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LA HERIDA DEL YO COMO CASTIGO
(presentación de Sangre seca (Contrabando del bando en contra, 2005) de Estela Lamat)


Por Héctor Hernández Montecinos

Movimiento y circulación quizá sean las fugas del libro Sangre seca de Estela Lamat. Algo se mueve dentro de sus páginas, una escritura fluctúa entre lesiones y precipicios. Alguien allá adentro ha dejado de tener un nombre y ese nombre ha pasado a convertirse en una magulladura. Un recuerdo sangriento de haber nacido. Una memoria tránsfuga que olvida la higiene moral y que concita odiosa los devenires de un amor imposible. Esta poesía es la herida, no la cicatriz; es la sangre seca en algo, no una costra. La escritura es un tajo para cerrar las heridas se me ocurre. Algo pasa entre el corazón y la mano. Ambos se hacen uno, y ese montaje radicaliza el pulso, la pulsión de la escritura. Directa y sin mayores ambiciones que ser el remanente de una historia personal, que como señala Carolina Díaz en el prólogo del libro, deambula entre el exasperante hastío por el dolor hasta su maquillaje retórico anacrónico. Sangre seca, de este modo, instala desde su prólogo las preguntas por la existencia de una escritura poética contemporánea ajena a las modas imperantes, o la duda de una radical actitud poética de transferir la autoría del libro a un golem desquiciado y maniático.

En el primer capítulo de los cuatro, “Hombreciudad:posesposmodernas”, la subjetividad escribiente inicia un derrotero sentimental por Santiago, quien a su vez se desconfigura como cuerpo, territorio y discurso. Esto hace que esta relación tortuosa por la androginia de este siendo, se haga a la vez problemática por la utopía de esta ciudad tercermundista, y se vuelva a anudar como discurso poético de esta espectralidad referencial. Esta ciudad-hombre no la quiere, y el abandono y la carencia son el inicio de esta escritura. Justamente, esta ciudad destruida, como la poeta señala, es a la vez el eco de estas poses posmodernas que convierten a este hombre en un remedo glam de un género minoritario. Este ángel ambiguo y lascivo es una ciudad prostituta y feroz que deviene deseo y miedo como conmutatividad. Hay un exilio para la subjetividad escribiente impuesto por las estéticas posmodernas que transversalizan las sexualidades y las llevan a intensidades que anulan las formas de relación convencional. Espejismos y espejos por donde dejar de mirarse como cuerpos sexuados determinados por la genitalia.

En el segundo capítulo, “El jardín de los delitos”, la escribiente que ha sido herida por las alas áureas, se vuelca a sí misma como escritura, es decir, en la posibilidad de la poesía como transgénero es que si inicia una metareflexividad que indaga por el trastoque de la delicia por el del delito, la infracción, la contravención al lenguaje como cuerpo torturado, violado, martirizado. Desde este sadomasoquismo es que se puede entender el libro completo, no hay treguas para sí misma, sabiendo que esta poesía es un acto de suma justicia para su dolor y su pasado. Dentro de este locus terrible es que la mujer deviene vegetalidad, reincorporando muchas mitologías, y al mismo tiempo deconstruyendo sarcásticamente la relación entre mujer y naturaleza. No hay mujer, no hay naturaleza. Nada es natural, nada es innato. El deseo se construye. El deseo es el miedo. La escritura como abertura, hueco, hendidura, agujero, precipicio es por donde cae y caen la mano que escribe y la mano que sostiene el libro al leerlo. La sangre, la tinta, la resina, son los óleos que esta escritura tremendamente llena de imágenes propone como secuencias de esta radiografía al florilegio de la poesía.

En el tercer capítulo, “Parafernalias de estrellas”, la subjetividad escribiente abandona este jardín infernal para desplazarse a una zona repleta de órbitas y circulaciones, donde los cuerpos celestes se mueven al compás de una música sorda. La estrella negra aparece dibujando un cielo blanco, luminoso, donde nada se ve pero todo está escrito. Es un cielo de papel, donde señala la poeta:

no hay verdad que se sostenga
ni amor que se contenga
para las estrellas de papel.

En este espacio, multívoco e imposible, es donde las estrellas son a la vez mariposas, que juegan en la página como manos tentadas por la escritura. Textos cortos que verticalizan el aire entre una página y la siguiente. Mariposas nocturnas que brillan de día, estrellas parafernálicas de un pasado que comienza a amanecer y por ende a desintegrarse en la cotidianeidad de un cuerpo, de una territorialidad y de un discurso que no dejan se mirarse a sí mismos onanísta y obsesivamente. Un yo descarado que no cesa en ser escritura para sí, y que no teme en ser presa de las lecturas.

Por último, el capitulo final es “La sangre”, donde esta épica que comenzó con su quiebre con Santiago, su destierro al jardín perverso, su inmersión en la materialidad terrestre de la escritura, su descenso al cielo de la página llena de cuerpos voladores y luminosos encuentra término no como suspensión sino que como epítome. Esta serie de textos serán los más trágicos en el sentido clásico del fracaso de la aventura emprendida. Acá no hay más discurso que el de la muerte, que es el mismo de la locura, esto es, un viaje sin vuelta atrás. La sangre es el resultado de golpes, contusiones, presiones, fuerzas ejercidas sobre un cuerpo parlante, ya que al fin y al cabo toda esta sangre es lenguaje, hemoglobina gráfica, plaquetas fónicas. La desubicación del yo se confabula contra sí misma, alguien dentro del libro debe morir. Y la muerte acá viene a ser la respuesta final, pues sólo el muerto ya no sangra. No es la paz celestial, sino que la certeza de que el cadáver no volverá a sangrar, que en este sentido es un correlato a recordar. El libro cierra maravillosamente, con un verso que obliga a releerlo, repensarlo y a limpiarse las manos con algo más sucio y bello que la misma sangre. Cito:

Yo tampoco entiendo Por qué no te maté Clavándome un cuchillo

 
 

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La herida del yo como castigo.
Presentación de "Sangre seca" (Contrabando del bando en contra, 2005) de Estela Lamat.
Por Héctor Hernández Montecinos.