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Acerca de Lihn y su ensayo: «Acerca de Zoom, una novela chilena»
En FANTASMAS LITERARIOS de Hernán Valdés. Santiago, 2018, 274 páginas



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Nathalie es elegante, de un buen gusto natural y cultural. Enrique nunca ha sabido vestirse, su sentido estético es puramente plástico y literario, no comprende los componentes de la vida cotidiana, excluye o ignora la propia apariencia, el ambiente. Son cosas que chocan a Nathalie. Sus reproches le asombran e irritan. Aun ahora, mientras me cuenta todo eso, o mientras yo deduzco mucho de eso de su narración, gesticulando a su manera, configurando las situaciones con movimientos de brazos y gestos teatrales, aun ahora Enrique no lo entiende. «¿Qué tenía todo eso que ver?», pregunta, con la mayor inocencia. Lo que choca a Enrique, a su vez, es el orden de Nathalie, eso de cada cosa en su lugar, que nunca es el lugar de Enrique. Y a Nathalie: esa manera de comer de Enrique, incuriosa, devorante, sin prestar atención a lo que come, sin apreciar las salsas cuya preparación ha requerido tanto trabajo. Y las ceremonias de Nathalie, según Enrique, eso de llenar la casa de flores, de cambiarse de traje para cenar, frente a él, que no tiene otro. Y para colmo, la manía de cenar con candelabros. «¡Con velas!», me dice. «¡Como en un velorio!», esperando que me escandalice. Más aún, los amigos de Nathalie, esa necesidad suya de hacer del amor un asunto social, y tener él que hacer de payaso, dispensar las bufonerías del genio exótico delante de unos petulantes. Y para rematar la historia: el asunto de la plata. La maldita plata. Se calma. Escarba entre el lote de papeles del asiento trasero y me lee el poema:


Estuvimos a punto de ejecutar un trabajo perfecto
Nathalie, en una casa de piedra de Provenza
Dirás ahora que todo estuvo mal desde el principio,
pero lo cierto es que exhumamos, como por arte de magia,
todos, increíblemente todos los restos del amor...


En la noche del triunfo de Allende marchamos juntos por la Alameda en dirección a La Moneda. Frente al cerro Santa Lucía encontramos a Teresa Hamel y Esther Matte. Enormes abrazos. En pocos días Teresa ofrecerá un cóctel monumental a toda la fauna literaria. Más adelante veo a Teillier, marchando solo. Corro hacia él y le llamo. Cuando se vuelve me asusta su cara demacrada, las mejillas hundidas. Me da la mano con fastidio y sigue adelante, sin decir una palabra. Es la última imagen que tengo de él, un celebrante solitario y hostil.

En los días y semanas siguientes la pregunta es qué hacer. Muchos saben o pretenden saberlo, pero lo cierto es que, aparte de unas grandes líneas de acción, pocos estaban preparados para ponerlas en práctica. Ni Enrique ni yo pertenecemos a partidos u organizaciones. Enrique cita a reuniones en casa de Paulina. Discutimos. Nos proveemos de todos los textos disponibles sobre revoluciones culturales y el rol del intelectual en ellas. Al fin nos ponemos de acuerdo y redactamos un documento que es una propuesta de acción: lo que los intelectuales podemos hacer en el campo cultural. Lo hacemos llegar a un ministro, lo divulgamos. Pasa el tiempo y no ocurre nada. Cuando se necesita un replanteamiento de todos los valores culturales inculcados en el pueblo por la vieja clase dirigente, vemos que se recurre a las viejas recetas comunistas de divulgar lo existente, de «hacer llegar el arte al pueblo». Desde el campo maoísta algún furioso ángel de la muerte nos acusa a los intelectuales «de la pequeña burguesía» de querer «usurpar la voz del pueblo». Pido a Enrique un artículo para la revista en la cual trabajo, revista de discusión y análisis sociológico. Con la excusa de que no representa la línea de ningún partido y de que es individualista, el consejo, pese a todos mis intentos por imponerlo, lo rechaza. Cuando se lo comunico es tal su abatimiento que me mira con suspicacia, pensando quizás que le he traicionado. En represalia no me invita a una comida con Cortázar en casa de Paulina.

Entretanto, no deja de insistir. Quiere hacer algo concreto, como todos nosotros, desempeñar un rol en lo que está ocurriendo, y corre en el Mini de Paulina, solicita entrevistas, establece contactos con intelectuales militantes que antes le habían mostrado simpatías. El caso Padilla, ante el cual él se pronuncia críticamente, viene a complicar aún más las cosas. Nadie le toma en cuenta.

Quedará así marginado, en un momento único de la historia del país, de participar en un proyecto con el cual siempre se ha sentido comprometido, a su manera.

En medio de todo eso, había aparecido en México mi segunda novela, Zoom, cuyo original Neruda había entregado a Orfila, el director de Siglo XXI, en el bar del Crillón. Una novela, debo decir, que hoy escribiría de otra manera, pero que entonces uno se sentía propenso a escribir, en toda inocencia, con una poco de Cortázar por aquí, un poco de Fellini por allá. La primera persona a quien regalé un ejemplar fue, creo, Enrique, con esa modestia disimulada, supongo, de quien no espera, dadas las circunstancias, que se le dé mucha importancia al objeto. En esos días de confusión y excitación política —creo que andábamos ya por el 72—, de profusión y confusión de estados sentimentales, no había que esperar demasiado de la lectura de una novela. Ya nadie leía, nosotros inclusive, otra cosa que panfletos, análisis sociológicos, declaraciones, discursos, proposiciones teóricas. En general, la aparición del libro había pasado inadvertida para la prensa de izquierda y omitida por la única crítica literaria existente, la de la prensa de derecha.

Tiré de la cuerda que abría la puerta de entrada, abajo, y Enrique subió de cuatro saltos.

—Aquí lo tienes —dijo, resoplando.

Era un ejemplar de Cultura y Socialismo, de Trosky, publicado en 1927. Como otros textos, era uno que Enrique había prometido prestarme para enriquecer nuestras formulaciones de una política cultural.

—Es sólo una pieza de información. Ten cuidado si lo usas. Altamente sospechosos para ambos bandos.

Mientras yo lo hojeaba él se paseaba examinando la sala. Parecía incómodo. Al fin se acercó al mesón de la cocina, donde yo había estado preparando la cena y sacó un cuaderno enrollado de su bolsillo.

—Es una revista colombiana. Publicaron un artículo mío sobre tu libro. Parecía embarazado. Como abochornado de haberme dado tanta importancia. Abrí la página correspondiente de la revista Eco: «Acerca de Zoom, una novela chilena». Comencé a leer. Pero él me quitó la revista, se acodó sobre el mesón y se puso a leerme en voz alta:

«He escrito un buen número de notas al margen de Zoom, pero no podría abreviarlas en dos carillas... Quiero decir en elogio de esta nueva novela de Hernán Valdés que la respuesta apropiada a ella sería la de un ensayo en toda forma. Pues nos encontramos aquí frente a un espécimen, ahora curioso, de supervivencia de la fe en la especificidad del discurso literario. Este no se deja fácilmente desarticular por los descifradores del día, quienes terminan sus análisis donde empieza la literatura: en el umbral de los mensajes ideológicos.

»Zoom es, a su manera, una novela en la que se barajan ideas. Hasta sostiene, si se quiere, una tesis o, en todo caso, responde a una estructura predictiva.

»Curiosa, pero no inexplicablemente, sino conforme a una cierta lógica interna, la escritura de Valdés —minuciosa, ceñida a la descomposición analítica de emociones y experiencias—... Sería falso decir que la literatura es el tema de Zoom, pero si este discurso está anclado en lo real, lo está igualmente en las palabras que lo fundan».

Después de una hora de lectura, Enrique se da cuenta de que en realidad venía al centro por un encargo de Paulina, cierra la revista de un golpe y parte a la carrera, casi sin despedirse y sin explicar nada.

Me deja anonadado. Nunca antes se había pronunciado así, por escrito, sobre textos míos. Omitiendo los defectos del libro, la inexperiencia en la composición narrativa, Enrique había interpretado los propósitos del texto —la incertidumbre en la acción por la carencia de un sustento histórico y cultural en el personaje— magníficamente, proyectando, incluso, los alcances del texto más allá de sus posibilidades. Era un examen casi científico, por así decir, sobre la novela, excepcional en esos tiempos, y también después, y no lo asimilé enteramente. No recuerdo si volvimos a hablar sobre aquel artículo, gran parte del orden de ese tiempo me queda confuso. Sólo sé que hasta hace poco había olvidado el artículo por completo, perdido como tantas otras cosas —libros, fotos, manuscritos— tras mi fuga de Chile. Hasta que pocos meses atrás lo redescubrí, en medio de otras reapariciones de cosas mías en esos residuos de naufragios que suelen recalar en la red informática.

 

 


 

 




 

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Acerca de Lihn y su ensayo: «Acerca de Zoom, una novela chilena».
En FANTASMAS LITERARIOS de Hernán Valdés. Santiago, 2018, 274 páginas.