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“La Tentación Infinita”, de Raúl Mendoza Cánepa
Editorial Zignos, Julio del 2007

Prólogo de Héctor Ñaupari

 

Hay libros para ser admirados, para ser detestados y, por último, para ser olvidados. Pero también hay libros raros, no por ser incunables o ediciones príncipes, vívidos objetos de la ambición proterva de coleccionistas y bibliófilos mercenarios, como Lucas Corso, el personaje del Club Dumas. No; éstos lo son por su carácter inclasificable, mitad novela, mitad libro epistolar, quizás un ensayo largo disfrazado de ficción.

En esas obras rarísimas, su contenido, antes que suscitarnos admiración o rechazo, nos ofrece respuestas a preguntas muy íntimas, esas interrogaciones secretas como pasiones inconfesables a las que nadie tiene acceso, ni siquiera la razón de nuestro arrobamiento. Ésa es La tentación infinita. Ése es el texto que nos ofrece hoy Raúl Mendoza Cánepa.

Abogado, investigador, analista político y apasionado defensor del liberalismo, Mendoza es ante todo un hombre de su tiempo: múltiples ocupaciones, ideas claras sobre el porvenir de su sociedad, en su complejidad aparece, por sorpresa, como el inesperado golpe de un boxeador o el pasadizo, tenebroso y salvador al mismo tiempo, de los castillos medievales, esta obra, que nos revela lo mejor de él.

En efecto, ante La tentación infinita el lector es invadido por los personajes, históricos e imaginarios, que el escritor le pone por delante y que van conquistándolo. Puertas y compartimientos, atajos y grandes espacios se suceden, como quien visita una ciudad dulcemente añorada. En sus seis capítulos el afán por el buen vivir y la necesidad de contar esta actitud al lector -como al hijo a quien está dirigida la obra- constituyen su expresión más sólida, su carta de presentación más incontrovertible y que hace tan imprescindible su lectura.

Así es: del mismo modo que Cartas a un joven novelista de Mario Vargas Llosa, o Cartas a su hijo de Philip Dormer Stanhope, cuarto conde de Chesterfield, Mendoza, con desenvoltura, savoir-faire e ingenio, reúne el amor paterno y la vocación perseverante del preceptor con la pasión de contar; o, más precisamente, con la de entablar una espléndida conversación, siguiendo a partir de ella la mejor tradición de la novela epistolar de los grandes narradores románticos. Eso le añade una virtud todavía más importante a su libro, que lo hace único en el Perú y, por tanto, muy valioso: es un libro que conversa, que se deja escuchar pero que también escucha.

Apresurémonos a indicar también que, a diferencia del lord inglés -prototipo por excelencia del gran señor dieciochesco: aristócrata magnífico así como pésimo padre de familia- cuya clásica obra hemos citado, amigo del libertinaje, lo mismo que de Swift y de Voltaire, en Mendoza casan bien el ejemplo del amor paterno, la vocación de hombre de mundo, con la maestría del buen escritor.

De este modo, como hemos dicho -y su autor nos invoca- La tentación infinita es más que una novela: es una reivindicación de los sentidos y de la vida misma. Nos lleva de una experiencia histórica a otra, aprisa y sin pausas, para persuadirnos sobre los valores fundamentales que radican en las cosas por sí mismas: la libertad, la valentía, el gusto por vivir.

Y así como Ayn Rand -extraordinaria defensora de las ideas de la libertad, lo mismo que nuestro autor- en su Rebelión de Atlas, Mendoza envuelve en su novela una filosofía individualista, libertaria, primordialmente vital, cuyo rasgo central es la opción por las emociones, por el descarte de la razón.

Para nuestro autor -en un rasgo que compartimos y, por tanto, aplaudimos- la emoción es el placer y la inconsciencia del instante, eso es la vida verdadera según lo que éste nos propone. Pues el resto no es más que un engaño, una ilusión que nos cautiva y que finalmente nos pierde.

En ese orden de cosas - como si todas estas virtudes de La tentación infinita no fueran suficientes- esta novela es también un severo llamado de atención a los narradores actuales, los realistas sucios, incondicionales de Charles Bukowski, a quien leyeron tan mal como siguieron. En muchos de sus párrafos, el personaje principal de nuestro novelista invoca a la belleza de la literatura por sí misma -el máximo ideal borgeano- rechazando el realismo chato y la grisura del texto.

Si, como el autor advierte: “Por alguna razón, el mundo no tolera a los que se deleitan”, la razón que me permito ofrecer no es otra que la del complejo y foureriano resentimiento que atenaza a nuestros escritores suciamente realistas: la envidia. Negados al disfrute en todas sus manifestaciones, creen -como los inquisidores- encontrar en el dolor, la sangre y la mugre, la verdad y la expiación a los pecados ajenos, para igualarlos con la mediocridad de los propios.

Frente a esa oscuridad, Raúl Mendoza nos ilumina en cada página de su novela. Esta iluminada e infinita tentación nos dice, sobre todo, que la paternidad es la mayor y más vital aventura. Frente a la certeza que continuaremos en nuestros hijos, el mayor obsequio que podemos brindarles es ayudarlos en su ruta vital con un irredimible gusto por vivir. “Que cada día sea una excelsa obra de arte”, nos dice. Que así sea.

 

 

 

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