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WOODY ALLEN SE ACERCA A LAS MUJERES
CON UNA DISCRECIÓN INSUPERABLEMENTE VAPOROSA

Hernán Lavín Cerda

Aunque ustedes piensen que yo también perdí el juicio haciendo clases o más bien deshaciéndolas, al modo de Nicanor Parra en aquellos días de 1947, lo único cierto es que vi cómo Woody Allen se acerca a las mujeres con una discreción insuperablemente vaporosa. Junto al pequeño Mickey, su perro de naturaleza más bien humana y casi microscópica, fui testigo de lo que aún dicen o suspiran mis palabras. Como por arte de magia impura, que es la única magia que vale la pena cultivar en este mundo de locos sin consuelo, según las palabras de Jack Livi, acaso el último y sublime pensador del siglo XX, Woody Allen y yo caminamos hacia la Chess and Checkers House, y en menos de tres minutos aparece el Carousel. Aun cuando no se trata de un fenómeno original, el carrusel deslumbra por sus caballitos bávaros que en su día fueron pintados a mano con mucha sensibilidad y buen humor.

Allí también aparece Su Majestad el Globero, a quien los niños le dicen Peter Groucho o simplemente Groucho por sus tentaculares y retorcidos bigotes al modo de la bigotería de Groucho Marx, aquel humorista del pensamiento como habitualmente no es. Hay montículos de globos de muy diferente fisonomía, que hasta pueden ser el disparador de un ataque de risas y lágrimas, algo no muy fácil de controlar ni de prevenir. Charles Chaplin dijo alguna vez en Londres que toda realidad, incluso la vida, empieza en un globo y termina en otro globo, sí, globularmente o más bien globunamente, como diría algunos años después Witold Gombrowicz desde Buenos Aires y en algún rincón de su novela Ferdydurke. Brilla como nunca el espíritu de los globos multicolores que amenazan con volar hacia el cielo. Aparecen las múltiples geometrías que siempre nos dan placer: triángulos, círculos y rectángulos llenos de aire con vocación de altura. Aquella naturaleza neumática que sólo quiere subir y nunca dejar de seguir subiendo hacia las nubes, lejos, más allá de las nubes de formas múltiples, allí donde el milagro de la luz se abre de improviso y va multiplicándose por encima del Central Park, entre otras nubes, mientras parecen levantar el vuelo e iniciar su viaje aquellas agujas de metal con algo de óxido, aquel óxido de cada día que brota desde la cumbre de algunos rascacielos ya muy antiguos.

--¡Socorro, auxilio, socorro! --grita sorpresivamente una mujer de labios profundos y cabellera del color de la corteza de los cerezos--. Ahí está junto al árbol, ¿no lo ven?, ahí está con su cola inquieta y sus bigotes repugnantes. ¿Lo ven? Sin duda que se trata de un ratón gigantesco: es de los más grandes que yo he visto en mi vida. ¿Lo ven o no lo ven? Si pueden verlo desde aquí, entonces yo estoy bien y donde debo estar. Si no lo ven, entonces yo estoy más loca que una cabra de los Montes Urales, con aquel paisaje del mar Caspio a lo lejos y al fondo, siempre al fondo. New York es así desde mucho antes de ser New York. Es la gran metrópoli de los locos y las locas sin consuelo, pero con clarividencia, sin duda, con la más absoluta clarividencia.

--Yo no alcanzo a ver la cola de ningún ratón --digo mientras me rasco la palma de la mano izquierda--. Estoy seguro de que Jack Livi pensaría lo mismo que yo: “¿De qué pinche ratón me hablan, para decirlo al modo de José Alfredo Jiménez?”

--Por la inquietud que no deja de estremecerse desde la cola de Mickey, yo sospecho que aquí hay gato encerrado o más bien hay ratón encerrado, como hubiera dicho Ingmar Bergman --sonríe Woody Allen y se aproxima sin perder su equilibrio a la mujer de labios profundos con una discreción insuperablemente vaporosa--. Si usted piensa que estoy algo nervioso, no se equivoca: es la pura verdad. Así dicen en México: la pura y santa verdad. ¿En México o en España? No importa. Aquí sólo importa el tamaño del ratón que alcanzamos a ver desde aquí. Pido perdón por la redundancia del aquí, como es obvio, y le ruego que conserve su equilibrio. Si yo me pongo más nervioso que los ratones del Central Park bajo aquellas nubes tan largas, sí, más nervioso que los ratones cuyos bigotes son todavía más largos y retorcidos que los de Groucho Marx en las primaveras del otro mundo, entonces no hay nada que hacer, ya no hay remedio. En un caso así, pido que le regalen el diez por ciento de mis cenizas, sólo el diez por ciento, a mi promotor artístico… Oh, ahhh, oh, para decirlo en alemán. Sin duda que usted es un monumento a la belleza de la mujer neoyorkina. ¿Verdad que sí, querido Cayo Valerio Lavín Cerdus? ¿Verdad que así es, todavía, sin duda, mi querido Mickey que te das vuelta en el mismo círculo como un perro que hubiese perdido el uso de la razón? Por parte de las bestias humanas, la razón es un privilegio que sólo se pierde razonando, y algo muy semejante sucede con la razón de los perros que como tú piensan, a menudo, que no son perros. Podrían ser cualquier cosa, otro fenómeno de índole desconocida, aunque muy distante del mundo de los perros.

--¡La cola del ratón es tan larga como sus bigotes! --grita la mujer entre un suspiro breve y un suspiro largo, aunque parezca increíble. Lo cierto es que nada es increíble. Todo y nada es increíble en el Central Park de New York--. ¿Lo ven? Sin duda que se trata de un ratón monstruoso. ¿Alcanzan a distinguir sus ojos del color de la ceniza? ¿Lo ven o ya no lo ven?

Woody Allen lleva su mano del corazón hacia la gorra de beisbolista, pero no, qué digo, una gorra más bien inclasificable, y se pone muy nervioso cuando descubre que por debajo de la cintura de la mujer aparece el borde inferior de una minifalda de lunares negros y amarillos sobre un fondo de color perla. Cada muslo es como un brazo de la Estatua de la Libertad, allá en el corazón de Liberty Island y no muy lejos del Puente de Brooklyn. Oh my God, my goblin, oh my goddess!, suspira el cineasta y se muerde la lengua por el perfil izquierdo, sin darse cuenta, al modo de los habitantes menos conservadores y más audaces  de New York. (De la más antigua colonia judía instalada no muy lejos del Battery Park, dicho entre paréntesis, nadie se atrevería a sostener que nuestra apreciación es falsa).

--Discúlpeme si me dejo caer en su vida privada, pero usted se parece un poco, no mucho, sólo un poco a Diane Keaton, quien fue mucho más que mi novia en aquellos días de La última noche de Boris Grushenko, una película que filmé en 1975. El ambiente es ruso, de la Rusia antigua, y el film es antinapoleónico. Una comedia de enredos que mientras van desenredándose, más se enredan como es lógico, por fortuna. Diane sobresalía por la perspicacia de su humor voluntario e involuntario, además de lo atlético en sus piernas elegantes. ¿Sabe usted algo de Diane Keaton? Hace algún tiempo que no la veo. Necesito hablar con ella y su teléfono está más mudo que el de Charlie Chaplin. ¿Qué piensa del amor, de las aspirinas al atardecer, cuando el sol se vuelve tuberculoso, y de las películas de Bob Hope? ¿Recuerdas a Bob o aún no habías nacido? ¿Es usted de New York, de las calles que rodean al Central Park, o tu familia viene del sur? Sospecho que todos venimos de otra parte, aunque a menudo ignoremos dónde queda esa otra parte. Un escritor muy famoso que alguna vez nació en Praga, no se arruga al decir que somos extranjeros y que la vida está en otra parte, naciendo y muriendo en otra parte. Siempre. Sin duda. Siempre.

--Usted me suena muy filosófico --sonríe la mujer de labios profundos--, y yo desconfío de los filósofos, aunque tú me caes muy bien. Sin embargo, aún tengo miedo. En la televisión dicen que New York se llenará de ratones tan inmensos como algunas tortugas marinas. Y no solamente New York. También nos atacarán las chinches de cuerpo elíptico y olor fétido, además de los piojos y las pulgas. Los bichos se han puesto de moda. Todo piojo es un parásito desde los orígenes, y toda pulga es un díptero que ha destinado su vida a chupar la sangre de las bestias que lo permitan en este mundo. Primero fue el ataque a las torres del World Trade Center y ahora son las pulgas, los piojos y las chinches, para no decir nada de los ratones gigantescos. ¿No será una señal del fin del mundo?

“Vámonos de aquí ahora mismo”, me dice Woody Allen sin levantar mucho la voz. “Esta mujer se ha vuelto más loca que un psicoanalista japonés entre las sombras de Wall Street”.  No olvidemos que nuestro destino final es Washington Square. A veces pienso que el Central Park se convirtió en una trampa: el principio y el fin de una pesadilla que no tiene fin ni principio. ¿Me estaré volviendo loco e inmóvil, paso a paso, como algunos personajes de William Shakespeare, el abuelo o más bien la madre de cada uno de nosotros? No lo sé. Sospecho que ya nadie sabe nada. ¿Quién podría saberlo en este mundo de locos sin consuelo, para decirlo con aquel lugar común que llegó desde las costas de Sudamérica?

Jack Livi entonces, alias yo, ese que algún día pude ser yo, apura el paso hacia Broadway Avenue, mientras Mickey se adelanta con su perfil de perro casi invisible. Woody resbala y cae en el círculo de la inquietud (¿qué tal esta imagen posmoderna?), cuando descubre un color incierto en los ojos del buen Mickey, y trata de ser Allen una vez más, pero no es fácil que su apellido se reúna nuevamente con su nombre. Para ello es preciso, como todo en este mundo, que haya más tiempo, así es, hay que darle más tiempo al tiempo ingobernable, y todo sucederá en el minuto en que deba suceder. Ni antes ni después. Sólo en el instante preciso. A menudo me abruma el presentimiento de que no es Juan Emar el que habla desde el fondo de la historia, sino Cayo Valerio Lavín Cerdus, aquel aprendiz de filósofo exiliado de toda escuela filosófica y que todo lo sabe o más bien lo adivina sin saberlo jamás, por fortuna. Casi desde el más allá de su saco de mezclilla azul, un azul aún más esquizoide que el carácter de algunos británicos, Woody Allen piensa de nuevo en su amigo Eric Lax y en aquel pasaje de su extenso libro. Entonces Lax enciende su memoria y escribe: “El coche en el que Woody regresa a su departamento pasa por Central Park y se detiene en un semáforo que está cerca del cruce en dirección a la calle 72 Este. El sol de la última hora de la tarde intensifica todos los colores: el verde muy vivo de los árboles, la densa negritud del asfalto, el amarillo muy brillante del taxi que tenemos junto a nosotros. La luz del sol cae en un ángulo tal que las ventanillas de ese taxi se ven negras, lo que impide descubrir a nadie en el interior del vehículo. En ese momento aparece por el lado del pasajero el brazo derecho de una mujer que apoya la cabeza en él. El brazo está lo bastante elevado para que la luz que incide sobre el techo del taxi ilumine su piel morena y las uñas rojas. El brazo queda enmarcado al fin en la ventanilla con unos tonos muy intensos.”

--¡Fíjate en el enigma de aquel brazo! --exclama el fotógrafo Sven Nykvist--. El automóvil estaba vacío y de repente ha dejado de estar más vacío y triste que algunos personajes de Ingmar Bergman. No todos. Sólo algunos.

Woody Allen sonríe y dice con una voz melancólica:

--Es el brazo de Luis Buñuel.

Ahora emergen de la nada esos pájaros más oscuros que los buitres, y todo parece venir del sur de Manhattan. Avanzamos poco a poco entre algunos monjes budistas que también se dirigen al Arco de los Misterios, allá en Washington Square. “Soy un bicho insoportablemente urbano”, piensa el director de cine sin levantar la voz. Su perro Mickey va por delante. “Más bien parece venir de una película filmada en Chinatown. Sin duda que este perro es una buena persona. Tiene una elegancia de espíritu que no habita en todos los perros. Sé muy bien lo que digo, más bien lo que pienso, y por qué digo lo que digo y cómo lo digo. Cada uno habrá de ser fiel a sí mismo: a sus visiones y a sus obsesiones. Mickey sabe muy bien quién es Mickey, y con eso basta. Shakespeare fue siempre un experto en los asuntos de la identidad humana o canina, que para el caso es lo mismo, sí, casi lo mismo, así es, lo mismo de lo mismo”.                                                              

De pronto surgen, como de algún agujero en la nada, más bien de Su Majestad la Nada, siete saltimbanquis de apariencia oriental. ¿Serán chinos o japoneses o mongoles? Nadie lo sabe ni lo sabrá nunca. (Por lo que sospechamos, el narrador omnisciente acaba de perder sus plenos poderes, para decirlo con palabras de Pablo Neruda, quien se inspiró en el otro yo de Macedonio Fernández, aquel filósofo del mundo como no es, afortunadamente, como nunca ha sido).

El primer saltimbanqui es casi un enano muy parecido a los enanos del cineasta Werner Herzog. Brinca del rojo al rojo sobre Broadway Avenue, más feliz que tal vez nunca. Desde mi condición de Jack Livi todavía, pongo mis ojos en la mirada de Woody Allen y lo veo igualmente feliz, casi más que el enano de los ojos verdes y la nariz azul. Baila y baila el enano que se llama Robin, como Robin Williams, pero su baile se aleja de todo ritmo convencional: es una convulsión de otro mundo. Voy a decir que es una cosa de locos, aunque me arrepiento y no lo digo. Filosóficamente me muerdo la punta de la lengua y no lo digo. Allen está a punto de señalar el fenómeno con su inteligencia insuperable, pero al fin se muerde la punta de la lengua y prefiere el silencio. “Nada puede compararse con el milagro del silencio”, piensa mientras va rascándose la oreja del lado del corazón, aunque no abre al fin su boca. En ese mismo instante se escucha un ruido de origen oriental, vuelan varios globos de apariencia muy caprichosa (semiesféricos, picudos, amebianos, rectangulares), y de improviso surgen los otros seis saltimbanquis. El segundo se presenta con sus formas cada vez más femeninas, y dicha aparición es la causa de los brincos y los ladridos del buen Mickey con sus ojos que no se parecen a los ojos de ningún perro, quien se excita en lo hormonal y en lo psicológico al modo de algunos espectadores que pasaban por allí en este minuto, el más largo minuto de naturaleza fantástica e ingobernable. Sin duda que el tercer payaso no tiene cara, nunca la tuvo, casi no tiene cara de payaso, y es más sutil y más flaco que Don Quijote de la Mancha con toda la flacura del mundo que aún cuelga de sus párpados infinitos. No lo digo yo ni lo piensa el Lobo Sapiens. Lo repite desde el fondo del espíritu la voz de la experiencia. El próximo saltimbanqui lleva el número 4 en su frente: un cuatro muy parecido a los ángulos imperfectos. Desde su cabellera rojiza caen los polvos de arroz, como si la gran cabeza que está debajo de los polvos fuese comestible. “Esta cabeza se parece muchísimo a la de Jack Nicholson convirtiéndose en el Guasón que somos todos. ¡Qué cabeza tan maravillosa! Si continuamos por este camino, de sorpresa en hallazgo o de hallazgo en sorpresa, más pronto que tarde llegaremos a tocar las alturas de la cabeza substancial e ingobernable de Groucho Marx. Por una extraña desviación de nuestra química cerebral o encefálica, que no es lo mismo de lo mismo, aun cuando a veces lo sea, yo pienso en lo que dije alguna vez sin premura y con un relativo entusiasmo: “El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía, por lo que sabemos, es una de las mejores”. O dicho con otras palabras: “Mis padres no tenían la costumbre de pegarme en privado o en público. Lo hicieron sólo una vez: empezaron en febrero de 1940 y terminaron en septiembre de 1943, en plena Guerra Mundial”. O dicho de otro de otro, sí, de otro modo lo mismo, a la manera del Doctor Sutil, quien atendió al Lobo Sapiens durante un ataque de alergias múltiples o más bien carnívoras: “El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo un nuevo gesto y se acabó la guerra. El político, finalmente, hizo el gesto equivalente al punto final y desapareció al mago”. O dicho con otras palabras: “La música japonesa es una tortura china. Y a propósito: cuando los japoneses miran, no miran. Sólo sospechan”. O dicho con otras palabras: “Algunos matrimonios acaban bien. Otros duran toda la vida”. Y por último, ya que lo último será siempre lo primero: “Todo bígamo es un idiota al cuadrado”. El quinto saltimbanqui saca su lengua, una lengua muy filuda y muy larga, y se la muerde con entusiasmo. Cuando sucede así bajo esas nubes de pronto muy encarnadas, uno se pregunta: ¿Serán todos como el quinto saltimbanqui? El sexto no tiene pelos en la lengua, ni un triste pelo endemoniado, y tampoco encima de su cabeza aún más alargada que la cabeza de Witold Gombrowicz. El séptimo sabe que es el último, aunque en el mundo de los saltimbanquis los últimos no serán los primeros, ¿y eso a mí qué me importa?, ya nada tiene importancia, ni el destino de todas las torres del mundo, sean gemelas o no sean gemelas, ni el mundo mismo con sus convulsiones, nuestro pobre mundo que nunca ha sido ni será nuestro, ese mundo que va cayéndose a pedazos porque así está escrito por fortuna en el aire. Lo único que vale la pena cultivar en este mundo es la risa desde el fondo de un ataque de risa universal e ingobernable”.       

--¿Apuremos el paso? --digo entre los dientes que aún me duelen desde la mandíbula inferior--. Así como vamos, casi inmóviles, no llegaremos nunca. La longitud de Broadway Avenue es aún mayor que la de una serpiente oriental. ¿Por qué no apuramos el paso? Así como van las cosas, todo parece indicar que nuestro ritmo es muy semejante al de James Joyce mientras va deslizándose a través de Dublín desde las páginas del Ulises, allí donde casi nada es como es. ¿Por fortuna? Nada o más bien nadie. No olvidemos que toda geografía del espíritu no es más que una simulación, o en el mejor de los casos una ficción a menudo insoportable. Pero todo se salva por el humor, así lo espero, y tú lo cultivas no sólo en tus películas desde antes de nacer.

--El humor es salvación, aunque también es sepultura. No hay remedio, amigo, y nadie, ni el buen Zelig tiene la receta o la última palabra. Sí, será mejor que apuremos el paso porque la realidad es un fenómeno tan cruel como el transcurso del tiempo. Sospecho que Joyce nunca supo adónde iba, y eso es fascinante. Se hace camino al andar, aunque al mismo tiempo se borren todas las huellas. Nadie sabe adónde va o adónde vamos, por fortuna, como en algunas piezas de teatro de Samuel Beckett, y eso es lo más atractivo, iluminador y apasionante. Yo me deslumbro, tú te deslumbras, ellos no dejan de deslumbrarse, y así hasta lo último de lo último, hasta el más allá de lo infinito. ¡Mira esa carroza fúnebre con las cinco muchachas semidesnudas en lo alto! ¿Alcanzas a verlas? New York es así, a menudo. Una especie de gran bestia imprevisible tocada por el humor, la payasada no sólo física y la ironía. Aún nos faltan algunas cuadras para llegar al cruce con Madison Square. ¿No te sientes cansado? Podríamos hacer un alto en el camino. Será mejor que dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy, ahora mismo, como dicen algunos pájaros que aún pueden olvidarse de su condición de pájaros. Ni Bob Hope ni James Joyce habrían desaparecido si hubieran descubierto su verdadera condición de pájaros. ¿Verdad que sí? Me confundo y ya ni sé lo que dice o trata de imaginar mi lengua. Pero en fin. Se vale. ¿No que no? Dicho a la mexicana, todo se vale. Podríamos improvisar una película en este mismo instante, porque eso es lo que hago cuando escribo. Sea como sea, aquí les doy un consejo para los tiempos que vienen: “¡Nunca vuelvan a ver sus películas que ya pertenecen a la antigüedad! ¡Qué horror! ¡Da mucho miedo!”                             


 

 

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