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Cámaras de televisión
(Cuento de Eskizoides, Editorial Cuarto Propio, 2002, 155 páginas)

 Ignacio Fritz



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EL OBJETIVO DE NUESTRO juego era aparecer frente a las cámaras de televisión, en las noticias o, mejor aún, en un programa como el de Geraldo Rivera. No ocurrió así la primera vez, y además dejamos el Mazda con el motor averiado y un foco delantero roto. Cuando papá nos preguntó qué había sucedido, mentimos diciendo que habíamos topado un auto estacionado.

Dos días después supimos por el diario que lo que habíamos hecho era noticia en la crónica roja. Pero no estábamos felices del todo, porque no aparecimos en la televisión. Por eso, el sábado siguiente tomamos el auto de mamá, un Daewoo, y nos fuimos al centro, enfilando por la Alameda, que tenía pocos vehículos a esa hora de la noche. Doblamos por Brasil y nos encontramos con un sector propicio para nuestra fechoría (antes lo habíamos hecho en Pío Nono, cerca del San Cristóbal). Tendríamos solamente que esperar a que un vagabundo borracho se pusiera delante de nuestras fauces de cazadores hambrientos de fama y diversión. Entonces, embalados e implacables, nosotros dos, ansiosos de pasarla verdaderamente bien, comenzaríamos a repasar la calle Almirante Barroso de un extremo a otro. Segundo y tercer cambio, no más.

Una pareja de jóvenes punkis (tal como habíamos pensado en un principio) se divertía caminando en la sucia y desierta vereda de la calle, cerca de la esquina de Mapocho. Él llevaba el pelo verde erizado con pegamento y su pálida cara chupada, repleta de adornillos, contrastaba con las de su acompañante, una muchachita menuda vestida con atuendos de cuero que se le ajustaban al cuerpo como un guante.

Movimos el auto con soltura y apretamos el acelerador como si fuéramos conductores top de fórmula uno. Cargamos sobre la cuneta y sentimos los neumáticos rozando el borde duro y compacto, casi filoso. Creímos reventar de emoción. La pareja trató de hacerse a un lado de un salto, pero igual les pasamos encima, con la punta del auto crujiendo sobre la piltrafa humana que se dislocaba bajo nuestras ruedas. Luego, unos treinta metros más allá del punto de impacto, vimos que del capó de nuestro auto salía humo blanco. Nos detuvimos. Los cuerpos yacían moribundos. La muchacha, malherida, se quejaba entre espasmos. Al joven le sucedía lo contrario, tenía la cabeza pegada al pavimento, absolutamente inmóvil, y trataba de expulsar de su cuerpo maltrecho un llamado de auxilio dirigido a su madre.

El auto comenzó a producir un ruido horroroso y fascinante, y el tablero nos indicó que el motor se apagaba lentamente, como un fósforo encendido por demasiado tiempo. Tenemos problemas, dije yo, feliz, mientras terminaba la canción Television Man de los Talking Heads.

Aquella situación era para arrancarnos de alegría los dedos con los dientes. Y mientras hablábamos, excitados, una patrulla de carabineros entró desde una esquina con la baliza echando destellos con su rojo bermellón, que chocaba contra las paredes de las casas y departamentos como en una buena escena de N.Y. Undercover. Y como si esto fuera poco, enseguida apareció otro vehículo de emergencia: una ambulancia blanca y enorme, de ésas que soñábamos menejar cuando chicos.

Esperamos impacientes a que nos arrestaran. Acordamos rápidamente lo que diríamos frente a las cámaras y los saludos que haríamos a nuestros amigos. Las personas salían de sus casas envueltas con cualquier cosa. Una señora de rasgos añosos nos apuntó con el dedo y habló con los carabineros cuando bajaron de la patrulla. Atropellaron a mis hijos, gritó, lo hicieron adrede. Yo estaba mirando desde el ventanal de mi casa cómo mis hijos se acercaban cuando estos mocosos embistieron contra ellos. Hace rato que andaban dando vueltas, como si estuvieran vigilando el sector. Por eso los llamé.

Nosotros dos, fuera del auto, de espaldas a un carabinero que nos registraba antes de esposarnos, vimos a los paramédicos practicándoles desmotivadamente los primeros auxilios a los infortunados. Una vez dentro de la patrulla, vimos que cubrían los cuerpos con una sábana plástica. Más gente comenzó a salir de sus casas. Hasta que de pronto, emergiendo de la nada, un camarógrafo se acercó a la puerta entreabierta y nos iluminó con su potente foco.

 



 



 

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(Cuento de Eskizoides, Editorial Cuarto Propio, 2002, 155 páginas).
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