Pareciera que en estos días es imposible escapar a los intentos desesperados de textos prosaicos por conseguir el disfraz, o siquiera la máscara, de la dignidad poética. La holgazanería intelectual con visos de relativismo mal fundado se ha vuelto, siguiendo a Bloom, un postulado moral más que una postura filosófica.
Lo cierto es que no escapamos al sopor de un pseudo-respeto sofocante y mal entendido, que infecta hasta la médula un periodo de tiempo, y a los hombres del mismo. El resultado: llamar las cosas por su nombre es un suicidio social.
Hernán Lavín Cerda
Ante un escenario intelectual de decorados burdos, donde toda pasión es utilitaria y el rigor acaba por parecer un acartonamiento, es grato encontrar poemas que no pretenden ser algo más. Textos libres de rémoras ideológicas y contraideológicas, que asumen una actitud intelectual de lucidez expresiva, conscientes de su entorno sin subordinársele. Este es el caso de La sabiduría de los idiotas de Lavín Cerda.
Es propio de los idiotas no predisponerse a las palabras, como sí lo hace el hombre corriente. También tiene el idiota los medios para lograr la metáfora, el sofisma brillante, la paradoja y una especial confesión espiritual. Los numerosos poemas del libro tienen, en su mayoría, buena parte de las mencionadas virtudes. Por un lado, disfrutamos de imágenes que aceptan los calificativos (casi nunca halagadores) de espontáneas y reveladoras. Por el otro, presenciamos una vez más la madurez compleja y el dominio del oficio propios de quien ha escrito millares de páginas arduas y claras.
Cabe mencionar que un escritor (y más uno talentoso) tiende a mostrar —a veces brillantemente, en ocasiones de modo pedestre— sus obsesiones. No tiene (y no debería tener) sino un puñado de ellas; y tarde o temprano, el mejor autor que tanto escribe no hace más que repetirse, Lavín Cerda no es una excepción, y todos los temas, las imágenes, y en ocasiones los afortunados versos, se repiten una y otra vez, exhalando más tedio que continuidad o valía.
Los símbolos que nos propone nos facilitan una lupa peculiar, que puede abrasar hasta consumir lo que se ve a través de ella. El colibrí, el universo, las vísceras, el pensamiento, todas pinceladas admirables que desean ser vistas como descuidos. El mismo autor —parece decirnos— es una paradoja que se las ingenia para transmitir esa parte de la vida que es gozo y no misterio.
Los verdaderos idiotas son, en definitiva, sabios antes que ingenuos; profundos antes que locos; locos, y luego, felices. En ellos tenemos a quién admirar y (si tenemos algún don) a quién emular. Son el idiota de Dostoievsky y la curiosa Soscha de Bashevis Singer quienes pueden ver lo que otros no.
Lavín Cerda es el colibrí cuya circunstancia, “la más antigua, la más ambigua”, lo arrastra en un vértigo creador-contemplativo que lo hace revolotear siempre hacia el universo, a la inmensidad. Alguien, sin embargo, creerá otra cosa. Alejandro Rossi nos introduce a su Manual del distraído con la advertencia de que su libro tiene más unidad estilística que temática, escrito (como debe leerse) sin prerensiones cosmogónicas, con amor al detalle. La sabiduría de los idiotas es, por momentos, un intento de unidad temática con pretensiones cosmogónicas, con vaivenes estilísticos donde, paradoja también, lo regular es la inconstancia.
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"La sabiduría de los idiotas" de Hernán Lavín Cerda.
Verdehalago, Universidad de Puebla, México, 1999, 269 páginas.
Por Israel González.
Publicado en (paréntesis) México, N°2, enero 2000.