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LA POSIBILIDAD DEL LIBRO VENIDERO

Ismael Gavilán



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Esta no es una buena época para escribir sistemas. Por
otra parte, es en verdad  una buena época para escribir fragmentos.

Agnes Heller

Prefiero los poemas que producen (o parecen producir) sus bellezas como los frutos deliciosos de su curso de apariencia natural,  producción casi necesaria de su unidad o de la idea de cumplimiento que es su savia y su sustancia. Pero esta apariencia de  prodigio jamás  puede  obtenerse  sin  exigir  un  trabajo  de  los más severos y tanto más sostenido cuanto que, para quedar concluido debe esmerarse en borrar sus huellas. El genio más puro no se revela nunca  sino a la reflexión; no proyecta sobre su obra la sombra laboriosa y excesiva de alguien. Lo que llamo perfección,  elimina la persona del autor, y por ello no deja de despertar cierta resonancia mística, como lo hace toda búsqueda cuyo término se sitúa  deliberadamente “al infinito”.

Un poeta, en general, sólo puede cumplir su obra si puede disponer de su pensamiento rector, imponerle todas las modificaciones (a veces muy grandes) que la preocupación de satisfacer las exigencias de la ejecución le sugiere. El pensamiento es una actividad inmediata, provisional, entremezclada de palabras interiores muy diversas, de fulgores precarios, de comienzos sin futuro; pero también rico de posibilidades, con frecuencia tan abundantes y seductoras que estorban al autor más de lo que lo acercan al término. Si es un verdadero poeta, sacrificará casi siempre a la forma (que después de todo es el fin y el acto mismo) ese pensamiento que no puede fundirse en poema si exige para su expresión el uso de palabras o giros extraños al tono poético. Una alianza íntima del sonido con el sentido que es la característica esencial de la expresión en poesía, no puede obtenerse sino a expensas de alguna cosa que no es sino el pensamiento. Inversamente, todo pensamiento que debe precisarse y justificarse al extremo, se desinteresa y se libra del ritmo, del número, de los timbres, en una palabra, de toda búsqueda de las cualidades sensibles de la palabra.

El amor, el odio, el deseo son luces del espíritu; pero el orgullo es la más pura de ellas. Él ha revelado a los hombres todo lo que tenían que hacer de más difícil y más bello. Él consume las pequeñeces y simplifica la persona misma. La aparta de las vanidades, pues el orgullo es a la vanidad lo que la fe a las supersticiones. Cuanto más puro es el orgullo, cuanto más fuerte y solitario está en el alma, tanto más meditadas son las obras, tanto más rechazadas al fuego de un deseo que nunca muere. El objeto del arte, atacado por el alma grande, se purifica. Poco a poco, el artista se despoja de las ilusiones groseras y generales y obtiene de sus virtudes inmensos trabajos invisibles.

Las categorías nietzscheanas para clasificar a los hombres en auditivos y visuales parece obedecer a un modo de enfrentar la posibilidad del conocimiento. No son categorías abstractas: basta pensar en cómo se encarnan en esa emblemática y difícil novela de Thomas Mann Doktor Faustus donde ciertamente el protagonista Adrian Leverkhün es un hombre auditivo. Tal vez Paul Valéry pertenecía a la categoría de hombres visuales, ya que toda visión propicia un orden, un equilibrio, un fondo donde se despliega el escurridizo ritmo de la conciencia asombrada. Quizás también por eso, Valéry representa la sensualidad del intelecto: la pasión por las formas. ¿Delata acaso aquello un espíritu geométrico? –proporción, afán de exactitud y ensoñación por lo infinito. Es probable, más bien -y eso sería altamente sugerente- un espíritu pitagórico. Aquella acepción revertiría conciliatoriamente la visión con la audición: misterio supremo de los extremos que se rozan. En la contemplación del orden se esconde instintivamente la aventura de la conciencia. Por ello quizás, a Valéry, de un modo un tanto arbitrario, me gusta asociarlo con Borges, con Cortázar, al Vicente Huidobro que predica la superconciencia, como asimismo con Eduardo Anguita, el Anguita de exacta y desesperada precisión que escribe el poema El poliedro y el mar. ¿Acaso creer que “todo” es “literatura”, que todo discurso que pretende aunar experiencia y conocimiento tambalea al mirarse a sí mismo como escritura? En algún lugar que no recuerdo con detalle, Roland Barthes se refirió precisamente a Valéry como instancia de disolución discursiva. Eso, en el fondo, es la paráfrasis complementaria a la famosa “boutade” borgiana que considera que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. En la sigilosa aventura el orden, creo que Valéry señala o indica que ese mismo orden no es la organización sin alma que no se corresponde a sí misma, sino que es el cosmos que se despliega en un riguroso proceder.

Quizás la poesía sea un modo de habitar (la premisa heideggeriana es ineludible), el modo de reconocernos a nosotros mismos como poseedores de un privilegio de excepción: la autoconciencia de existir en y para un espacio develado por las palabras. Si fuera así, la poesía de Luis Cernuda sería un modo peculiarísimo de establecerse en aquel habitar, pues lo problematiza al erigirse como verdadero discurso del exilio. Tomar política e históricamente esto implica recordar la tragedia de la Guerra Civil Española y el peregrinaje solitario y para nada placentero del poeta de Los Placeres Prohibidos entre Francia, Inglaterra, Estados Unidos y México. Tomarlo poéticamente, es reconocer en Cernuda, en su poesía, a la modernidad como tragedia: la poesía como un algo ajeno que entra en conflicto con la historia, el cuerpo y el lenguaje; en otros términos, en conflicto con la realidad. Por eso, la dialéctica que constituye su decir (la realidad y el deseo), no sólo atañe a un mundo privado, sino que se articula como vigoroso desgarro al poetizar la voluntad de liberación que, como poesía, lleva en sí misma: De ahí que aquella libertad, al volverse conflictiva con la “prosa del mundo”, se yergue como posibilidad. El corolario de esto se patentiza en el poema: un documento del exilio que nos hace recordar nuestra condición de seres desarraigados, apenas poseedores de un frágil y aparente refugio de sentido: el estado, la familia, la patria, la sociedad. De ahí el destino ético de esta poesía: el reino que funda es el habitar de la intemperie que toda autenticidad espiritual propicia como su máxima razón de ser.

Un nuevo apunte sobre el ensayista como sujeto de escritura que le debo a Martín Cerda: “…el ensayista, es en efecto, un lector, pero un lector que no se contiene frente a cada texto leído, sino que, por un impulso radical, siempre lo sopesa, lo interroga y lo prolonga. El ensayista no es, pues, sólo un hombre que lee, sino, además, que se observa leer y, encima, que escribe cada una de sus observaciones. Por eso, justamente, en todo ensayo ocurre, entre otros asuntos, que se piense y se despiense, se sume y se reste, se prolongue y se infrinja los cánones, las normas o, si se quiere, las doxas”

(…) en todas las cosas estoy en situación de espera, de aquella imprevisión en que nos aventaja el ave de Kierkegaard; la tarea diaria hecha a ciegas, sumisamente, con enorme paciencia y con la divisa: obstacle

qui excite l´ardeur

Rainer María Rilke, 16 de septiembre de 1907

 

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Digas la Palabra que Digas
Ismael Gavilán Muñoz 
Ediciones Inubicalistas (ensayos, 2015)

 


 

 

 

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