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A 1000:
o la serpiente boa digiriendo un elefante

Por Sebastián Herrera

Tengo serias razones para creer que el planeta del cual venía el principito, es el asteroide B 612. No ha sido visto sino una vez a través de un telescopio, en 1909, por un astrónomo turco. En ese entonces, dio una importante conferencia sobre su descubrimiento. Pero nadie le creyó a causa de su vestimenta.
(…)
El astrónomo repitió su demostración en 1920, vestido con un elegante traje. Y esta vez todo el mundo estuvo de acuerdo con él.

“El principito”

Si les cuento estos detalles para la presentación de A 1000 o La Vida Muerta de Héctor Hernández Montecinos y les confío su título y su autor, es porque a las personas mayores les encantan las cifras y, también, les encanta que un poema sea verdaderamente un poema y un poeta sea verdaderamente un poeta, porque como dice el autor:

“(…) esos súper lectores no ven nada más
que tinta en los libros
y no saben si la O es cuadrada
o un hoyo en la página
para poder leer desde el precipicio
que es el mismo libro
(…)”

Las personas mayores son así, es por esto que A 1000 parece, a simple vista, un rotundo cambió en la propuesta poética de este autor. En dónde el delirio escritural parece haber tomado un camino mucho más sereno, como si de pronto hubiese adquirido conocimiento de su demencia y hubiese decidido regresar asustado a la cordura, a la “adultez”. Sin embargo, esta apariencia es sólo para que los adultos puedan ver un poema, es sólo un disfraz, un asteroide B 612, que les permitirá creer que en cada texto realmente existe un poema y así no harán caso omiso a ellos o realizarán demasiados cuestionamientos al respecto, porque como se escribe en “El principito”: “Las personas mayores nunca comprenden nada por sí solas y es cansador, para los niños, darles todo el tiempo explicaciones”. Es por esto que A 1000 es presentado por Héctor Hernández en un formato que no esperábamos y que, a simple vista, parece alejarse de libros como “[guión]” o “[coma]”. Sin embargo, esto es sólo una ilusión, pues se puede apreciar en poemas como “Esa persona llamada niño”, que el delirio aún existe y si vemos un poema, lo que hay realmente ahí no es un poema y si vemos una novela, lo que existe ahí tampoco será una novela:

“(…)
Y ya me voy
No quiero escribir más esta novela
Será la novela más corta y tonta del mundo
(…)”

En A 1000 seguimos siendo testigos del cruce de géneros literarios, pues hay novela, hay poesía, hay todo eso y a la vez no, pues estas denominaciones son tomadas por el autor sólo para que la gente adulta pueda ver su existencia y así creer, finalmente, que lo que ve es real. No obstante, en los textos de Hernández no hay poemas, no hay novelas, no hay ensayos, no hay nada de eso; sólo vida, la propia vida del autor que nos interpela, como si fuera el encuentro de dos barcos náufragos perdidos en el océano. Es esto precisamente lo radical de su propuesta, como bien dice Roger Santibáñez en la reseña del libro:

“Ningún ícono queda de pie ante la blietzkrieg hernando-montecina. Ni el amor, ni el odio. Ni las convenciones ni las rebeldías sociales”.

Pues el disfraz sólo es un instrumento para que las personas mayores crean realmente en lo que ven y se dejen de pedir explicaciones. Este disfraz sólo es un instrumento para que crean que el libro contiene poemas, pues sólo así las personas adultas, que no son otra cosa que los “perros de la poesía”, se decidirán a leerlo. Este disfraz será, entonces, sólo un instrumento para arrasar con ellos, para enfrentarlos y decirles que estos poemas y este libro son la propia Vida Muerta  del autor y que el encuentro entre estos dos náufragos sólo conducirá a hundirnos y ahogarnos en las profundidades del mar, para luego mirarnos a los ojos en las profundidades y descubrir que no estábamos tan solos.

“Mi mano está cansada y tiembla de tanto escribir
parece de piedra o barro,
creo que está empezando a morirse
y ya repite las mismas palabras
una mirada, una pasión, una luz, una voz,
una fruición, una senda, una vida,
una lágrima, una palabra,
ya no me aferro a mi cuerpo
el naufragio me salvará y no despertaré,
el amanecer no promete nada mejor,
pero incluso así
abriré los ojos una vez más,
una vez más para poder mirarte
y agradecer el hecho que aún no esté muerto”.

A 1000 es la desaparición de la vida en cada letra, cada palabra, frase y poema, pues no es otra cosa que tinta derramada en el libro, un manto oscuro, el féretro de toda utopía, que es la incapacidad de entablar un dialogo entre dos niños, entre dos monstruos, entre dos locos. Sin embargo, esta muerte será sólo un paso, una transformación, ya que la muerte del poema, la muerte de su autor, dará paso a un dialogo puro y transparente como una hoja en blanco –que no es otra cosa que la vida transparentada-. Será este dialogo el que nos permitirá escuchar la resurrección del poeta, ya no como autor, ya no como hombre, sino como la voz y la vida de los niños del mañana, pues como dice en el poema “Testamento del viajero”:

“(…)
una vida muerta que ahora, hermana querida,
dejo en tus manos,
sin enojos ni pena,
porque allí podré volver a nacer

en el futuro que eres para mí
junto a todos esos niños
que caminan en fila y abrazados por la línea del
horizonte
donde yo también camino,
pero como tu hijo”.

Este libro es el testamento de los niños del futuro, quienes hablan desde la más pura y viva inocencia, pues si A 1000 es el reverso de Lima, entonces este libro es el anverso del libro en sí, un libro escrito, como diría Deleuze, “con silencio y sangre, un libro que se escribe en el alma”. Es ésta, precisamente, la radicalidad de esta nueva entrega: un libro que no es un libro, un libro que no es el autor, un libro que es la vida de los niños del futuro, quienes se entregan por completo en cada poema, mediante un trágico y bello desmembramiento, en el que las rodillas, las piernas, los dedos, los brazos, los ojos o el corazón del poeta-niño ruedan en cada página, porque como describe en el poema “El cielo para ti”:

“Todos sus vicios son uno solo
Querer hacer de la poesía su propia vida
Un gesto que evoque
Lo que alguna vez fue el primer grito de la
Humanidad”.

Entonces la consigna whitmaniana se cumple, pues cuando tocamos A 1000 no tocamos un libro, cuando tocamos A 1000 tocamos a un hombre, más aún, al niño del mañana, quien desde la más profunda sinceridad, nos contará lo por primera vez visto: el amor, el odio, la rabia, la pena, en fin. Eso es lo delirante de este libro, la imposibilidad de su lectura, pues al tomar A 1000  escuchamos la voz de un niño que nos enfrenta, que nos toma del cuello y nos mira a los ojos y nos obliga a hablarle a él también. Eso es lo realmente potente, ese es su emparentamiento con las anteriores entregas: la continuidad del dialogo, la continuidad de forzar la muerte del poema, de la escritura y enfrentar la vida desde la inocencia más absoluta y aterradora, pues no hay nada más delirante, ni más loco que un niño, no existe nadie más verdaderamente libre que él, libre de errar y de absorber absolutamente todo lo que lo rodea, para transformarlo y reutilizarlo de una forma radicalmente nueva.

De esta forma, todo lo que pueda decir un niño está limpio de errores,  sólo existe un errar para los ojos de las personas mayores o, en este caso, para los ojos de los “perros de la poesía”, pues un niño, o mejor dicho, el niño Hernández Montecinos jamás yerra. Un niño sólo tiene la capacidad de ver el alma de las verdades y, para nosotros, eso es un error. Sin embargo, este libro y cada poema contenido en él son sólo almas y sangre que se muestran al desnudo. Entonces quien quiera ver un disfraz, quien quiera ver un poema, sólo será aquella persona demasiado adulta e incapaz de contactarse con el niño que alguna vez fue, pues para leer este trabajo, o mejor dicho, para dialogar con él hay que ser conciente del delirio y la locura que significa que A 1000 no sea un libro y tampoco un hombre, si no el más tierno y rabioso de todos los niños, un niño que absorbe los paisajes transformándolos, pues la reescritura no es otra cosa que una puerta abierta y esta puerta no es otra cosa que un nuevo y distinto libro o poema, la reescritura es la conciencia que todo niño tiene de que el pasado es suyo y que debe buscar en el futuro su presente, como bien dice Héctor en el libro:

“(…) la reescritura es la violación de los violados,
es la vuelta de manos y de piernas,
pues uno está escrito en todos los poemas que existirán”.

Eso es A 1000 son los poemas y los niños que existirán, quienes hablan desde el hoy, desde un presente infinito. Entonces la única misión del lector es no leer el libro, sino hablar con él, pero hablar desde el yo-niño, pues sólo así no veremos O cuadradas o, como en “El principito”, dibujos de sombreros en vez de serpientes boas digiriendo un elefante.

 

 

 

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