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Presentación de Chilean Poetry de Rodrigo Arroyo

Sala Rubén Darío, Universidad de Valparaíso, marzo 28, 2008

Ismael Gavilán M.
Valparaíso, otoño, 2008


 
Hay cosas que no podemos olvidar –aunque quisiéramos- De esa forma, por ejemplo, el siglo XX nos enseñó que la poesía puede ser partícipe de la utopía, contribuyendo a solicitar su presencia, como también en ser articuladora del desencanto o la negación cuando las expectativas soñadas o inventadas se difuminan, alejan o aniquilan. Ese es quizás uno de sus sinos: saberse histórica queriendo acompañar, negar o contradecir la historia. En una época como la nuestra, antiutópica, descreída y espectacular –en la estela de Debord-, dispuesta al secuestro rentabilizador de cualquier discursividad que temerariamente no sólo se le oponga, sino que también pretenda darse el lujo de ignorarla, la poesía pareciese ser que acendra su actitud vigilante no sólo respecto a sus eventuales referentes –inventados o reales- sino de sí misma en tanto discurso que asimilado a la cultura concluye en su propio mutismo que, por supuesto, es una versión más de su cariz crítico. Lo que se ha desmantelado y deslegitimado en mi modesta opinión, es sobre todo la manera en que ese cariz crítico que le es inherente, se ve monumentalizado como gesto, como autocomplacencia endogámica en el contexto de nuestra precaria sociabilidad literaria.

Tal vez por eso, desde los 90 asistimos a un revival de lo explorado en el siglo XX, pero con la conciencia de una biblioteca, donde la gestualidad desemboca en pretensiones de administración discursiva. Esa administración que se devela en usos de lenguaje que fetichizan ciertas palabras -novedad, ruptura, riesgo, originalidad, destino al decir de algunos neocríticos que más parecen una mala versión de Joaquín de Fiore- se vuelve idiolecto que destierra cualquier anhelo de cambio, cualquier anhelo de subversión y que se cristaliza en moda, ese rostro de la muerte que nos advertía Leopardi. La poesía es una tentativa por abolir significaciones porque ella misma se presiente como un significado último: destrucción y creación del lenguaje, pero también palabra que busca la palabra.

Creo que Chilean Poetry de Rodrigo Arroyo que comenzamos a conocer públicamente a partir de hoy, se inscribe en esa trama que he intentado describir malamente. Ello, entre otras razones, por lo siguiente:
En primer término, la inscripción tautológica que posee la escritura de Chilean Poetry, inscripción que me hace venir a la memoria nombres y proyectos aledaños y que pueden ser vistos como filiaciones: Lihn, Millán, Martínez – el título y hechura del libro ya lo muestran con una ironía maestra- Ahora bien, lo que me interesa de CHP  es justamente esa toma de conciencia de aquella “tradición” por llamarla así y que convierte la reflexión acerca de las posibilidades de existencia de la poesía, en una de sus características primordiales, conciencia que muestra no sólo un afán de continuidad u homenaje, sino lo que denominaría como un intento de dilucidar una advertencia que nos dice, que nos cuestiona de verso a verso, de poema en poema: ¿es posible, ya no la poesía en sí, sino más bien la inscripción que se niega al decirse? Y si eso acaso es posible, ¿cómo no ver en la tachadura un recurso retórico – es decir, historizado y por ende legitimado desde La Nueva Novela- que se volatiliza a pesar suyo, volviéndose superfluo en la emergencia que muestra esta escritura? La eventual respuesta a estas preguntas cargadas de retoricidad circunstancial no deben ocultar lo que desean zaherir: la existencia de la posibilidad en tanto ella misma se entronice, abolida la convención que estima lo que es o no es poético. Tal vez radique ahí la emergencia de CHP, su estimulante desafío, su adusta presencia que habilita una verdad irresoluble, problemática y estimulante: los lenguajes nacen y mueren, todos los significados un día dejarán de tener significados. Crisis del poema. Crisis de la opacidad del poema. Y Rodrigo Arroyo, en una actitud, al menos para mí lúcida y escéptica, no transita el camino de la gestualidad corporal, o de la experimentación formal con el lenguaje, ni el de la poesía sonora, ni objetual, ni nada que se le parezca. Distancia, que no prudencia. Más bien mirada crítica, desembozada y con recursos enmarcados en una tonalidad que no rebasa su propia ansia de significación. La conclusión lógica de aquello debería ser el silencio. Sin embargo,  y lejos de todo misticismo, se nos antoja un silencio disonante y perplejo, un silencio a lo Edvard Munch: como grito que al enunciarse ensordece.

Todo esto nos lleva en segundo término a considerar otra cosa: cómo en CHP se visualiza un sano distanciamiento crítico de cualquier retórica redentorista –de clase, margen o poéticamente correcta- en donde el escepticismo frente al lenguaje que se manifiesta en la desconfianza referida a cualquier representación, no es asumida en ningún caso como un “optimismo” cómplice de un estado de cosas de todos conocido: ya sea de una inventada vanguardia, postvanguardia o lo que sea que pretendió la administración de una escena –precaria, densa y compleja por lo demás- totemizando experiencias en vez de logros de obra, como también desconfianza de ver en el poema una instancia de conciliación a nuestra contradicción histórica. Para Arroyo, me da la impresión, el poema no se agota como documento histórico –es decir, datable y confiable en tanto otorga información sobre una visión epocal-. Se trataría tal vez, de apreciarlo como receptáculo de una herida que erige en su reversión de sentido, su propia significación o su mero hecho de existir, donde ese hecho se gana o se pierde al renunciar a toda pretensión de representatividad generacional. Esta actitud, por llamarla así, articula un desideratum que enunciaría del siguiente modo: el poema –asumido como fracaso- no se adelanta a su época, sino que siempre llega tarde y en esa llegada no puede, ni desea aprehender ni mucho menos administrar la utopía, sino más bien advertir que cualquier discursividad que se pretenda salvadora o emancipadora de lo que sea es ya un acto que violenta su posibilidad misma, una traición a su autoconciencia intrascendente. Pensar y decir el poema así, muestra en mi modesta opinión no sólo una honestidad poética –si es que existe algo por el estilo-, sino también un modo de comprender a la poesía, a la poesía escrita en castellano en nuestro país como una instancia que ha arribado a su consumación.

Tal vez para algunos eso suene a palabrería decadente a la luz de un aparente estado de salud que tendría la poesía chilena reciente, estado que se manifiesta en diversas publicaciones, antologías u otras instancias análogas. Eso, por supuesto puede otorgarse. Y sin embargo, CHP plantea la duda, la duda necesaria que toda poesía, asumida como discurso inalienable de su propia vigilancia, articula y sufre. Pienso que no se trata de convertirse en una especie de sociólogo de tercera categoría jugando con un puñado de posibilidades. No lo sé, creo sin embargo que vivir en una hiperfragmentación que es antesala del abismo del significado, en nuestra época, en nuestra sociedad actual, no es menos estimulante que vivir en épocas de pretendidas actitudes resolutivas que llaman a la acción, la calle o lo que sea. No hay contradicción asumida como mala conciencia. Hay cautela de parte de Arroyo, cautela que simplemente implica no comprarse el cuento…ni siquiera el cuento de la poesía y mucho menos de su flatulento glamour, parodia narcisista de ese glamour de tercera propio de nuestra enternecedora farándula televisiva. El llamado de CHP es más distante y cáustico, desalentador incluso, pero no menos perentorio, una admonición para que advirtamos lo efímero de nuestros ejercicios imaginativos y lo conflictivo que implica hoy escribir un poema. En ese conflicto radica la productividad de sentido que nos enseña CHP. Una productividad que no teme vérselas con la nostalgia, la crítica, el desdén y la conciencia del fracaso de tantos proyectos estéticos que al devenir políticos mostraron y muestran su propia fragilidad. Por eso hemos llegado demasiado tarde, por eso escribir un poema ya es un acto rebelde más allá de una eventual estética de maquillaje postmoderno. Por eso creo, sin temor a equivocarme, que CHP es uno de los libros más intensos, desolados y necesarios que se han escrito en la poesía chilena de los últimos años. Y que muestra que acá, en Valparaíso, como vaticinó alguna vez uno de nuestros actuales próceres poéticos, “los poetas del puerto carecen de glamour”. Gracias a Dios, es así.


 


 

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