La novela que hoy nos congrega, Coyhaiqueer de Ivonne Coñuecar, fue publicada el año 2018 y obtuvo el Premio Municipal de Literatura de Santiago al año siguiente, el 2019. Su autora, Ivonne Coñuecar, escritora mapuche williche, había publicado anteriormente una significativa obra poética compuesta por Chagas (2010) Patriagonia, (trilogía integrada por Catabática, Adiabática y Anabática; 2014) y Trasandina (2017).
Comenzaré por lo evidente, y continuaré con lo sinuoso. Coyhaiqueer, el título de esta novela, es la unión de dos palabras: Coyhaique y queer. No, ninguna palabra castellana. Coyhaique es una meridiana ciudad; y lo queer es, a grandes rasgos, una categorización a ratos académica y a ratos más coloquial, que recae en cuerpos y obras sexo-divergentes. En consecuencia, vislumbramos con nitidez que en Coyhaiqueer existen dos personajes centrales: Coyhaique, ciudad- muralla, pueblo incestuoso, quizás mausoleo. Y lo queer, que en este caso recae en los primeros ejecutantes, cuya afectividad se escapa del ordenamiento heteropatriarcal.
Antes de continuar, un desliz teórico. La obra de Ivonne Coñuecar se entronca con la de Kutral Huaiquimilla, con Chilco de Daniela Catrileo, y seguramente con otro autor o autora que ahora se me escapa. Podríamos establecer entonces un cauce queer, un flujo sexo- disidente enraizado y ciertamente robusto en la literatura mapuche que, como expresión estética de un pueblo que posee un sistema cultural complejo, se vivifica y vigoriza constantemente.
Cabe destacar que Elena es la voz principal de esta novela. Y digo principal porque a ratos nos habla Jota, y en el capítulo Los niños estábamos muy solos quien nos habla es Mateo; el escritor mateo, hermano de Oscar. Estos actores aparecen y desaparecen, brillan y domeñan el relato. Son amigos, más que eso. Aliados, hermanos que enfrentan las cargas y descargas con la furibunda fuerza del cariño y el recio ímpetu del deseo. A ratos más cariño, a ratos más deseo, y a ratos puro vibrante estoicismo.
Las derrotas, las sendas que afrontan estos cuatro personajes; sus poses, maneras, naufragios, regocijos y ciertamente el cobijo del hermético piño, construyen la novela. Sí, porque creo que más una novela de formación, este libro nos habla de la amistad, con todo aquello que apareja. Son cuatro afectaciones creciendo y sobreviviendo en una ciudad agraviada. Jota y Elena. Oscar y Mateo. Luego Oscar y Jota. Luego Elena y Mateo. Y luego los demás. Elena y las chicas, los amores. Mateo y el muchacho que reverenció durante una exacta semana.
Como toda novela de amistad, encontramos la pérdida y el ansia. Aquí, no es la adultez la culpable. O quizás sí, pero de un modo convexo. La pérdida de los amigos y de los padres. Entonces el contagio, y también el suicidio, juegan un papel cardinal. Lo repito, Coyhaique es un pueblo incestuoso. Pero esto lo dijo Elena. Estamos en una cuadratura paradigmática, castradora y desbordante. Porque sustancia y estertor yacen al unísono, se cruzan y solidifican. La muerte y la sobrevida es arrojarse al rio y dejarse arrastrar, es la ceniza infecta del majestuoso volcán, es no poder abandonar el petrificado y sibilino paisaje, es la tibia infección y el ciego murmullo. Coyhaiqueer engarza el fiero horizonte con la sicología y el mandato personal. Y no es el viento ni la lluvia ni nada de eso. La ciudad te atrapa y al mismo tiempo te expulsa. No da igual ser homosexual de pueblo pequeño, dj de discotheque, hijo de militar, lesbiana enamorada de la vecina. Mucha nieve hay en Coyhaique, señala la protagonista en un pasaje, y no se refiere al agua congelada que cae vertical. Hay que ser ácido para soportar vivir en Coyhaique. Te cerca la pobreza, los aditivos, la violencia soterrada y la otra, el violador que puede ser el padre de tu amigo. Todo confluye para que te arrojes por la cascada y desaparezcas de una vez y para siempre.
Quisiera referirme a la marea que cruza Coyhaiqueer, las relaciones que se instauran irredimibles. Así, encontramos la infancia en los ochenta - dictadura; y la adolescencia en los noventa - postdictadura. Se establece entonces el relato oficial, y la intersección y singularidad corporal en la que recae. Nada se escapa al poder y la vigilancia central. Ni siquiera en algún lugar apartado del país. O quizás por eso mismo. En fin, todo es susurros en Coyhaique, todo es fragor en Coyhaique, todo se sabe en el pueblo. La disidencia sexual entonces cobra vital relevancia; porque enfrenta, desde su cadencia y su quiebre, todo a su paso, todo propugnado acontecer.
Coyhaiqueer a ratos me recuerda a esas películas y series de adolescentes que escudriñan su transgresión y su dominio. Adolescentes de Mysterious Skin o My so called life. Amigos más que amigos, hermanos más que hermanos. Cachorros que buscan abandonar el pueblo y ver lo que existe más allá de la cerca, cachorros que cruzan los montículos y las fronteras para solamente vivir, para solamente descubrir una peregrina señal.
Pero uno nunca sale del pueblo, esto nos refrenda la novela. O es mejor estipular, como canta Dani Umpi: siempre hay un pueblo en cada ciudad / siempre hay siempre hay / siempre hay una ciudad más grande / siempre hay siempre hay /. Dani Umpi revitaliza los versos de Kavafis, aquellos que nos mandatan y acorralan: pues la ciudad es siempre la misma. Otra / no busques – no la hay - / ni caminos ni barco para ti / La vida que aquí perdiste / la has destruido en toda la tierra /.
No, no admite argumento en contra. Entonces allá va por última vez. Uno nunca abandona el pueblo. Aquella atmósfera de fumarola y greda nunca nos abandona. Lo sabemos bien. Todos los habitantes de fuertes militares y ocupaciones coloniales, lo sabemos bien. Todos los niños y niñas que escribimos nuestra su orfandad en la almohada sudada, lo sabemos más que bien. Por eso Coyhaiqueer, su pulida escritura y su diestra cimentación, nos refrendan nuestro sino y nuestra remembranza.