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ENCUENTRO CON WOODY ALLEN
EN EL CENTRAL PARK

Por Hernán Lavín Cerda


¿Aún aparecen los cerezos en flor a la salida del Metropolitan Museum of Art? Voy caminando junto a un gran espejo de agua en el Central Park de New York, y a lo lejos, tal vez no muy lejos, ¿quién podría medirnos espacial y temporalmente con exactitud?, vislumbro apenas la imagen de Woody Allen en un movimiento sinuoso que no parece tener algún fin. Se mueve porque se mueve y nada más, como ocurre con algunos cortes insólitos en varios poemas de Gonzalo Rojas o más bien de su maestro Paul Celan. ¿Será o no será Allan Stewart Konisberg, quien nació el 1 de diciembre de 1935 y fue criado en el barrio de Brooklyn? That is the question, como se dice a media voz desde los tiempos antiguos, cuando ningún fenómeno estaba en su lugar de origen y toda realidad no era más que un enigma. ¿Son cerezos o ya no son cerezos? Aún respiramos desde el fondo de la primavera, y el color de las flores nos dice que son cerezos, aunque tal vez no lo sean. Pero el color de las nubes y de las flores está allí, alumbrado por la plenitud del sol, aun cuando se trate de un sol más bien frío, luminoso y frío como las aguas casi inmóviles del lago.

El cineasta viene acompañado por un perro casi minúsculo de origen chino, a juzgar por su cola un tanto volátil y por el color de sus ojos: un verdiazul de naturaleza imperial. Dicho verdiazul podría aparecer en alguna página más o menos vaporosa de Marcel Proust, pero lo único cierto es que no aparece. Woody Allen viene con zapatos deportivos, el pantalón de pana de un color algo nocturno, una camisa a cuadros rojos y grises, un saco de mezclilla más azul que el carácter de algunos británicos, y sobre su cabeza descansa una gorra de beisbolista, pero no, qué digo, una gorra más bien inclasificable. Alguien se desprende de mí con levedad, paso a paso, al modo del desdoblamiento de una sombra, y al fin se aproxima a Woody para decirle que todo sigue igual, nada cambia, todo está como siempre en su lugar de origen, aunque tal vez no sea cierto, y que buenos días o buenas noches los pastores. Allen se sorprende y me observa con suspicacia, como a través de los ojos de Mickey, que así se llama su perro, y al fin responde con júbilo y casi con lágrimas en sus anteojos de siempre, los de armadura gruesa con un color más bien fúnebre:

-¡Hola, mucho gusto, hail, mucho lo gusto, bon jour o mejor eureka, pues así decían los griegos mientras permanecía en el aire el soplo de aquella antigüedad cada vez más antigua! ¿Dónde nos hemos visto antes? Nuestra memoria es cada día más infiel. ¿Aún te llamas Cayo Valerio? ¿Sabes algo de Jack Livi, aquel eterno aprendiz de poeta de vanguardia? ¡Qué tipo tan insólito! ¿No te parece? ¡Qué criatura tan extraña, a lo bruto, como salida de alguna de mis películas que filmé en homenaje a los hermanos Marx! Yo vivo o más bien sobrevivo en un departamento de dos niveles que no está muy lejos de  aquí. Desde la ventana mayor es posible ver algunos espejos de agua del Central Park. Hace unos diez días, más bien trece, m pasé algunas horas en la sala egipcia del Metropolitan Museum. ¡Cómo me encantan los embalsamamientos, sí, aquel universo de las momias más antiguas, y sin duda que los egipcios siguen siendo campeones mundiales en esta materia! Yo nunca me he puesto a pensar por qué me atraen con tanto fervor las momias. ¿A ti te interesan los embalsamados? Pienso que más bien se trata de un fenómeno que se desliza en lo más profundo de la sangre, así es, un prodigio que va en el alma de los seres humanos.

-Yo casi tengo la certidumbre de que aún me llamo el Doctor Sutil, alias Cayo Valerio Lavín Cerdus, aunque parezca increíble, como casi todo lo que sucede todavía en este mundo. Estoy a punto de repetir lo mismo de siempre, pero me arrepiento en el último instante: “Aún sobrevivimos en las profundidades de este mundo de locos sin consuelo”. También podrían ubicarme en el directorio telefónico por mi nombre de pila bautismal: el Lobo Sapiens. De cualquier manera, yo pienso que el asunto de los nombres ya no tiene mucha importancia. Da lo mismo que uno sea o ya no sea, aun cuando el ego piense y diga otra cosa, a menudo otra cosa. Su Majestad el Ego asegura que uno es aún más inmortal que el Espíritu Santo. ¿No te parece que el asunto es un arma de doble filo, por lo menos? Veo que te va muy bien en el mundo a veces implacable del cine. Acabo de leer el libro Conversaciones con Woody Allen, de Eric Lax, y te felicito. Es una obra importante. Como el investigador de seguros C.W. Briggs, que aparece en tu película de 2001 La maldición del escorpión de jade, ¿tú tampoco quisieras verte perseguido por ti mismo o más bien por tu maldita o bendita sombra? Tengo la impresión de que tus propios fantasmas te persiguen a lo largo de las casi 500 páginas del volumen. ¿No es así?

Más que un prodigio que se volatiliza, la cola de Mickey es como un objeto volador cada vez más real y vibrátil. De repente se acerca al gran espejo de agua porque algo invisible para nuestros ojos quiere salir del fondo del agua. ¿Una especie de medusa, un roedor acuático, un amasijo de zancudos, un pez oriental de ojos enrojecidos, o acaso una tortuga que va y viene, casi inmóvil, como Pedro por su casa, para utilizar la frase hecha que aún sobrevive palpitando desde la antigua Roma? ¿Por qué no caminamos hacia  Washington Square? ¿No te parece que está un poco lejos?, sonríe el cineasta y abre el ojo de la incertidumbre mientras va cerrando sin prisa el ojo de la certidumbre. Vámonos con júbilo, a paso de tortuga. No importa si llegamos o no llegamos. El tiempo ya ni siquiera existe en mis películas, afortunadamente. Lo que existe en mí desde la infancia es el arte de la exageración que hace reír o llorar a gritos, y si los espectadores lloran o se ríen a gritos, yo me siento el hombre más feliz del mundo. Si se ríen y lloran simultáneamente, quiere decir que me aman con locura, y eso es muy alimenticio para mí, según dicen los especialistas. Me gusta que la gente se ría de un modo casi absoluto, pero con seriedad. Mi aspecto físico, por desgracia, no me acompaña en este juego. La gente me descubre en la pantalla y se pone a reír de inmediato, aunque yo ponga una cara como la de Ingmar Bergman en el purgatorio. ¿Vámonos por Broadway Avenue?

-De acuerdo--, digo sin perder de vista la cola casi invisible de Mickey. Al fondo hay un puente curvo y no muy alto, de color gris, un gris más bien mortuorio que apenas se  distingue porque aún lo cubren los cerezos en flor. Por una extraña combinación química o más bien alquímica, las flores de los cerezos me hacen pensar en el chiste del tipo que va a la consulta del psiquiatra y le dice: “Fíjese, doctor, que mi hermano se ha vuelto loco. ¿Qué puedo hacer? Mi pobre hermano piensa que todo su ser es el ser de una gallina, total y absolutamente”. El médico abre los ojos y responde con una voz de otro mundo: “Bueno, y ¿por qué no hace algo, en este mismo instante, para que lo encierren?” Entonces el tipo vuelve a decir mientras abre y cierra los ojos a la velocidad de la luz: “Lo haría con mucho gusto, doctor, pero sucede que yo necesito los huevos”. En fin. Sospecho que mis palabras expresan muy bien lo que uno va descubriendo sobre las relaciones entre las personas. Son muy absurdas, disparatadas o irracionales. Sin embargo, las seguimos manteniendo porque la mayor parte de nosotros necesita los huevos… ¿Sí o no? ¿Verdad que sí?

Hay edificios muy altos que parecen agujas tocadas por la luz de la primavera. Estamos a punto de llegar al Museum of Modern Art, en Central Park South, pero algo sucede y no llegamos nunca, aunque la palabra nunca no existe en nuestro diccionario espiritual. Como de la nada surge, de improviso, un grupo de monjes al modo tibetano. ¿De dónde salieron? Todos cantan y bailan como si recién hubieran visto a Siddharta Gautama entre la espesura de aquellas nubes de color ámbar en el cielo. Es insólito el color de las nubes porque aún no estamos en el mediodía. Tres tortugas de un color no precisamente atortugado, reciben la luz solar y extienden sus cuellos con mucho entusiasmo, aunque nadie puede estar muy seguro de su juicio cuando se trata de tortugas. Aquí la realidad se vuelve cada vez más incierta. De repente surge una especie de carroza fúnebre que no es fúnebre ni tampoco es una especie de carroza. ¿Qué puede ser, entonces? Nadie lo sabe. Pienso que ni Woody Allen ni yo lo sabremos jamás. Lo fúnebre se transforma en una nueva dimensión de lo real, para decirlo con palabras de William Shakespeare: es un fenómeno de temperatura carnavalesca. Dos niñas y un niño aparecen como de la nada y empiezan a gritar y luego a cantar en una lengua desconocida o más bien inverosímil. Así es: una especie de vuelo gutural que trata de subir y subir hacia las nubes.

“Esto es casi un milagro”, sonríe el cineasta e intenta comunicarse con su perro de ojos verdiazules, aquel silencioso y alérgico Mickey cuyo verdiazul es de naturaleza imperial. “Sin embargo, yo  no creo en los milagros de ninguna índole, aunque estoy muy agradecido por la suerte que tuve y que aún aparece como una joven desnuda junto a mí. De cualquier modo, ningún éxito u honor que me sea concedido puede aliviar mi tristeza o más bien mi pesimismo genético. Así es la vida. La vida, aunque muchos lo ignoren, es así. Ni más ni menos. Quien sale perdiendo soy yo, sin duda. Pero así es el fenómeno inexplicable y caprichoso que aún llamamos vida, al menos para mí. Lo único cierto es que la aprobación del público no afecta a mi mortalidad: ni en el sentido negativo ni en el sentido positivo. ¿Se entiende? Sospecho que ya estoy hablando como los habitantes del sur, allí donde todo se ha vuelto cada vez más confuso. Si hago algo de lo que no me siento muy satisfecho y el público lo acepta, aunque sea a lo loco, tal como le dije a Eric Lax hace algunos días, eso no me sirve para mitigar la sensación de fracaso. Por eso estimo que la clave consiste en trabajar, en disfrutar del proceso, en no leer nada sobre uno mismo, en desviar la conversación hacia el deporte, la política o el sexo cuando la gente saque a colación el tema del cine. Aparte del dinero que no es poco --a menudo nos pagan demasiado--, los premios que se otorgan en esta profesión no sirven más que para alimentar la vanidad de uno y robarnos el tiempo de nuestra labor creativa. Pueden, además, llevarlo a uno a tener delirios de grandeza o equivocados complejos de inferioridad. Lo mejor sería reconocer que nada es antiguo bajo el sol y que todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno, aun cuando la eternidad, al estilo de Dios, es la mejor broma de Dios. El que lee mis palabras o descubre el espíritu de las imágenes a lo largo de todas mis películas, está inventándolas”.

-¿Te gusta la estatua de Hans Christian Andersen, que no está muy lejos del Kinder-Zoo?  --le pregunto con una voz melancólica, luego de rascarme inconscientemente la punta de la nariz.

-Andersen es un genio y sus cuentos de hadas me fascinan. Pero soy incapaz de soportar el peso abrumador de las estatuas. Me agobian y hasta pueden provocarme un paro respiratorio. Así como van las cosas en este mundo, uno puede morirse de asfixia perniciosa y sin saber por qué, ni cómo ni cuándo, estatuariamente. ¡Horror de horrores! Lo siento por Hans Christian Andersen, quien llegó a tener el alma sublime, sin duda, más sublime que el espíritu de las abejas que nos dan la miel de cada día. Ya me puse insoportable por lo cursi. ¿Verdad que sí? No hay remedio, a veces, ya no hay remedio. Después de casi todo, sólo te ruego que no me tomes por un seudointelectual como la copa de aquel pino que seguramente no es un pino. ¿Estamos de acuerdo? Cuando yo era un niño con el alma de Andersen, me gustaba ir a la playa con el único propósito de buscar submarinos alemanes. ¡Una operación sublime, muy sutil, gloriosa! Desde aquel tiempo descubro, cada día, mi afición por la magia. Siempre quise ser el mago entre los magos, al modo de Sid Waterman, aquel mago de poco vuelo que fue conocido mundialmente como Splendini, a partir de mi película Scoop. Casi todo sale mal en esta vida, pero siempre existe la esperanza de que me salga todavía peor, como suele ocurrir en el cine de mayor envergadura existencial, obviamente. Alguna vez nos dijo el psiquiatra con una voz inolvidable: “¿Esperas que el mundo se ajuste a la distorsión en la que te has convertido?” “Yo no espero nada, al estilo del buen Mickey que sólo agita su cola: nada de nadie y de nada”. Y el psiquiatra, entonces, abandonó su silla mágica por menos de un minuto y me dio un fuerte abrazo, como si yo fuese Bob Hope, que sin duda es lo que más hubiera deseado ser en esta vida tan insólita. Lo admiro como a nadie, y a menudo hago lo que puedo, sin mucha fortuna, para no imitarlo. ¡Fue todo un personaje! Yo no me río tanto de sus chistes como de su actitud vanidosa, cobarde y llena de falsa bravuconería. ¡Es genial, un verdadero fenómeno! De lo que uno se ríe en todo momento es del personaje. De improviso hay un salto neurológico, con serotonina o sin serotonina, y entonces pienso en lo siguiente: yo hubiera querido ser el fundador del esperanto, aquella lengua universal creada por Zamenhof en 1887, pero no fue posible porque no nací durante la primavera de 1887. A veces pienso que Bob Hope, más que Chaplin, es el auténtico creador de una lengua universal, aunque muchos lo ignoren todavía. En fin. Así va rodando el mundo con aquellos monjes budistas del Central Park. ¿Vámonos por Broadway Avenue hacia Washington Square? Sospecho que así como van las cosas, apoyándonos en el desliz de un pie detrás de otro pie, apenas, y dentro de un ritmo socrático, apenas, o más bien platónico, no llegaremos nunca. ¿Te parece o no te parece? ¿Vámonos sin interrumpir nuestra conversación?

-Pienso que ya estás hablando al estilo de Jack Livi, sí, tal vez más de Livi que de Lavín Cerdus o del Lobo Sapiens, aquellos fantasmas a los que te refieres con mucha frecuencia, no sólo en las películas que filmaste durante el siglo pasado. Ellos aparecen y desaparecen a menudo entre las sombras altísimas e indomables de los rascacielos de Manhattan. Yo voy descubriéndolos cuando me dejo ir hacia su órbita. Son unos personajes fabulosos por el sentido del ingenio, la gracia, el humor y su metamorfosis que no parece tener fin, aunque no sean muy confiables. De cualquier modo, aún sospecho que la gran pregunta es la misma de siempre: ¿De quién podemos confiar en este mundo todavía?

-Voy a decirte que de tus antiguos y nuevos fantasmas, pero al fin me arrepiento  -- sonríe Woody Allen y piensa en las alergias múltiples de su perro tan diminuto--. Mickey ya no sabe quién es Mickey, no lo sabrá nunca, y eso es mucho más que una virtud. Sin embargo, hay que vivir y seguir viviendo. Nada es tan hermoso y estimulante como el misterio de la vida entre los cerezos en flor que se multiplican a lo largo del Central Park. Aunque la cadena de estornudos desmiente lo que acabo de decir, no tengo más remedio que decirlo una vez más entre el amanecer de un estornudo y el anochecer de otro estornudo. Así es la vida y hay que disfrutarla al modo del buen Mickey, mi pobre amigo que de pura felicidad agita su cola casi invisible. ¿Alcanzas a percibir la brisa que viene de las aguas del río Hudson? Ella no interrumpe su vuelo sobre la historia del Carnegie Hall, y al fin viene a caer junto a nosotros. ¿No sientes el frío? La tibieza del sol no dura mucho. New York es así desde siempre: diríamos que desde mucho antes de ser New York. Por eso yo jamás me quito estos pantalones de pana de color ultratumba. El algodón de la pana es un invento de los franceses, aunque no estoy muy seguro. Pienso que hay alguna clave judía en todo esto, así es, un misterio que se vincula con los judíos disidentes, aun cuando mi certidumbre no es más que una débil sospecha. Debo confesarte algo: una vez hecha la película de turno, para mí no es más que agua pasada. Si no celebro el éxito o no siento el fracaso de una película mía como si me clavaran una lanza en el corazón, es por mi personalidad irremediablemente depresiva… Hace varios años, cuando se estrenó Manhattan --estreno que se anunció con bombo y platillo--, no asistí a la premier en el Zielfeld Theater ni a la gran fiesta que se celebró después en el Withney (Museo de Arte Americano). Algunos días antes yo tomé un avión y me fui a París. Por eso la gente piensa que no me importa, que soy distante, estirado o arrogante, pero, como ya he dicho, no se trata de eso en absoluto. No es arrogancia sino más bien falta de alegría. No me da ilusión. Simplemente no significa nada para mí. Te lo digo con una sonrisa casi tuberculosa. En cambio, durante aquel tiempo, París me daba mucha ilusión. Yo quisiera explicar cómo me siento y al fin descubro por qué se me malinterpreta. No hay honor alguno que puedan otorgarme y que en realidad signifique algo para mí. Es doloroso, aunque muy cierto. Para recibir algo que signifique más de algo en mi vida, tendríamos que vivir en otro mundo… Lo confieso en un ataque de risa y con algunas lágrimas en los anteojos. Sé que esto puede verse como una excentricidad o una falta de sociabilidad, y que más de alguien podría decir: “Woody Allen se cree por encima de todo”. Pero no estoy por encima de nada, ni de mi triste sombra. En cualquier caso, estoy debajo o como mínimo al lado, y eso me hace reír con júbilo porque estamos vivos y vamos caminando hacia Washington Square sin prisa. Si no me gusta algo, poco importa cuántos premios pueda ganar. Lo que en verdad importa es que te mantengas fiel a tus criterios y que no te sometas a las modas del mercado. Ojalá que en algún momento descubran que no sufro de insatisfacción personal, o que mis aspiraciones, que admito abiertamente, no persiguen en absoluto el poder. Sólo quiero hacer algo que sirva de entretenimiento a la gente, y para eso me empleo a fondo. Pienso y pienso. ¿Luego existo? Sospecho que nunca dejaré de pensar en voz baja, a media voz y en voz alta, mordiéndome a menudo la punta de la lengua. Yo aprovecho cada minuto para seguir en lo mismo de lo mismo. No hay nada más estimulante. ¿Acaso un ataque de risas y lágrimas que se mantiene vivo durante toda una eternidad?

-Puede ser, es muy posible que así sea --digo a media voz y mi rostro se alarga enigmáticamente como el de Sven Nykvist, aquel director de fotografía en las películas más elogiadas de Ingmar Bergman y de Andrey Tarkovski, así como en cuatro filmes de Woody Allen--. De cualquier modo, es muy importante que sigamos caminando para que no se enfríen nuestros mitos o más bien los pensamientos donde se apoyan nuestros mitos. ¿Apuremos el paso, entonces, más allá del ritmo de siempre, pero sin angustia?

El perfume de los cerezos en flor se ha vuelto aún más agridulce que aquellos aires más o menos convulsos en el corazón de la Zona Cero, allí donde se levantaron alguna vez las torres gemelas del World Trade Center. Sin duda que no llegaremos a ese lugar: es un fenómeno de magia impura y deprimente, como algunas composiciones poéticas o más bien musicales de Cayo Valerio Lavín Cerdus. Paso a paso, sin acudir a una ciencia muy precisa, vamos saliendo del Central Park bajo aquellas nubes de pronto amenazantes. Las nubes se abren, se cierran y se abren sin mucho vértigo, como sucede a menudo con las pinzas gigantescas de origen chino. En la actualidad, casi todo, hasta el soplo o más bien la respiración del Espíritu Santo, es de origen virtual, profundo y abrumadoramente chino. Allá arriba, dentro de aquel fenómeno que aún llamamos cielo con luz diurna, vuelan en círculo algunos pájaros oscuros que de pronto no parecen pájaros, como en alguna novela de Franz Kafka. Por fortuna, el paisaje de Broadway Avenue nos recibe con los brazos abiertos, para utilizar una imagen que suele aparecer en las obras más sutiles o maduras de William Shakespeare, y seguimos caminando sin saber cómo, casi por instinto, caminando hacia el arco principal de Washington Square, allí entre los rincones sombríos y también luminosos del Greenwich Village.

¿Aún palpita entre los árboles más antiguos aquel Arco de los Misterios?






 

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