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"Putamadre" de Héctor Hernández Montecinos
El Libro como ética del fragmento


Jorge Solís Arenazas.

Ciudad de México, Junio de 2005

Al inicio de "Putamadre", Héctor Hernández Montecinos (Santiago, 1979) elige un epígrafe de Gilles Deleuze, en el cual reclama una defenestración respecto del espacio aurático reservado para el libro. Leer exige olvidarse del libro, a la par que implica un reconocimiento de la textualidad que recorre y configura la historia de la sociedad occidental (confundiéndose con un centro originario de la misma). Reconocimiento crítico, testimonio de una escisión que nos funda. Dice Edmond Jabés: -El libro es siempre el más allá de la palabra, el lugar en que ésta muere. Toda búsqueda, toda expresión de un lenguaje de la trascendencia, no es más que una versión –una forma de editar, podría decirse- de la ruptura de la palabra, de la herida del lenguaje. Como simple actitud, tomada como simple asunción programática, esto no sería tan crucial. Pero en el epígrafe también debe leerse una de las dimensiones capilares de esta obra, a saber: el trazo de un ethos. Esto es así puesto que, antes de ser escrito desde una falsa centralidad enunciativa, este libro se ha leído mediante la defenestración mentada. El propio autor la ha llevado a cabo, en un movimiento quizá próximo a lo que Harold Bloom llama misreading, con una diferencia cardinal: Héctor Hernández Montecinos ha construido un orden agonal no sólo frente a un pasado literario canónico (mediante diversos montajes intertextuales), sino ante la posibilidad misma de su obra. Cabe preguntarse, en consecuencia, si estos poemas pueden considerarse huellas de esa lectura previa al libro, que no es la búsqueda ni el registro de éste, sino el movimiento que lo despoja de sí.

Más que un simple proyecto Putamadre es una apuesta tan oscilante como paciente ante el imperativo de deletrear sus riesgos, escollos, distancias y desplazamientos. A la idea de la literatura como tensión de los orígenes posibles (Rilke, Valéry, Blanchot), aquí le hace eco la idea de la obra como la tentativa de responder a la clausura desde sus propios elementos: hacer de la escritura el espacio de una pérdida donde “el origen”, “lo originario” ya no son únicamente ausencia e imposibilidad; también se revelan como peligros, mentiras, “rumor de prestidigitadores”. Empero, esto no es reductible a una simple asimilación temática. Importa dado que se traduce en una revisión sobre la materialidad del poema. En su formulación, el libro no se arroga un carácter autotélico; lejos de disiparse, debe ponerse entre paréntesis para dar cuenta de su eticidad. No es otra la razón por la que los problemas que, en un sentido muy global, plantea la obra de Héctor Hernández Montecinos sean menos del orden de una confección textual que de un desmembramiento del lenguaje.

Si el libro debía nacer de su propia defenestración, el poema estaba exigido menos a articularse que a desprenderse, a desobedecerse. De suyo se colige que Putamadre no es, en un sentido específico, una antología (un florilegio, la muestra de las flores más bellas del jardín). Cierto es que puede considerarse una muestra de la serie que el autor ha llamado, con un tono que va a caballo entre la fascinación, el desenfado y lo descarnado, Las categorías visuales de la gloria trágica, integrada por tres libros, a saber: No! (2001), Este libro se llama como el que alguna vez escribí (2002), y El barro lírico de los mundos interiores más oscuros que la luz (2003). A esto, finalmente, se le suma una serie de textos inéditos hasta ahora, reunidos bajo el título de Coma. Pero en este recorrido no existe la aspiración de brindar una imagen de una poesía acabada. No hay, en ningún momento, una volición por una poética integral. Antes bien, lo que persiste en sus páginas es no una nostalgia, sí un dolor, una laceración que hace eco de la escritura total (Le Livre de Mallarmé), en el cotejo trágico de que tal impulso ahora resulta imposible.

Así, a diferencia de una “poesía lírica” ad usum, Hernández Montecinos no se plantea la transcripción de un orden, el registro experiencial de una voz, el hallazgo de un tono, o la integración de sus registros. No erige sus posibilidades enunciativas como un a priori para sus poemas; tampoco propone un pacto que convoque al lector a asimilar esa tonalidad, como una falsa “intimidad” u “hospitalidad”. Todo lo contrario. Comienza por una dispersión de los hablantes; su estrategia textual más recurrente es la descentración (semántica, referencial, intertextual, sintáctica, eufónica, espacial, visual, etc.). “Olvidemos el centro”, nos dice en uno de sus más agudos versos. Habla de olvido, no desde una postura que invita a romper el centro, sino desde un malestar que constata que el centro ya está roto. En esto también individúa su apuesta, ya que no cae en el tardío eco del iconoclasta empeñado en asesinar cadáveres, desde esa estólida rentabilidad de nuestra época que consiste en finiquitar ídolos que llevan varios siglos en el olvido. No es que el impacto de la sedición esté exento de su empresa, sino que éste cristaliza en una ruptura doliente. Aquí la rebelión equivale a una laceración de la propia mirada, haciendo eco de los telúricos versos de Alejandra Pizarnik (la rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos).

En esta escritura, a la dispersión o, si se prefiere, a la descentración de la textualidad le corresponde una hibridación en los niveles enunciativos, un desbordamiento de los núcleos de identidad (no sólo el ego psicológico, ontológico o gramatical, sino también el tiempo, la sintaxis, la espacialidad de la página, los elementos tipográficos, etc.) y una refracción temática. Merced a ésta última se experimenta un fuerte despliegue de voces que no siempre se concatenan entre sí. Esto se puede percibir muy claramente en los fragmentos que componen “La Manicomia Divina”. En esta sección, los sujetos parlantes y sus referentes se encuentran en constante mutación, con claras funciones paródicas. No interesa tanto saber quién habla o qué dice, sino cuál es la hendidura que hace del habla menos una esfera determinada por un ego centralizado que el devenir de una subjetividad abierta, mutante, mutable, vectorial, inacabada, así como el espacio donde toda locución se enfrenta a un estado limítrofe, ante el cual cede y se afirma a un solo tiempo.

En general, se procede mediante la ambigüedad referencial. No conozco el límite entre la vulva y el ano/ me llamo X tengo X y represento la otra incógnita de la belleza. No sería del todo desquiciado decir que la obra de Hernández Montecinos se resiste tanto a la “transparencia” cuanto a la definición. De tal suerte que la ineludible insuficiencia de sus voces representa un necesario recorrido para la desarticulación del estrato semántico el poema. La violencia textual y la inversión del sentido son los puntos formales de los que el proceso pende.

En algún sitio, Kierkegaard decía que ahí donde no había pathos el poema era impensable. Aún más: sugería que así como fue una madre en el lecho de su hijo enfermo quien inventó la plegaria, el amor herido dispuso las condiciones de posibilidad de ser del poema. La escritura de Héctor Hernández Montecinos es, sin embargo, un distanciamiento del pathos, a la vez que una revisión de las mentadas condiciones del poema. De hecho, la persistente revisión de la objetualidad poética aquí se sostiene de la creciente tensión entre pathos y ethos. Esto no se confunde, en modo alguno, con la negación de la potencia cognitiva de la escritura; debe entenderse en modo distinto: en el tenor de una crítica del fetichismo de la expresividad y de los complacientes “mundos líricos” (el tercer título del poeta, El barro lírico de los mundos interiores más oscuros que la luz, es consecuente al respecto). Cabe sospechar, de hecho, si la obra de Hernández Montecinos no es, por la fragmentación, por el descentramiento aducido y por esta última tensión entre ethos y pathos, una vuelta de tuerca que propone la “legibilidad” del poema y el claro desciframiento de los significados en tanto que problemas correspondientes a un continente ético de la escritura.

Aun considerando sus heridas, esta escritura no se funda en el patetismo. Si recurre a él es con el objeto de descolocarlo y transfigurar sus funciones. Dice en un poema: Ay de mí y del desafío para ser __________. Todo este texto emplea una serie de locuciones que no se suceden entre sí, no mantienen una correspondencia lógico temporal; son inconexas. El único hilo que las reúne es el mismo “Ay de mi”, con que cada una de ellas inicia. Y la forma en que, hacia el final, la línea se reitera hasta la saturación: Ay de mí Ay de mí Ay de mí. Se trata de una operación donde la primera persona es descontextualizada por su propio decir, a partir de la ironía. Con ello se cumple otro momento de la ya referida hibridez que atraviesa Putamadre.

En el texto aducido también se lee lo siguiente: Ay de mí porque hablar de ---- es imposible. La energía ética que habita esta escritura queda bien encarnada por esta línea. Es dable decir, con ánimo de puntualizar, que toda reflexión sobre el decir poético se ve impelida a formular la eticidad como un borde permanente de la escritura. De otro modo, será difícil interrumpir los automatismos y declives de “la experiencia estética”. Mas hay que prevenirse para no homologar la puesta en juego de esta perspectiva con un simple ejercicio de legitimación del lenguaje frente al polo del mundo. Aún más: la lógica elemental de este esquema de fluctuación entre la “obra” y la “experiencia”, entre “poema” y “mundo”, también se pone en duda aquí. Las apasionadas exigencias que este libro propone corren por otros rumbos.

No es por la ausencia de su objeto que la citada línea sabe que hablar resulta imposible. Que, desde su distancia, el referente se proyecte como un sesgo no representa el conflicto principal. Lo nuclear reside en que, por sus mismas fracturas, este lenguaje no puede mentirse –y mentir- pretendiendo la recuperación de un aura, de una condición sublime, de un efecto taumatúrgico sobre la sensibilidad el lector, de una reconstrucción que testifique las “experiencias estéticas” fundadoras de la textualidad, etcétera. En pocas palabras: esta escritura no vive de su lenguaje, como de una realidad inmediata.

Demorarse en el cuestionamiento propio sobre las condiciones de su existencia (vale reiterar: de su existencia, no de su “ser”): tal es una respuesta ética de esta escritura, a la que le es menester una crítica de su palabra frente a la historia. Este punto vuelve a ilustrar que la conciencia en torno de El Libro sólo se cumple a condición de abismarse, mas no por una retracción accidental; no por el hecho de reclamar su existencia de forma “espontánea”. Esto último sería, en el mejor de los casos, un gesto defensivo del poema; un modo de negación (en el eminente sentido psicológico de esta palabra). Pero, como nos lo recuerda el propio Héctor Hernández Montecinos, en el primer poema de No!, también podría tratarse de una falta constitutiva: cobardía, servilismo, mentira. Ya no queremos ser más ciegos/ Buscamos luchar contra la desesperación del tiempo y los demonios del poder/ Pero sólo ahora hemos resulto que la poesía es un rumor de prestidigitadores/ Y que nuestros dedos son dardos/ La verdad es una de las pocas mentiras que hace daño en este contexto.

Con los anteriores esbozos, vagos y elementales, no se agotan los problemas éticos de esta escritura, como es de suponer. De igual modo, la mentada revisión de la eticidad del lenguaje poético no es la única superficie en la que se moviliza el trabajo de Héctor Hernández Montecinos. Debo matizar, de forma breve, otro aspecto. Vuelvo, para ello, a esa parte de “La Manicomia Divina”, en la que se acude a un hablante femenino en los poemas, construyendo una superposición de “personajes” (la notación aquí es anfibológica): “las tres Marías”. Pero, antes de ello, me permitiré un magro desvarío anecdótico.

En mi condición de lector mexicano, cuando me enfrenté a la sección de “las tres Marías” me pregunté si Héctor Hernández sabía que, en México, hay un lugar llamado así. Podrá verificarse de forma sencilla que, en efecto, existe un lugar con este nombre en el trayecto que va de la Ciudad de México al estado de Morelos. Lo curioso, para mí, es que me encontraba confundido; en realidad no pensaba en este lugar, sino en las “Islas Marías”, un archipiélago que hace las veces de una prisión, albergando delincuentes calificados de “alta peligrosidad” que “establecen” entre sí una sociedad, una comunidad confinada a esa territorialidad –con toda la problemática que eso implica políticamente hablando. (Se trata de las islas donde el escritor José Revueltas fue encarcelado en más de una ocasión por los gobiernos en turno; y donde escribió uno de sus libros más intensos, Los muros de agua).

Al margen del momento anecdótico, este lapsus tuvo su lado fructífero. Desde él me fue dado leer, de forma más clara, otra textura de Putamadre. Me refiero a que la revisión de las condiciones de enunciación poéticas que esta escritura lleva a cabo exige, como su correlato, una crítica de la subjetividad y los diversos niveles de la urdimbre social. Si, como lo pensaba Iuri Lotman, “la cultura en su totalidad puede ser considerada como un texto”, aquí la escritura de Hernández Montecinos vuelve a actualizar el tropo de misreading, mentado al inicio, al desarticular algunas operaciones de ese “textos de textos” que la cultura es. Cada poema es lectura, pero también intervención, puesta en juego de una intertextualidad que desea romper la ubicación de ciertas relaciones de poder (aquí concibiendo al poder en un sentido muy cercano a Foucault, aunque sólo en un primer momento muy global, esto es: el poder no como ser, estructura, institución, sustancia o centro, sino como dinámica, ejercicio, haz heterogéneo y necesariamente disperso de rasgos, técnicas, discursos, dispositivos, etc.).

Lo anterior nos autoriza –y a la vez nos interpela- a entender que los elementos intertextuales no cumplen exclusivamente un papel desde la “negatividad” literaria –si la expresión cabe- al responder a las estructuras canónicas, ora invirtiendo el sentido de algunos momentos específicos, ora abriendo las mixturas de presencias textuales sacralizadas, etc. En dichos elementos también existe una mixtura de estrategias que integran el espacio y el tiempo históricos como otros textos que hay que “desleer”, neutralizar, reconfigurar. De ahí la estrategia de superponer, en un espacio textual, diferentes discursos y otras fuentes de la citada crítica de la subjetividad: sexualidad, religión, pornografía, psicología, propaganda, cultura kitsch, etc.

Debe recordarse esa yuxtaposición del nombre María (de eminente resonancias mítica y religiosa, a la par que un símbolo que incide en la figura histórica y psicológica de la “madre” y el origen) frente al nombre de algunas “figuras” del aparato comercial (Thalía, Paulina Rubio, Lynda). También cabe recordar el empleo de algunas líneas de canciones de ese ámbito kitsch como presencias ambiguas (testimonios, además, de un lenguaje menos “mancillado” que fracturado) en los mecanismos del poema. Esto es, ecos de canciones en tanto que componentes de esa misma fragmentariedad e hibridación de las que se ha venido hablando: las dos estrategias globales que, en Putamadre, son posibilidad de encarnar el sentido (o diversos sentidos, si se quiere) y, de forma simultánea, las condiciones críticas no tanto frente al sentido cuanto frente a la posibilidad del sentido.

Una última palabra. He dicho que la escritura que integra Putamadre participa de la tradición –si es dable hablar de una tradición- que inicia con Mallarmé, y tiene como preocupación fundamental, o como impulso constitutivo, la idea –el fantasma, si se prefiere- de la “escritura total” (entendido este tropo de múltiples formas, y no sólo en estricta correspondencia con el autor de Un coup de dés…). La proximidad con esta tradición –una tradición de problemas más que de convicciones o ideas- se cumple aquí desde un “segundo plano”, si quiere verse así: a través del aislamiento, la indefinición, la insuficiencia; en suma, desde la fragmentación. Tomando en cuenta estos rasgos, puede hablarse, noción ciertamente equívoca, de una “estética del detalle”. ¿Formulación de una poética? No: Proceso de tentativas, repliegues, deletreos de múltiples peligros e inseguridades formales.

La escritura total ya no puede proceder por sumas. Cierto es que la obra de Hernández Montecinos se ve desgarrada por la vastedad y por no pocos excesos fundacionales. Aquí, ni la lectura aristotélica de “la unidad y la variedad”, ni la figura lezámica de los “fragmentos a su imán” encuentran cabida. Pese a ello, Putamadre se alimenta de una volición de gran alcance que, aun cuando se demora en el instante, el devenir y lo particular, se esgrime como un gesto alterativo que busca trascender lo totalizante o lo totalizador.

De tal suerte que el renglón del continente ético transluce otras líneas de gran importancia. La ética es rebosada –y necesita serlo- por otras apuestas que, a riesgo de ser exagerado, puedo llamar existenciales, políticas, sexuales, festivas, textuales, psicológicas, territoriales, icónicas, etc. Es probable que un apetito por la catarsis (en un sentido antitético al de las lecturas aristotélicas) persista y alimente la escritura de Hernández Montecinos. De ahí que, si es cierto que de aquí no puede colegirse una épica (imposibilidad ya no únicamente del personaje, la acción, la historia, el tiempo, el viaje, sino también de la narración, el espacio y la voz), también es cierto que hay una insistencia –de obvio perfil utópico- en que la crítica intersubjetiva de Putamadre tenga máximos alcances: que sea capaz de integrar experiencias irreductibles a las esferas emocionales o estéticas.

En todo caso las apuestas de Hernández Montecinos nos convocan a aceptar este hecho: el necesario desgaste de la herencia de las vanguardias no debe implicar, por un simple esquematismo causal, la desaparición de sus tensiones vitales (y aquí el epígrafe de Artaud es luminoso, en el doble sentido de la expresión).

Me pregunto, para concluir, si esa energía que reacciona contra la frialdad institucional no es el anverso de un interiorizado impulso por “donner un sens plus pur aux mots de la tribu”. Me confieso incapaz de responderlo. En todo caso, sí es perceptible que, allende sus pérdidas y derrotas, este lenguaje no renuncia a los poderes de la crítica ética como un camino para la probable renovación o, más aún, transfiguración del mundo. Pero no lo hace desde una nostalgia plañidera. Es otro el punto de apoyo de la fuerza que esta poesía esgrime, dejándonos la sensación de que la lucidez es una herida. Una herida: una fiesta.

 

 

Jorge Solís Arenazas (Ciudad de México, 1981). Ensayista y crítico literario, ha presentado conferencias y ponencias en distintos países de Latinoamérica. Varios de sus ensayos y artículos han aparecido en revistas y suplementos. Algunos de sus textos sobre artes visuales aparecieron en francés y sueco. Dirigió la segunda época de la revista México Volitivo, y ha impartido cursos sobre crítica y recepción literaria, organizados por esa misma institución. En 2002, publicó su libro de ensayo crítico Entre la Iguana y el Colibrí. Actualmente coordina la colección de discos de poesía “La soledad sonora”.

 
 

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