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Recuperando el sujeto femenino exiliado:
Salir (la balsa) de Guadalupe Santa Cruz


L. CECILIA OJEDA
Northern Arizona University


En su artículo "Pasividad, ensoñación y existencia enajenada: Hacia una caracterización de la novela femenina chilena"(1), Lucía Guerra señala que las novelas escritas por mujeres chilenas entre los años 1930 y 1950 daban cuenta, prioritariamente, de "las vivencias de la interioridad femenina que se expresa en estados de conciencia, sensaciones físicas, contemplaciones estáticas, aspiraciones espirituales, anhelos inefables, ensueños y visiones oníricas" (136). Tales experiencias plasmadas en textos como El abrazo de la tierra (1933), Espejo sin imagen (1936) y Las cenizas (1942) de María Flora Yáñez; La amortajada (1938) y La última niebla (1934) de María Luisa Bombal; El mundo dormido de Yenia (1946) y Extraño estío (1947) de María Carolina Geel; y Puertas blancas y caminos verdes (1939) de Chela Reyes, reflejaban las existencia de personajes confinadas por el consenso social a los espacios cerrados de sus casas. Las cuatro paredes de hogares opresivos eran el ámbito desde donde las protagonistas fantaseaban, imaginándose a sí mismas llevando existencias más satisfactorias y vitales que las permitidas a ellas por una sociedad de carácter eminentemente patriarcal. Lucía Guerra concluye su análisis indicando:

Es interesante observar que en las novelas estudiadas las regulaciones de la sociedad se destacan como escollos que previenen el flujo de lo vital, razón por la cual el espacio de la casa se designa como "una tumba" (La última niebla) o "una mole taciturna que aprisiona" (Las cenizas) (143).

La salida de los espacios domésticos opresivos llevaba a las personajes a aventuras amorosas, reales o imaginarias, en contacto con una Naturaleza fértil y sensual. De esta forma su cercanía con la tierra, el agua, el mar, la playa, los árboles, el trigo y las frutas les permitía encontrar fuerzas instintivas y vitales, siempre caracterizadas como liberadoras y positivas.

El abandono de las cuatro paredes domésticas aún denotaba un paso liberador para la protagonista de La brecha (1962) de Mercedes Valdivieso. La mujer-personaje anónima del relato indicaba luego de su decisión de dejar el hogar conyugal: "Empezaba a ensancharse la retina como si me quitaran vendajes de mucho tiempo sobre los párpados. El sol era más amarillo y brillante" (80). El paso de la esfera privada al mundo laboral en que la protagonista se inserta la llevaba, sin embargo, al desalentador descubrimiento de que los mecanismos opresivos que ella identificaba con la dinámica conyugal se extendían más allá de los confines domésticos. Así, la salida que se creía definitivamente emancipadora conllevaba una ambivalencia condensada en la imagen de una sociedad carcelaria: "Soy como un recluso que hizo saltar la cerradura de su calabozo y a quien después de ciertas escaramuzas le está permitido pasearse por la enorme cárcel, conversar con los presos en sus celdas y luego sentarse a esperar frente a la puerta" (1-42).

En contraste con la novela de Valdivieso y los textos de mujeres antes mencionados, el carácter de la acción de "salir" de una casa, hogar o morada familiar, cambia en Salir (la balsa) (1989)(2), la primera novela de Guadalupe Santa Cruz que aquí se analiza. Una salida que representa no una opción liberadora, sino una ruptura con las coordenadas afectivas que han servido para conferir raíces e identidad. La salida obligatoria del espacio doméstico, local y nacional en su variante del exilio, deja de poseer las connotaciones total o parcialmente liberadoras, al pasar a ser sinónimo de pérdida y enajenación.

En este análisis quisiera referirme a la original manera en que la autora subvierte el entendimiento tradicional de un sujeto femenino que, en la novela, vive la experiencia del exilio. Subversión que se relaciona al reemplazo de las anteriores imágenes de la casa de reclusivas paredes físicas y metafóricas, por una cuyas coordenadas emotivas apuntan a la recuperación y soporte de una identidad de mujer. De paso, considero importante puntualizar las zonas comunes entre la estrategia narrativa de Santa Cruz con los modos narrativos hasta ahora adjudicados al quehacer literario de la llamada generación chilena de los 80.

La caracterización del perfil generacional que Mario Osses hace de la "generación del 87" ("Nosotros los finiseculares") señala que comparten "la sensación generalizada de inestabilidad que, como producto residual del orden disuasorio de Occidente, ha experimentado el hombre moderno" (140). Entre los rasgos comunes del grupo compuesto, según Josefina Muñoz, por Pía Barros, Sonia González, Ana María del Río, Leandro Urbina, Roberto Rivera, Elizabeth Subercaseaux, Diamela Eltit, Ramón Díaz Eterovic, entre otros, estaría, "la carencia... un concepto de base para nuestra narrativa'' (Osses, 146)(3). Selena Millares y Alberto Madrid indican por su parte que "se escribe sobre un campo arrasado, en que el texto va revelando heridas, recupera una memoria que es negada a los vencidos por 'el discurso oficial"' (116). Adriana Valdés agrega que "los textos,... parecen pedir el esfuerzo que debe hacer un receptor cómplice: el de ponerlos en relación con otros lenguajes, captar su realidad de contralenguajes" (19). La novela de Santa Cruz quedaría inscrita en ese perfil de varias maneras. Primeramente, al representar la precariedad geográfica y psíquica que se condensa en la imagen de la casa abandonada, desmoronados los cimientos afectivos y culturales en la vivencia del exilio. En segundo lugar, como un esfuerzo para lograr, mediante el proceso de la escritura, la recuperación de la memoria fragmentada y herida de una mujer. En tercer lugar, al exigir la activa colaboración decodificadora de quienes leen, por cuanto durante el proceso de la enunciación se renuncia a echar mano del privilegio explicativo y ordenador de una voz tradicionalmente omnisciente. Como se explicará más adelante, el contralenguaje que configura Salir (la balsa) surge desde la sospecha hacia lo que la teoría sicoanalítica freudiana y lacaniana llama La Ley del Padre, es decir la malla de prohibiciones que antecede la entrada al sistema binario del lenguaje. Para comunicar los sentidos paradójicos que acompañan el desarraigo de la narradora, aparece sólo un "intento por hablar de lo que no es palabra" (12). Santa Cruz evidencia sus sospechas respecto del poder explicativo de las "macro-unidades de significación" (Richard, 30), incluyendo las teorías tradicionales de formación de la subjetividad, los modelos económicos y políticos, con "una precaria narrativa del residuo [que] fue capaz de escenificar la descomposición de las perspectivas generales" (Richard, 26). A nivel de la enunciación, el lenguaje es enjuto, parco, y comparte con los textos de los escritores mencionados, "una palabra escrita que incorpora las señales de su propio silencio... una palabra que da cuenta de las circunstancias de silenciamiento en la cual fue escrita" (Valdés, 17).

Como ya se ha indicado, la metáfora usada por la voz narrativa, en su deseo por abandonar su condición de exiliada, es la de encontrar "un cimiento" (12), literalmente la base de una casa cuya pérdida evidencia su precariedad existencial. El elemento que cohesiona su búsqueda es el intento de conseguir una base firme que le sirva, por una parte, para "anudar un relato"(4) (13), y por otra, para "agarrar figura" (12), o re-construir una identidad en peligro de naufragio definitivo. La referencia inicial al cimiento remite a la base de una casa, que como se verá, representa algo distinto a la "tumba", "la mole taciturna", o "el calabozo" ya aludidos. Lo anterior se comunica ya desde el título del texto abierto y fragmentado en el que reverberan los motivos del desplazamiento forzado y del exilio. Verbo (salir) y medio de transporte (la balsa) evocan naufragios en el mar, hundimiento de barco con sobrevivientes aferrados a una balsa-salvavidas. El texto de Santa Cruz exige un esfuerzo de cooperación de parte de un "receptor cómplice" (Valdés, 19) que pueda decodificar un lenguaje que renuncia a la transparencia. El proceso de atar cabos debe ser realizado simultáneamente tanto por la voz narradva como por quienes decodifican un discurso que trata de recuperar un pasado con heridas múltiples. Un enunciado que desecha la linealidad y la causalidad como producto de un lenguaje opaco, ostentando el abandono de la lógica causa-efecto, hacen de la novela un texto abierto y fragmentado constituido por "pedazos" (11). Tal estructura da cuenta de un quiebre de los sentidos, y de una ruptura o quiebre vital. Así, en el inicio de la novela se indica: "Para ser, se necesita una historia: los juntará, pedazo a pedazo, hasta conseguir frases que la digan, que asemejen un cuento" (11)(5).

La novela constituye un intento por des-fragmentar(se) por medio de trayectos múltiples. Un trayecto interno, por los vericuetos de la conciencia y de los recuerdos, y varios desplazamientos externos a través de distintos paisajes(6).

La perspectiva limitada de la voz narrativa coincide con un impulso anti-totalizante que permite trazar un paralelo entre esta novela y aquellas en que "la reducción del nivel de la historia es un proceso que va acompañado por una considerable apertura de las significaciones de los motivos narrativos" (Promis, 96)(7). El principal motivo de la historia, el desarraigo como resultado del exilio/marginalidad, constituye una experiencia de crisis universal, por medio de la cual se han construido otras novelas chilenas de generaciones anteriores.

Los desplazamientos de la narradora son potenciados por dos impulsos contradictorios que producen una tensión permanente en el enunciada El primero de ellos es un esfuerzo por olvidar lo traumático, "para espantar el recuerdo, alimento que le es anterior" (32). El segundo es el intento por recordar los sabores, olores y colores asociados a sensaciones de plenitud del pasado. Los impedimentos para realizar ambos impulsos son los escollos que la voz narrativa intenta superar hasta el final. El olvido total o amnesia voluntaria es impedido por la "huella" (27) que da título a una de las seis partes en que se divide la novela. Una huella o rastro de vivencias imposible de borrar: "No me entiendo más que aferrándome a la huella interior que depara ese círculo al borrarse" (27), y que constituye el alimento para una nostalgia que se sostiene por todo el relato. El recuerdo de eventos y lugares, por su parte, es obstaculizado por "el tiempo [que] se dará en forma de erosión" (31). Erosión en la memoria que encuentra su contrapartida en una Naturaleza que se manifiesta en imágenes de ríos, lluvias y maremotos que en vez de re-vitalizar, destruyen arrasando y erosionando la tierra. "Veo olas inmensas que caen sobre una hilera de edificios al frente y arrasan con todo" (36). El mis constante de estos espacios lo constituye la casa y su recuerdo, como símbolo de un espacio que precede el sentimiento de precariedad, experimentado en el deambular de una "sobrevivencia sin casa" (27).

Las seis partes que constituyen la novela: "La huella", "La casa perdida", "La risa del cuerpo", "El Atlántico, dejar atrás", "La ciudad ambulante" y "Aquellas sedentarias", se subdividen, a su vez, en fragmentos de diversa extensión. Las tres primeras partes corresponden a desplazamientos por diversos espacios europeos: terminales de trenes, paraderos de autobuses, bosques, habitaciones, casas y calles, escuetamente descritos, movimiento que termina al indican "Salir del centro, dejar las capitales: era y es partir sin dejar piedrecillas, la coartada en el desplazamiento" (62). Las tres últimas corresponden al retorno al lugar donde se vivió el trauma de la desposesión, el terror y la violencia, en un intento por superar la precariedad anterior, y echar raíces.

La primera casa a la cual se alude en la novela aparece en el fragmento titulado "Borrador doméstico", segmento programativo del resto de la novela en que se declara desde el presente de la enunciación: "Por cualquier costado que sea emprendida, esta historia no tiene principio, puesto que transcurre más allá de ella, antes y después" (15). La casa allí mencionada "es una disposición particular de los enseres, con la caprichosa jerarquía que le otorgan los acontecimientos cotidianos... albergue que crece en continuidad con uno" (15-6). Esta referencia a una casa-cuerpo, un espacio "contenedor y continente a la vez" (16), da ya una indicación del modo cómo Santa Cruz construye a la sujeto-narradora-protagonista. En el fragmento que sigue, correspondiente a una evocación del pasado llamada "Primer viaje", hay una casa de muñecas en la que brillan varios espejos. Una niña, la voz narrativa, "se pone frente a los espejos de la casa de muñecas, sabe que su cuerpo la salvará, será su príncipe" (18), para luego agregar: "Todos los espejos de la casa diminuta, estrecha y mal estibada, no bastan... en su caleidoscopio interior" (19).

Como se sabe, la teoría psicoanalítica de Jacques Lacan sobre la construcción de la subjetividad juzga decisiva la llamada etapa del espejo, en que se produce un quiebre o partición entre un yo y un otro, junto con "el reconocimiento del niño de una carencia que le lleva a experimentar el mundo como separado de sí" (López-Cotín, 237). Es en ese momento cuando se produciría la noción de diferenciación, que antecede la entrada al orden simbólico, y al lenguaje como estructura de oposiciones binarias (adentro/afuera, presencia/ ausencia, madre/padre, etc.) y concomitantemente, la configuración de una identidad autónoma. Pero en la novela se subvierte el momento en que la niña se para a cumplir la etapa del espejo al indicar que, "el espejo está adentro, donde no pueda ser buscado" (19). El quiebre o rompimiento (en inglés "split") entre el adentro y el afuera queda desconstruido al ubicar el espejo externo en el interior del cuerpo infantil. La fluidez reemplaza la separación de términos tradicionalmente considerados antagónicos. El texto propone la construcción de un sujeto femenino que no experimenta "naturalmente" el quiebre, ni la carencia sino que se afilia con el goce del propio cuerpo. La frase "su cuerpo la salvará, será su príncipe" (18) apunta hacia la autosatisfacción femenina, que reconoce en el placer un impulso formativo que abandona la premisa freudiana de "la envidia del pene" como manifestación de una carencia básica en la construcción del sujeto-mujer. Con esa deconstrucción, el texto de Santa Cruz deshace las bases sobre las que se yergue el orden jerárquico de oposiciones y jerarquías de lo Simbólico como instancia normativa, garantizado por La Ley del Padre simbólico cuyo nombre garantiza, según Lacan, los procesos de significación del lenguaje(8). El fragmento termina con el juego entre carencia (condición tradicionalmente atribuida al sujeto femenino), y plenitud: "Y la invitación podrá perderla, cuando se muestre, haga escuchar esa melodía de su carencia, de su plenitud, revelada al desbocarse" (20)(9).

La casa y sus múltiples configuraciones ("la casa blanca de las culpas", "una casa de adobe", "mansión de grandes ventanales", "la casa propia", "las casas blancas en París") vienen a constituir la metáfora que condensa el sujeto femenino en la novela. Un sujeto que narra desdoblándose en un "yo" y un "ella" en forma fluida y continua, armando su historia con fragmentos y pedazos de recuerdos erosionados por el tiempo: "Escribe para no aguarse en esa matriz de líquidos porosos, para puntear. Porque los sucesos no permiten labrar en el cimiento disperso" (12). La opacidad del discurso resulta de la deliberada ambigüedad en el uso de los pronombres que se intercambian dentro de una misma secuencia, sin previas indicaciones. Así cuando la voz narrativa se refiere a una adolescente que ha sido sorprendida, por acontecimientos cuya plenitud de sentido le han pasado desapercibidos, "ella" es la narradora desdoblada quien se observa como una "otra", más inocente que en el presente de la enunciación.

En una de las frases iniciales del relato se indica: "Hablo de ella" (13). ¿Hablo de otra o hablo de mí misma en el pasado? Mi hipótesis de lectura es que la narradora desdoblada permite que sus dolorosos experiencias pasadas se superpongan a las presentes con el propósito de entender(se) y recuperarle). Así, indica: "(soy la ventrílocua de mi pasión. Hablo mientras duermo, la frase que deseo proseguirse detiene cuando despierto...)" (101). Ventriloquismo que no intenta enmascarar una voz femenina, sino que, como una terapia, des-estanca el pasado para asumir nuevamente el presente. Resistencia textual que pone en práctica postulados conectados al feminismo como discurso posmoderno y práctica contestataria similar a la realizada por otros artistas chilenos durante el período post-golpe(10). Contra la univocidad del sentido, contra el maniqueísmo oficial promotor de las supuestas ventajas de un individualismo exacerbado, Santa Cruz ofrece la ambigüedad y superposición de la(s) identidad(es) de su protagonista-narradora.

La fluidez con que el "yo" y el "ella" se intercambian subvierte radicalmente "una identidad-propiedad" (Richard, 29) que habría de funcionar para los no-privilegiados como mecanismo de encasillamiento y condena durante el autoritarismo. La fluidez que vehicula lo múltiple corresponde a una estrategia ya evidenciada al comienzo de la novela en la alteración de la forma de construcción del sujeto femenino que subvierte un orden jerárquico y binario. Como ha indicado Luce Irigaray reflexionando sobre la subjetividad y el lenguaje de las mujeres: "En una cultura que numera todo por unidades -el uno de la forma, del individuo..., del nombre propio, del significado único- ella es un enigma, pues no es ni una ni dos" (mi traducción, 134). El uso de una voz narrativa que opta por la dispersión, y no la univocidad que permitiría encasillarla, inscribe el texto entre las prácticas culturales asociadas con la posmodernidad, en cuanto a su efecto de "erosionar la idea tradicional de la unicidad del sujeto como fuente de significación" (Subercaseaux, 142). Por otro lado, la voluntad de la narradora por "inaugurar un espacio suyo, usar palabras definitivas, como prolongación de su ser" (15), indica sus esfuerzos por re-ordenar sucesos y no sucumbir a una desintegración producida por la violencia del orden autoritario.

La oscilación de la voz narrativa que rehusa el privilegio de la omnisciencia y su capacidad para interpretar los eventos, dándoles un orden y un sentido fijos, y que se desdobla entre el pasado y el presente, se manifiesta en forma adicional en la ocupación de un espacio textual que se divide por el fuera y el dentro de diversos paréntesis. Estos surgen como cápsulas temporales y espaciales, que configuran saltos en el relato. La fragmentariedad y los quiebres entre dos tiempos, varios lugares y muchas experiencias, aluden a la realidad de "Cuerpos sin residencia ni pertenencias, sujetos sin interioridades ni contenidos desposeídos de la esencia" (Richard, 29). ¿Un cuerpo-mujer, dos? Si no hay una manera clara de distinguir entre "yo" y "ella", es porque en contraste con el discurso hegemónico que le asignó a cada uno(a) su lugar, separando funciones y roles, el discurso de Santa Cruz representa otro escenario en el que predominan lo múltiple y lo ambiguo.

Lo expresado por Hélène Cixous en el ensayo "La joven nacida" resulta pertinente a la estrategia narrativa desplegada en el texto, en que la narradora vehicula simultáneamente traumas ajenos y/o propios:

La escritura es en mí, el paso, entrada, salida, estancia, del ocio que soy y no soy, que no sé ser, pero que siento pasar, que me hace vivir—que me destroza, me inquieta, me altera, ¿quién?—, ¿una, uno, unas?, vanos, del desconocido que me despierta precisamente las ganas de conocer... Tal poblamiento no permite descanso ni seguridad, enrarece siempre la relación con 'lo real', produce efectos de incertidumbre (46).

Como ya se ha indicado, la novela propone la construcción de una identidad femenina fluida que no participa de una lógica jerárquica de oposiciones. El quiebre, sin embargo, de la integridad psíquica de la narradora es evidente. Su causa se narra en dos de los "pedazos" del relato. Uno de ellos, "La partición", es el fragmento más largo del texto. En él, la narradora da cuenta de la muerte del amado, mientras intercala recuerdos de momentos felices vividos por ambos. Los escuetos detalles de esa muerte que se reducen al mínimo, comunican tácitamente los efectos amordazadores de lo innombrable, lo que debe callarse. El no dar cuenta de sus causas alude en forma elíptica a la violencia en Chile, ya que "él" parece no haber muerto de forma natural: "Dijeron que su forma era cadáver y es verdad que no lo reconoció"(35). Una frase previa entre paréntesis "(hay guerra en las calles de Santiago)" (34), hace uso de la intertextualidad para aludir a la guerra interna con que el autoritarismo trataría de eliminar toda amenaza hacia sus dictados(11). Las alusiones a una violencia que surge de improviso, en el recuerdo actualizado de la narradora, funcionan como índices, en términos barthianos(12) inteligibles en el contexto del panorama social y político. El trauma de la muerte del hombre la deja desolada y a la deriva. La pérdida del amado le significa "ver desplomarse sobre su vida (que era la de él entonces) aquellos terrones, con las palmas y los dedos marcados" (35-6). La falta de mayores explicaciones y la inmediata yuxtaposición de un párrafo entre paréntesis que comienza: "(se avecina un maremoto. Cierro la ventana para protegerme, e intento cruzar, demasiado tarde, las persianas: quedan abiertas, los ojos)"(36), dan cuenta de un quiebre por el que se comunica lo fragmentario de las experiencias. El maremoto, como desastre natural y la muerte violenta del hombre, como hecatombe personal, se iluminan mutuamente en una instancia de lo que Raúl Zurita llama "el efecto espectral" (22)(13) de un lenguaje cuya elocuencia reside en lo que queda entre líneas, habla de lo que no dice, pero que sugiere. La narradora trata de retener inútilmente el lazo que los unía, bajando hasta la tierra:

Se fue entonces a la tierra con él, sabiéndose en la ribera, desde donde nace el colorido, lo verde, lo blanco, lo rojo.
Pero se sumergió hasta tocarlo. Quiso entreverarse tantas veces en ese légamo que la subía a visitar. Durmió noches enteras con el barro contra la espalda, apegado a sus caderas, sabiéndose en el borde (37-8).

Aunque la pérdida de quien representaba para ella un albergue afectivo, "Y su casa, su casa fue él" (41), la deja, "Como mar oscuro en noche cerrada, pesando a la deriva" (40), la lectura cuidadosa de "La partición" revela que el derrumbe allí experimentado es la exacerbación de un rompimiento anterior, producido en otro tiempo y lugar. El retorno narrado en la segunda mitad de la novela que da cuenta de sus desplazamientos por un Santiago que no se deja reconocer contiene la clave para entender ese rompimiento previo. Con su llegada a "la calle Londres" (96) reaparece el recuerdo de la tortura, evento determinante para entender la tensión entre el olvido y la memoria que recorre todo el relato. Los detalles contenidos en "La máscara sobre la calle Londres" (99 a 100) evocan en forma explícita los abusos cometidos sobre la narradora. El desdoblamiento se representa por el cambio continuo de los pronombres: "Una cinta húmeda se posa sobre mi frente, se endurece, se pega a ella, se confunde con la piel" (96), para luego añadir, en tercera persona: "Se quitó la venda. Sentía una mezcla de sales y lágrimas, algo viscoso" (97). Es la tortura la que produce el primer quiebre violento, el estallido de la integridad psíquica y física. Recordándose nuevamente frente a un espejo, esta vez externo a ella, la tortura de la mujer representa su violenta entrada al sistema de oposiciones jerárquicas condensadas en las prohibiciones de La Ley del Padre, ya no simbólicas, sino literales en la represión, "la volvieron a agarrar con fuerza dos manos"(99). El conocimiento alcanzado a la fuerza aparece "En ese espejo [que] reflejaba el horizonte de su propio cuerpo rompedero, fragmento de un universo"(99).

El regreso al lugar donde padeció el terror constituye el final aparente del viaje. La narradora comprende que la vuelta -"Llego, no termino de llegar" (80)— es un acto problemático por la dificultad en re-incorporarse en un territorio cuya familiaridad es tan sólo aparente: "Ahí tiene lugar el castigo de hallarse librados a sí mismos: no hay país" (95). Tratar de reconocer hitos que correspondían a coordenadas afectivas dentro de la ciudad se vuelve una tarea casi imposible para quien retorna: "Nos quedará cada pedazo por reconocer en la ciudad lavada, decir que el parrón éste, tenía quizás que ver con la higuera aquélla, el patío era al igual casa adentro, mientras afuera la guerra" (81). Significativamente el factor que establece un puente de continuidad entre el antes y el ahora es el miedo y la represión. Es eso lo que hace reconocible un territorio cuyas características más visibles sólo producen un efecto de extrañamiento. En "La repetición" ella comparte con los transeúntes de una calle santiaguina los efectos del estallido de una bomba lacrimógena. De esa manera violenta, "todo acudía a la misma cita" (90). Es el miedo de antes que mueve un "cuerpo [que] se abultó con la misma velocidad, como puesto más allá de la trinchera de la memoria" (92), para hacerla revivir, "ese reencuentro con la hebra enterrada" (92).

El conocimiento adquirido con el viaje es paradójico y múltiple: "Si volvimos a la ciudad, queriendo una vez más lo perdido, fue para saber que nos perdimos nosotros, definitivamente convertidos en viaje" (115). La narradora aprende que nunca va a llegar al mismo lugar donde una vez había podido ser inocente; también se da cuenta de que, "aunque sitio, la casa es itinerante" (72). La precariedad no termina con el regreso, ni tampoco con el reconocimiento a medias de hitos en la ciudad. El saber más relevante, sin embargo, es aquel que le permite la posibilidad de evitar el naufragio psíquico evidenciado en las frases finales del texto: "soy esa mujer, esa infancia" (116). El sujeto desdoblado y fragmentado se reunifica y se afirma. La novela plantea una alternativa pues, "A diferencia del proyecto post-modernista... donde se anuncia decididamente la muerte del sujeto, los textos de las escritoras latinoamericanas se preocupan marcadamente por la sobrevivencia" (57). La cita de Francine Masiello respecto de autoras latinoamericanas como Marta Traba, Cristina Peri Rossi y Luisa Valenzuela, resulta pertinente a la novela de Guadalupe Santa Cruz. La narradora-protagonista halla en su propio cuerpo el soporte de una identidad que se conserva fluida: "Estoy adentro, puedo salir, el negro es negro-azul, yo soy ese templo" (116). La realización de que dentro de sí misma se ubican las coordenadas afectivas que componen la casa, ahora templo, condensa el resultado del largo recorrido efectuado.

Recapitulando lo planteado al comienzo de este análisis, la novela de Santa Cruz se aparta de manera radical de las imágenes de la casa restrictiva presentes en las novelas escritas por mujeres chilenas entre las décadas del 30 al 60. Para aquéllas, personajes, su liberación consistía en salir de las cuatro paredes domésticas, posibilitando la expresión del goce sofocado por las normas que las sujetaban a comportamientos desvitalizados. Este texto, sin embargo, plantea la posibilidad del goce y la autonomía del sujeto femenino, rechazando su participación en la lógica binaria que distingue entre el adentro y el afuera. Al dejar de existir las paredes físicas, la mujer se encuentra en libertad de trazar sus propias coordenadas, en forma fluida, no excluyente.

El texto fragmentado no ofrece ni respuestas definitivas, ni visiones totalizantes, reafirmando sus sospechas respecto de cualquier utopia. Lo que reafirma en el juego oscilante de los significantes, "Pierdo la mirada, la gano" (116), es su rechazo a las exclusiones y prohibiciones de La Ley del Padre respecto de la construcción de la subjetividad femenina. Con entera libertad para desplazarse entre la carencia y la plenitud, el adentro y el afuera, el sujeto-mujer que narra indica: "Traigo mis ojos hasta acá, reescribo las fábulas, hago época de nuevo, hoy" (116).

 

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REFERENCIAS

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NOTAS


(1) El ensayo de Guerra se incluye en su libro Texto e ideología en la narrativa chilena, publicado en 1987.

(2) La segunda novela de Santa Cruz, Cita capital, fue publicada en 1992.

(3) Aunque Osses usa la fecha de 1987 para agrupar las obras de quienes publican en esa década, otros, como Selena Millares y Alberto Madrid, prefieren la denominación "Generación del 80".

(4) Todas las citas de la novela corresponden a Salir (la balsa). Santiago: Editorial Cuarto Propio, 1989.

(5) Resulta aplicable a esta novela lo que Patricia Rubio ya ha indicado sobre El gato eficaz (1972) de la argentina Luisa Valenzuela: "Una de las unidades estructurales centrales de gran parte de estos textos 'abiertos' es el fragmento. En tanto que éste, en palabras de Octavio Paz, es una 'partícula errante', implica la destrucción de la linealidad del discurso y de la historia y su apertura o dispersión en múltiples sentidos" (208).

(6) "Analizando la narrativa de Cristina Peri Rossi, Elia Geoffrey Kantaris considera que en la vivencia del exiliado "topography functions as a metaphor which charts a movement from centred identity to the shattering of the self-identical, experienced in terms both of resistance and of radical loss. And ... this topography has a particular relationship to the body in the sense that the most basic experience of space, distance, and position corresponds to the construction (in childhood) of an 'imaginary anatomy". (Kantaris, 31-2).

(7) Esta afirmación se conecta con lo que José Promis llama "la novela del fundamento" en referencia a la narrativa de autores como Diego Muñoz, Manuel Rojas, Carlos Sepúlveda Leyton y Alvaro Yáñez Bianchi (Juan Emar), entre otros. Una diferencia importante entre lo planteado en las novelas que Promis analiza, y la de Santa Cruz, es que en esta última la voz narrativa carece o se rehusa hasta el final, de exhibir su confianza para "descubrir y comprender los términos auténticos que sostienen y explican los comportamientos humanos" (Promis, 98).

(8) El concepto de lo Simbólico proviene del modelo de Julia Kristeva (quien a su vez se basa en Lacan) respecto de los impulsos que participan en los procesos de significación en el lenguaje. Lo simbólico se asocia al orden sintáctico y gramatical y a la capacidad que tal orden produce para formular juicios y tomar una posición definitiva en el proceso de enunciación (Oliver, mi traducción, 446).

(9) Es la carencia lo que da paso a los deseos, según Freud, en el caso de las niñas, al deseo de posesión del falo, con su consiguiente prohibición. La prohibición relega los deseos al nivel del subconsciente, que a su vez surgen a "la realidad" a través de los sueños y del arte. Las imágenes artísticas y oníricas se forman, según Lacan, principalmente a través de los mecanismos de "condensación" (la metáfora), y el "desplazamiento" (la metonimia).

(10) Nelly Richard en su libro Margins and Institutions. Art in Chile Since 1973, publicado en 1986, hace un recuento completo de las diferentes prácticas artísticas desarrolladas en Chile durante los años posteriores a 1973.

(11) Como indican Millares y Madrid: "Por medio de este recurso [la intertextualidad] se recogen contenidos que subyacen en la memoria colectiva y son latencias que, como un nuevo hilo de Ariadna, conseguirán, a partir de sutiles sugerencias y alusiones, dejar traslucir contenidos mucho más profundos" (118).

(12) Ver en su ensayo The Semiotic Challenge, la parte correspondiente a "Introduction to the Structural Analysis of Narratives", p. 107.

(13) La frase completa en que se incluye la expresión citada indica: "Se puede entonces hablar del efecto espectral que la literatura producida en Chile toma de las condiciones en que se desarrolla nuestra sociedad" (Zurita, 22).


 

 

 

 

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Recuperando el sujeto femenino exiliado:"Salir (la balsa)" de Guadalupe Santa Cruz.
Por L. Cecilia Ojeda.
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