universal por particular, pues se extiende a la de muchos otros países, orientales, africanos, y en última instancia responde al orden capitalista global, es el que coloca a Grínor Rojo en una posición crítica de las definiciones de identidades nacionales y posnacionales, venidas de las escuelas europeas y norteamericanas, que no reparan en la alteridad de los procesos sociales y culturales de los países llamados tercermundistas. Todo saber así es por consecuencia burocrático y tecnocrático, es decir, hegemónico, pues sirve a una superestructura históricamente conformada por los intereses capitalistas-neocoloniales de los países más ricos, cuyo objetivo es homogeneizar, esconder las diferencias culturales e ideológicas –a lo que tiende la globalización neoliberal– puesto que la perspectiva del «fin de la historia» y de que «vivimos en el mejor de los mundos posibles», no puede aceptar que las desigualdades sociales y entre los pueblos son generadas por el carácter inhumano del sistema capitalista, sino por la terquedad demoníaca y el remanente salvaje de unas culturas antimodernas, de gobiernos terroristas, que se resisten a la inclusión del proyecto salvador del neoliberalismo.

Hace muy bien Grínor Rojo en traer a colación el carácter aristotélico del discurso conservador del neoliberalismo –a pesar de un supuesto posmodernismo suyo– que de modo cínico critica a la izquierda de totalitaria, al querer inmovilizarla con argumentos como que el hombre es vulnerable a las leyes del mercado: la irracionalidad de ambos es consustancial al sistema. El capitalismo en su fase imperialista niega sus contradicciones que deben dar paso a otro tipo de sociedad y con otras palabras repite el concepto de identidad de Aristóteles: «si la opinión que contradice a otra opinión es su contraria, es evidente que es imposible que el mismo individuo crea que lo mismo es y no es». Sin embargo, la posibilidad de la memoria, de lo auténticamente humano en relación con las cosas, de manera que estos den sentidos a las cosas y no se cosifiquen como una mercancía más; la posibilidad de que la identidad radique en diferenciarnos para reconocernos como entes individuales, nacionales, con valor propio, es la del hombre en posesión de su subjetividad dinamizadora de los procesos sociales, y no a merced de una materia automática o un espíritu universal. El hombre como un pequeño dios, como un creador de su identidad, solo es posible en tanto reconozca las realidades de lo particular a lo general y viceversa, como un proceso complejo en que intervienen la voluntad y la historia y no estos a merced de un poder global o universal.

El rol social a escala mundial de los países del Tercer Mundo no puede ser otro. Como ha dicho Leopoldo Zea, en ellos todavía existe la ucronía y la utopía: todo está por inventarse; el arte dándole sentido a la praxis y la acción dándole valor al arte; como Caliban, que se apropia de la lengua de Próspero para injuriarlo. Desde esta perspectiva latinoamericanista, con la que se aspira a la unidad englobando las diferencias –a lo que Adolfo Colombres llama «emergencia civilizatoria»–, es que la posnación no constituye una erradicación de nuestras identidades. Junto con Arturo Andrés Roig, quien considera que «el punto de partida es además, siempre, el de la diversidad, comienzo de todos los planteos de unidad del cual no siempre se tiene clara conciencia y que, en el discurso ideológico típico, es por lo general encubierto», Grínor Rojo concluye:

Y lo mismo debe y puede postularse respecto del futuro universo postnacional. Que no sean así el capitalismo y el imperialismo los que le pongan su sello a nuestro mundo del futuro, sino que seamos nosotros, los ciudadanos, los que, habiendo hecho entrar a ese par de monstruos en cintura, seamos capaces de inventar y fijar los parámetros del nuevo espacio y el nuevo tiempo de la historia mundial, pero ello en vista de nuestros propios intereses y deseos, es decir, en vista de los intereses y deseos de todos los hombres y todas las mujeres que van a conocerlo.

 

 

 

 


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Publicado en Revista Casa de las Américas N°s 259-260, abril/septiembre 2010