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TEJAS VERDES

Hernán Valdés
(Del libro 'Tejas Verdes' Diario de un Campo de Concentración en Chile, Editorial Ariel, Barcelona 1974.)
En Literatura Chilena en el Exilio. Nº1, Enero, Invierno de 1977.

 

 

Pero no son gritos de los que nacen de la garganta; éstos tienen un origen más profundo, como desde el fondo del pecho o de las tripas. ¿Son de Manuel? No podría asegurarlo.
Hay muchos otros sonidos entremedio. Ruidos de motores, voces de mando, silbidos que conforman una melodía, muy entonadamente. Los gritos cesan y después recomienzan, cubiertos por todo lo que debe ser una actividad humana rutinaria y trivial en un espacio intermedio.
Tengo mucho frió. Entiendo que debo apresurarme en convenir conmigo mismo mis respuestas, en reunir los elementos, tan dispersos, de una personalidad, en decidir cuáles aspectos debo mostrar y cuales debo ocultar.
Pero el frió y la respiración tan entrecortada no me permiten concentrarme. Lo único que puedo imaginar es el sol que hay afuera, en la playa.
Los colores vivaces de los que se pasean por algún malecón. La luz enceguecedora sobre la espuma de las olas. Y ese azul de nuevo mundo del cielo sobre el océano.
Todo eso, y centenares de personas tomando cócteles en sillas de hierro y plástico, es algo que veo claramente. Los gritos llegan con menos fuerza, sólo parecen lamentos.
El dolor en la espalda se revela en ciertos instantes, es como si ahora, recién, comenzara a recibir las patadas, una por una, en forma metódica, con una cronología precisa.
Siento pena de mi cuerpo. Este cuerpo va a ser torturado, es idiota. Y sin embargo es así, no existe ningún recurso nacional para evitarlo. Entiendo la necesidad de este capuchón: no seré una persona, no tendré expresiones. Seré sólo un cuerpo, un bulto, se entenderán sólo con él.
Pasa mucho tiempo y no me atrevo a cambiar de sitio ni menos a sentarme en el piso. Afuera, por momentos, hay un completo silencio. Doy puntapiés en el aire para secarme los pies. Me cuesta mucho respirar a través del saco.
Tengo que pensar en algo, tengo que aprender lo que voy a decir. Doy por seguro que encontraron las copias de mis escritos. Esto no debe comprometerme sino a mí.
Podría demostrar mis contactos con una publicación extranjera, llegado el caso. Luego... el trabajo de Eva. Aquí mi información me abruma.
Trato de recordar lo que ha sido publicado sobre la actividad de la embajada de K., para no hablar sino de eso, para decir lo mismo.
Es muy difícil separar lo que sé de lo que he leído. Sobre mi propio trabajo, está claro que trataré de presentarlo con el carácter más técnico posible. Lo demás, todas las estupideces que me han atribuido en el primer interrogatorio, me dejan sin cuidado. Exagerar mi importancia como escritor sigue pareciéndome un buen recurso. Supongo que en todo este tiempo habrán examinado a fondo mis antecedentes y que habrán descubierto viajes a los países socialistas. Explicar su origen es, por supuesto, embarazoso. Incluso pueden acusarme de bigamia, los delitos comienzan a sumarse, sin fin.
En verdad, toda una vida de delitos. Y los dólares que tenia en casa ¿de donde los obtuve? ¿Del mercado negro? ¿ Y la literatura marxista? ¿Y por qué mi rechazo del trabajo con que me quisieron 'salvar' los intelectualoides democristianos que ahora están en el poder? No veo escapatoria.
Todos mis delitos se entrecruzan en la oscuridad de mi cerebro, el frió me hace sentir la piel como una textura de trapero podrido, empapado de agua.
Ha transcurrido más de una hora, posiblemente. Desde hace mucho rato ya no se oyen gritos.
Cuanto más recuerdo el diá de sol que existe en la realidad, más vulnerable me hago al frió de este lugar y a las penumbras que entrecortan mi conciencia. Tengo, la impresión de que sucedería algo muy grave si falto a la orden de no moverme que me dieron. Un viejo reflejo parece decirme que la obediencia podría salvarme del castigo. Con todo, pienso que si tuviera verdaderamente zapatos y algún chaleco todo esto seria más soportable. Alguien viene. Abren la puerta y me tiran del borde de la capucha. Camino a pasos cortos y rápidos, para no pisar los talones del que me conduce.
Camino como un chivo tirado de las barbas. Nos detenemos. Me dejan solo. Hay un gran silencio alrededor, muchos segundos de vacio y silencio. Entonces alguien se aproxima corriendo y lanza un grito de ataque bestial, un grito de salvaje, de luchador japonés, y siento dos pies que me dan de plano contra la espalda, con toda la fuerza del impulso. Salto disparado velozmente, ciegamente. Choco contra algo — es una puerta —; la abro directamente con la cara, con la frente y la nariz, y sigo hacia adentro, casi sin pisar el suelo. Trato de frenar y, al hacerlo, me cuesta encontrar el equilibrio. Durante un segundo vacilo, buscando la verticalidad con las piernas y el torso.
— ¡Putas que soi insolente, huevón, manerita de entrar!
— ¡Estamos conversando aquí, desgraciado, qué te hai creído!
— ¡Pero soi muy mal educao, concha'e tu maire!
— ¿No te han enseñao a golpear antes de entrar a una casa?
— ¿Te creís que estai en la selva, culiao? ¿No tenías respeto por la gente?
— ¡Vai a ver lo que te pasa por intruso!
Es un coro de insultos alrededor mió, y yo giro inútilmente la cabeza de una voz a otra, ciego, extraviado.
Uno de ellos se aproxima a mí, coge dos puntas de la capucha y hace un nudo fuertísimo sobre el puente de mi nariz, de modo que la mitad de la cara queda descubierta para ellos. Otro me enrosca un cable en cada uno de los dedos gordos de mis pies mojados. Hay un brevísimo silencio y luego siento un cosquilleo eléctrico que me sube hasta las rodillas. Grito, más que nada por temor. Me insultan, como escandalizados de mi delicadeza. Siento un desplazamiento de aire al lado mió y alguien me da, con toda la fuerza de que es capaz un brazo, un puñete en la boca del estómago. Es como si me cortaran en dos. Durante fracciones de segundo pierdo la conciencia. Me recobro porque estoy a punto de asfixiarme. Alguien me fricciona violentamente sobre el corazón. Pero yo, como habia oido decir, lo siento en la boca, escapándoseme. Comienzo a respirar con la boca, a una velocidad endiablada. No encuentro el aire. El pecho me salta, las costillas son como una reja que me oprime. No queda nada de mí sino esta avidez histérica de mi pecho por tragar aire.
— ¿Como te llamai?
La voz viene desde el fondo. Los sonidos que emito no alcanzan a intercalarse en el aire que respiro.
Tengo que tragar, tragar. Me repite la pregunta, impaciente.
— Her-nán Val-dés — logro soltar, en varios espacios.
Me llega el golpe de un garrote de goma, por detrás, en el hombro.
— Señor, huevón, más respeto.
— Hernán Valdés, señor.
Comienzan a pedir todos los datos de mi filiación, velozmente, datos que deben tener allí en una tarjeta. Posiblemente no tengo la posibilidad de preguntarme si para esto me han pegado. Es así.
Espeto las respuestas, rápido, aún sin recobrar el aliento: "soltero, señor", "un metro sesenta y cinco, señor", etc.
— Color de los ojos.
— Castaño, señor.
Un golpe de corriente me sube por los huesos, hasta las rodillas.
— Cómo que castaño, huevón. Café será.
— Café, señor.
— Color del pelo.
— Café, señor.
Otro golpe de corriente. Los tipos se rien. No es dolor exactamente lo que produce la electricidad; sino como una sacudida interna, brutal, que pone los huesos al desnudo.
— Así que vos soi maricón.
— No señor.
— Cómo que no. Aquí está escrito que soi maricón.
Es otra voz. No alcanzo a preguntar dónde está escrito. Esta vez el golpe de corriente me saca los pies, prácticamente, de su sitio y caigo a un piso de cemento. Me obligan a lavantarme al instante, a patadas. No sé cómo lo consigo. Otra voz, más reposada:
— Así que declaras que eres maricón.
— No, he sido casado. Dos veces.
El gomazo en el hombro, desde atrás.
— Señor, huevón.
— Casado, señor. Dos veces, señor.
— ¿Con quién erai casao?
Doy el último nombre. Es tan raro pronunciarlo aquí, ahora.
— ¿Y te dejó por maricón?
— No, señor. Nos separamos, señor. No nos comprendíamos.
Otra descarga de corriente. Vuelvo a caer y vuelven a levantarme a patadas. No sé cómo debo responder para salvarme. Soy una pura masa que tiembla y que trata todavía de tragar aire. Es otra voz aún:
— Cuenta la firme, huevón. Te dejó por marica.
— No, señor, vivo con una amiga, señor.
— Ah, ah, así que con una amiguita. ¿Y no te da vergüenza, huevón?
No sé qué responder. Siento que se desplaza otra vez el aire a mi lado y que va a venir el golpe en el estómago. Pero el golpe no llega.
— ¿No te da vergüenza, huevón?
— No, señor, íbamos a casarnos, señor.
— Y te la estai culiando gratis, mientras tanto. Su nombre.
No entiendo por qué me preguntaban todo esto, que saben de sobra. Cuando les digo la nacionalidad de Eva, prorrumpen en exclamaciones de concupiscencia. Esta nacionalidad los excita. Están pensando en alguna cover-girl de piel bronceada.
— ¿Y es rica, huevón?
— Es normal, señor.
— ¿Usa anticonceptivos?
— ¿Cómo, señor?
La descarga. De terror por las patadas, hago desesperados esfuerzos para no caer.
— ¡Anticonceptivos, desgraciao!
— Un anillo, señor. De cobre, señor.
— ¿Y no te molesta cuando te la tirai?
— No, señor.
— ¿Que le va a molestar, si éste es maricón! ¿Tenis pico?
Alguien me da un agarrón en el sexo. Insisten en que les describa los órganos sexuales de Eva, el color de sus pendejos, la forma de sus tetas. Quieren saber qué hacemos en la cama, cómo y qué nos besamos. Si mis respuestas son evasivas o demorosas, viene la descarga.
— ¡Y por qué no hai tenío hijos, huevón? ¿Vis que soy marica?
— ¿Qué hace esta huevona?
Me arriesgo a cambiar mi declaración del primer interrogatorio, puesto que Eva no es diplomática
sino desde después del golpe. Mi sistema defensivo funciona automáticamente.
Es periodista, señor.
Se me ocurre que eso puede aconsejarles alguna prudencia.
— ¿Y sobre qué escribe?
— Sobre el hogar, señor.
El golpe eléctrico vuelve a retirarme los pies del suelo.
Caigo muy duramente y al instante me incorporo a punta de patadas. No dejo en ningún momento de jadear y temblar.
— ¿Nos estai tomando el pelo, huevón? Habla.
— Para un programa. Sobre el hogar. En todo el mundo, señor. La mujer en el hogar, señor, los niños, señor.
Quieren saber cómo nos conocimos, cuándo llegó a Chile, cómo envia sus informaciones.
— ¿De qué partido es?
— Socialdemócrata, señor.
Eso parece gustarles.
— ¿Le pagan en dólares?
Eso seria un grave delito, si no se comprueba su conversión legal.
— En escudos, señor.
— ¿Cómo en escudos? ¿Quien le paga?
— La embajada, señor. La radio es del Estado.
— ¿Y que sabe ella de la embajáa? ¿Que es lo que te cuenta a vos?
— Tiene mucho trabajo, señor.
— ¿Y los asilados, huevón?
Uno me ha abierto la camisa y me agarra una parte del pecho, hundiéndome las uñas.
— Sabe que están ahí, señor. Tiene prohibido verlos, señor.
— ¿Cómo que prohibido, desgraciao? ¿Y no sabis que mientras vos estai aquí ella está culiando con el huevón de F.?
F, es uno de los asilados en la embajada.
— No sé quien es F. Eso es mentira, señor.
El garrotazo en el hombro. El otro me arranca los pelos del pecho. Realmente no sé si grito, a veces.
No me escucho. Tengo la boca muy seca. Las palabras me raspan la garganta.
El coro de insultos se ha elevado, después de mi última respuesta.
— ¡Que le va a importar que la otra esté culiando con F.!
— ¡Cornudo!
— ¡Maricón!
Me pregunto si realmente no tienen a la vista mi declaración anterior. No puedo explicármelo. Hay uno que parece estar en el centro del coro y cuya voz es más grave y "culta":
— ¿Y este cuaderno?
Pregunto sus características y vuelvo a contar la historia de las anotaciones de Eva. No insisten.
— ¿Que piensa ella de la Junta?
— No entiende nada de política chilena, señor. Por eso tomó esas anotaciones.
El que me tiene agarrado del pecho no afloja. Pero los golpes de corriente cesan por un rato. Arriba, sobre el cielo, se oye de vez en cuando el sonido de un piano. Es como si alguien, distraidamente, haciendo otra cosa, pasara una mano por las teclas.
Me preguntan por diversas cartas recibidas tanto por Eva como por mí. De ello deducen mis actividades.
— ¿Así que soi escritor, huevón?
— Sí, señor.
— ¿Y sobre qué escribís?
— Sobre mi vida privada, señor.
— ¿Son libros homosexuales?
Anotan sus títulos. Preguntan cuánto me han pagado por ellos. Sin pensar, doy cualquier cifra, exorbitante. Que qué he hecho con ese dinero. Si lo he gastado en drogas.
— ¿Y esta pomada, huevón?
Me leen el nombre de una supuesta pomada. Realmente no la recuerdo. Digo que podría ser de Eva, pero que no estoy seguro. Hay como un intervalo.
La corriente sigue pasando por mis piernas, pero débilmente, como cosquilleándome. El del "centro" dicta a otro mis "declaraciones". Por un instante, creo que el interrogatorio ha terminado. No entiendo un ápice de su utilidad. Pero súbitamente la corriente me arranca las tibias de su sitio, como haciéndolas bailar solas, desprendidas de la carne.
— ¿Donde está Miguel Enriquez?
Insisto una y otra vez en que no lo conozco, y cada vez las descargas me hacen caer y las patadas levantarme. Debo tener los codos deshechos, pues con ellos me afirmo al caer y al ponerme de pié.
— ¿Cómo se escribe su apellido?
Deletreo Henriquez, con H, pues el otro es muy raro en Chile y revelaría un conocimiento intimo.
— Así que conocís el truco, huevón.
El dorso de un puño gigantesco cargado de anillos hirientes me recorre la otra parte del pecho, por la derecha. En un tono íntimo, ávido, una voz me confiesa al oído, de tiempo en tiempo:
— Putas que te tengo ganas, flaco. Putas que te tengo ganas.
No sé hasta cuando voy a durar. No sé cuál será mi límite. No tengo la menor experiencia de mis fuerzas. Me tiran hacia adelante y me dan un empujón.
— Siéntate, huevón.
Es una silla de lona, al parecer, con brazos, muy inestable. Me llega un pequeño golpe de corriente,
siempre en las piernas y me echo hacia atrás.
— Si te caís, huevón, vai a caer al hoyo. Asunto tuyo.
— ¿Que hiciste el 29 de junio?
Es la voz grave. Mi cerebro está en blanco. Trato de buscar cuándo fue junio, dónde está junio. Nada.
— No sé, señor.
Pasa la corriente. Levanto las piernas. Me balanceo.
Siento las rodillas como lámparas que estallan.
— Pal tanquetazo, huevón.
— En mi oficina, señor. Lejos del centro.
En verdad, no recuerdo. Sólo está la imagen de Allende, en la noche, hablando desde un balcón de la Moneda y mostrando al pueblo los héroes militares que habían "vencido" a sus compañeros precursores del golpe. La gente había gritado "paredón" y se retiraba, desilusionada.
— ¿Y el 11 de setiembre, huevón, qué hiciste?
— Estaba en casa, señor, No alcance a salir.
La descarga es muy violenta. En esta posición, ahora, me golpea sobre todo en las rodillas, me las hace explotar brutalmente. Tengo que hacer fuerzas a la vez para encontrar los golpes y no volcarme con la silla, pues realmente creo que caería a un precipicio. No tengo por qué dudar. La voz me sale muy entrecortada, en sordina, como soplidos secos, sin vibración. No tengo una gota de saliva. Como de palo, el interior de la boca:
— En casa, señor. Por las balas, señor. Cigarrillos.
Cuando dejaron salir. Salí. A comprar cigarrillos, señor.
Y es cierto. Buscar cigarrillos en medio del pavor, de los heridos, de los cuerpos tendidos de los prisioneros o muertos, de las ambulancias, los bomberos, los blindados.
— ¿Y a quienes escondiste en tu casa? ¿Eran del MIR?
— No, señor. A nadie.
No puedo soportarlo más. La corriente me muerde los huesos, me triza las rodillas. Quisiera poder decir cualquier cosa que pusiera fin a las descargas.
— ¡Cómo que nadie, desgraciao! ¿Quienes durmieron en tu casa el 20 de diciembre?
— Periodistas, señor. Dos. Austríacos. Amigos de Eva. Los pilló el toque. De queda, señor.
Ciertamente no lo recuerdo. Pueden haber sido esos periodistas. Pero puede haber sido un matrimonio que temia ser aprendido en su casa esa noche. U otra noche. ¿Es ésa una de las denuncias que han hecho sobre mi? Dejo caer la cabeza. Desaparecer.
— ¿Donde está Eva?
— En su trabajo, señor.
— ¿A que hora llega a su casa?
— A las seis, señor.
— Vamos a traerla pa'cá, huevón. Pa mirarle el aniIlito de cobre.
Risitas. Por la izquierda, uno vuelve a agarrarme el pecho, con las uñas prontas. Por la derecha, los anillos me raspan la tetilla. Un par de segundos de silencio. ¿Se aburrieron? Surge una nueva voz:
—¿Donde trabajai vos?
— Trabajaba en el Instituto X.
— ¿Cómo que trabajabai?
— Lo clausuraron, señor.
Otra voz:
— ¡Claro, pos huevón! ¡Que te creiai vos!
La anterior:
— ¿Y que hacís ahora?
Miento:
— Me ofrecieron otro trabajo. En la misma organización. Tenia que presentarme.
— ¿Cuando teníai que presentarte?
— El seis de marzo, señor.
— Puh, no vai a estar vivo, huevón.
— ¿Y que hay hecho desde setiembre?
— Escribía, señor. Leía.
— ¿Queris decir que no hai hecho náa? ¿Hai estao viviendo a costas de esa huevona?
— No, señor.
— ¡Cómo que no! ¡Vago de mierda!
— ¡Cafiche!
— ¡Descarao! ¡Maricón!
Es el coro. Y a cada voz el golpe de corriente.
Realmente soy — mi cuerpo es - por un simplísimo sistema de reflejos condicionados insultos-castigo, todo lo que ellos gritan.
— ¿Donde están las armas?
— ¡Armas! ¡Qué armas, señor!
— En el Instituto, no te hagai el huevón.
— La policia nos registró, señor. Se llevaron todo. Puros papeles.
— ¿Y las armas? ¿Donde las escondieron?
Las uñas se hunden y van arrancado, al cerrarse, los pelos del pecho. Doy patadas contra las descargas. Los gritos no me salen. Esto es eterno, entonces.
— Nadie allí. Sabía. Disparar. Eran teóricos. Teóricos, no más, señor.
— ¿No sabís que esos son los peores, huevón? ¿Los que empujan a los asesinos?
Es la voz grave, que se ha aproximado. Me pisan ambos pies, para que no los dispare con las descargas.
— ¿Y el director? ¿Hay estao con Magus después del 11?
— Sí, señor. Hace poco. Lo encontré en la calle.
— ¿De qué hablaron?
— Le pedí que apurara. Mi nuevo trabajo, señor.
— ¡Desgraciado! ¿Y el 18 de enero, maricón?
No encuentro nada. No tengo memoria. No logro recordar en qué mes estamos, para entonces calcular cuándo fué enero. La corriente circula. Va a venir el golpe.
— ¡En el número 6 de la calle Bach, infeliz!
Ahora caigo. Pero si era tan simple. Siento un desahogo, no hay nada que ocultar:
— ¡Pero si fue el cumpleaños de Sofía!
Nos habíamos reunido varios ex compañeros de trabajo en casa de Sofía, entre ellos Magus, y otros amigos, para celebrar el cumpleaños de ella. Yo había ido con Sara y más tarde había llegado Eva.
— ¿Fue una reunión de la resistencia, maricón?
La descarga eléctrica fuertísima y a la vez las pisadas que me trituran los dedos de los pies. Curiosamente, ello en cierta forma amortigua la corriente.
— ¡No, señor!
Realmente, no habíamos hecho otra cosa que beber. Yo no me había ocupado sino de mirar a Sara y, luego, de sustraerme a la incomodidad de la presencia de Eva. No tengo idea de lo que hacían los otros. Beber complusivamente, tal vez nada más.
— ¿De qué hablaron? ¿Qué acordaron?
Es inútil que con mis sonidos de fuelle desvencijado yo grite que no, que sólo bebimos y hablamos de tonterías y que no recuerdo una palabra. No me creen. Que se habló de política. Que se acordó algún plan. Que repita lo que dijo Magus. La corriente me roe los huesos. Los pelos del pecho salen de cuajo con las uñas. Los anillos se ponen a golpearme el otro lado como un tambor. Sé que cuando el tipo golpee en serio va a reventarme. Tengo que inventar algo, lo que sea.
— Habló. De la situación. Económica, señor.
— ¿Que dijo?
— Que..... a corto plazo..... Las condiciones eran. Favorables para la Junta. Pero que. La situación interna. De Estados Unidos.....
Me toman de la blusa y me arrancan violentamente de la silla.
—¡Ya! ¡Te cagaste, huevón!
Me desatan las muñecas, por detrás.
— ¡Desnúdate! ¡Rápido!
Tengo las manos rígidas. Me quito la ropa, tambaleando. Tengo la impresión de que he pasado muchos diás aquí y de que voy a seguir aquí, siempre. Odio mi capacidad de seguir despierto. Me hacen caminar, a golpes. Me hacen subirme y tenderme en una especie de camilla alta recubierta de algún plástico. Me atan de cada pie y me tiran los brazos hacia atrás, atándome también de las muñecas. Mi cuerpo queda muy estirado. No puedo hacer el menor movimiento. Me dispongo otra vez a morir, pero ahora sin imágenes. Vacio, en blanco. Sólo la noción de cuerpo vivo que va a morir. Ponen una especie de anillo o dedal en mi sexo.
— ¿Qué dijo Magus?
Me tiemblan las mandibulas. No sé qué decir, no se me ocurre qué inventar. Volteo la cabeza, de un lado a otro, la boca abierta. No me sale nada. Entonces me introducen algo bajo la lengua y una mano me cubre la boca. La descarga estalla simultáneamente en la lengua y en el sexo. Me desgarro los hombros al tratar de contraerme. No pierdo la conciencia. El dolor corresponde, por una parte, a una mutilación. Es como si me arrancaran el sexo de raices, como una dentellada que me deja abierto y, arriba, en la boca, como una explosión que volara toda la carne, que dejara los huesos de la cara y del cuello al desnudo, los nervios petrificados, en el vacio. Es más que eso, no hay memoria del dolor.
— ¿Propuso actuar contra la junta?
Muevo la cabeza de arriba abajo, muchas veces, rápido. Sí, propuso todo lo que quieran que haya propuesto. Llega otra descarga, menos violenta.
— ¿Quienes estuvieron de acuerdo?
Me quitan la mano de la boca. Mi lengua está rigida, la piel del paladar contraída, seca como una cáscara de nuez. Casi no escucho lo que digo, ásperamente.
Nombro algunos y en mi cuidado de omitir a alguien nombro a otro que no estaba allí.
— ¿Y dijo que estaba colaborando en la campaña internacional del marxismo contra Chile?
Por supuesto que sí, todo lo que quieran.
— ¿Y pa esto te complicabai tanto, concha'e tu maire?
Me dan una última descarga en el sexo, como de despedida. Me desatan.
— ¡Vistete, maricón!
Me deslizo de la camilla y busco a tientas con las manos por el piso, en distintas direcciones. No recuerdo donde me han desvestido.
— ¡Rápido, mierda!
Me conducen a patadas. No hay tiempo para atender al dolor. Confundo las ropas, no encuentro los huecos de los pantalones.
— ¡Primero los calzoncillos, mierda! Vístete bien.
Logro vestirme bajo una lluvia de puntapiés. La voz grave viene de lejos:
— ¿Quieres declarar algo más?
Se me cae la cabeza. No, nada más. El de los anillos vuelve a tocarme:
— Ahora vamos a traer pacá a estos huevones. Si no hai dicho la verdá, entonces sí que vai a saber lo que es bueno.
¿De acuerdo?
Me desatan el nudo de la capucha contra la nariz, vuelven a atarme las manos por detrás y me dan un empujón para abrir la puerta. Afuera me coge alguien otra vez del borde delantero de la capucha y me arrastra.
No siento las piernas. Me da la impresión de que estamos al aire libre.
— ¡Sube, huevón!
Busco en el aire con un pie por todos lados. No hay nada. Un coro de risotadas. Me llevan a otro lado. Me levantan y me empujan. Caigo cerca de otro cuerpo. Reconozco de algún modo que es Manuel. El camión se pone en marcha. Nos sentamos contra la pared y apoyamos la cabeza el uno con el otro.
— ¿Cómo estás? — le pregunto.
— Mal, compañero. ¿Y tú?
— Mal, compañero.
Nos estrechamos las cabezas encapuchadas. No decimos nada más. Respiramos con las bocas abiertas, jadeantes.
El camión se detiene. Abren los cerrojos y alguien sube. Nos sacan las capuchas. Es uno de los soldados conocidos del campamento. Nos mira sin asombro, un poco sonriendo de reconocernos. Grito, mientras me desata las amarras. Veo que tengo la piel de las muñecas profundamente rebanada. Esta vez nos ayudan a bajar. El oficial joven y de rasgos finos nos está esperando. Me mira, algo chocado, con un aire de compasión impotente.
— ¿Le pusieron corriente?
No contesto. Insiste dos o tres veces. Asiento con la cabeza. Hace un gesto de disgusto. Viene el "Pata en la Raja" y nos toma de los brazos. Nos hace entrar al otro patio, el que hemos visto siempre desierto, excepto cuando podíamos espiar a través de la empalizada.
— Ustedes quedan ahora en libre plática- nos dice- Pueden dormir si quieren. Pero cuidado con tomar agua en seis horas.
Nos hacen entrar en una de las cabañas. Está llena de prisioneros que nos miran solícitamente. Les recomienda que nos cuiden, que no nos dejen tomar agua.
Pregunto si puedo quedarme un rato al sol. Sí, puedo.
Me siento en un palo, en el patio. "Pata en la Raja" me pone disimuladamente un cigarrillo en la mano.
Me lo enciende.
— Con cuidado, huevón. Si me pillan me cagan.
Aspiro el humo, rápido, para emborracharme. El sol es radiante, pero tiemblo de pies a cabeza. Siento mucha lástima por mí, mucho frió por mí.


 

 

 

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Editorial Ariel, Barcelona 1974.