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Susan Sontag: allegro appassionato

Ismael Gavilán



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I

Nuestra tradición nos enseña que un buen ensayista es también un gran moralista. A nuestra mente, los nombres de Montaigne, Voltaire, Emerson, Nietszche, Ruskin, Papini, Benjamin, Lukács o Canetti, entre tantos otros, evocan una especie de “deber ser” en y por la escritura que conduce o desemboca en un tipo de personae que está ahí no sólo para contemplar el mundo -cosa ya vasta y compleja-, sino también para intentar intervenirlo, quizás no tanto desde el imperativo de la acción, sino más bien desde el enjuiciamiento, la distancia irónica, la crítica aguda y la conciencia sufriente que implica la lucidez como conducta. En ese gesto, platónico el que más, el ensayista asume la efigie del que da testimonio, a través de la inteligencia, de la precariedad del mundo, pero sin asumir nunca el rol de conductor, redentor o guía: para eso, la religión, la política y la filosofía tienen mucho más que decir y aún la pretensión de hacer. Al fin y al cabo, la vida es compleja y contradictoria y todo buen ensayista lo sabe, evitando caer en la trampa de las definiciones totales que siempre le cobran su cuenta al santo, al héroe y al político. Es curioso aquello, pues de alguna manera, el temple moral del ensayista -algo semejante a lo que Scheler le pedía al filósofo como condiciones previas para efectuar su filosofar- no es para nada una orientación que decante en algún dogmatismo. Como buen heredero de las “formas simples”, el ensayo, en tanto escritura, se vuelve tanteo escurridizo de lo que a primera vista es inocuo, secundario, accesorio o extravagante, pero que resulta ser, a la larga, primordial y hasta trascendente. Como nunca, para el ensayista, como para su ejercicio, el dictum que indica que Dios vive en los detalles es menos una paradoja que una ley secreta que, desde la escritura, se convierte en un imperativo que permite la exploración de esa totalidad tan rehuible, borrosa e inalcanzable. Acaso porque en ese seguimiento, el talante moral del ensayista le indica los límites al conocimiento a modo de un gesto irónico, tal como acontecía en los jóvenes románticos alemanes, atrapados entre sus ensueños, la filosofía kantiana y la cruda realidad de la Revolución Francesa.

Pero no deja de ser sugerente que ese mismo talante moral que arma al ensayista de un tesón analítico y esclarecedor para con el orden del mundo, posea asimismo una doble faz, una mirada distinta y un afán divergente. Esa mirada es la que advierte en su profunda sabiduría un atractivo y sensual encanto artístico. Esa mirada es la que hace suya aquella sugestiva frase de Platón que orienta desde hace siglos cualquier intento de alcanzar el conocimiento con la totalidad no sólo de la mente, sino de los sentidos y aún del cuerpo: “el tiempo es la imagen móvil de la eternidad”. Lo que en verdad pueda encerrar esa fructífera aseveración es nada más y nada menos que un modo de entender la concepción de aquello que llamamos “mundo” como una multicolor y móvil fantasmagoría de imágenes que dejan transparentar lo ideal, lo espiritual y que poseen, ciertamente, un temple estético. Esa concepción es la que, por decirlo de alguna manera, convierte al artista en artista, es decir, en alguien a quien le es lícito sentirse unido de modo sensual, placentero y pecador a los fenómenos del mundo, a las reproducciones, pues sabe que pertenece al universo de la idealidad y del espíritu.


II

Mientras tanto Susan Sontag tiene entre 16 y 20 años y llena página tras página el cuaderno de su Diario con listas interminables de autores por leer  -Henry James, André Gide, Rainer María Rilke, Oswald Spengler, Joseph Conrad, Hart Crane, Ernst Cassirer, Hermann Hesse-, músicos que oír -Bach, Mussorgski, Scriabin, Prokofiev, Franck- y detalladas observaciones respecto de sí misma que develan un carácter analítico y sediento de verdad. Asimismo, en esas páginas pueden leerse sus conflictivas relaciones filiales, los registros de sus incipientes experiencias sexuales como, a su vez, la autopercepción que como mujer y ser humano efectúa de sí misma y que le lleva a profundas exploraciones de su psique inquieta y apasionada. Pero sin duda uno de los más intensos descubrimientos de ese buceo interior es su paulatina certidumbre que señala que placer y conocimiento van de la mano en una simbiosis de marcado sello platónico. En estas páginas de su Diario vemos a una muchacha que no sabe lo que aún desea, pero tiene muy claro lo que no desea. En primer lugar y ante todo, una vida concentrada en exclusiva dentro de estrechos marcos académicos. Desde temprano, Susan Sontag aprecia que la vida es más vasta que cualquier teoría y como Walter Benjamin antes que ella, se percata que “el espíritu no puede ni debe ser institucionalizado”. De esa manera, Susan Sontag se empeñará concienzudamente en expandir su experiencia vital e intelectual en un esfuerzo que implica aceptar lo que está delante suyo con altura de miras, pero también con curiosidad y espíritu crítico. En una sola palabra: con admiración. No en vano, la figura de Fausto le seduce. Por eso lee apasionadamente a Marlowe -de quien memoriza y recita en voz alta versos de su Trágica historia del doctor Fausto durante interminables y embriagadoras madrugadas-, pero también se interesa vivamente en el Fausto de Goethe, viendo en él ya no la figura de un mago medieval, sino la de un intelectual moderno que debe pactar con las fuerzas extrahumanas para saciar su eterna voracidad de mundo. Susan Sontag terminará este periplo leyendo y criticando Doktor Faustus de Thomas Mann que, publicado en 1949, viene a ser la recreación contemporánea del mito del sabio insaciable de conocimiento, pero que para consumar aquella pasión, debe transar con su salud mental y física en aras de un ideal que ha abandonado toda pretensión humanista. Sin duda que la versión del mito fáustico del escritor alemán le provocó desencanto, dada la específica circunstancia que ella, en tanto escritora en ciernes, veía respecto de su cuerpo y su mente para aunar junto con la inteligencia, las aristas disímiles de una experiencia que, con los años, siempre tiende hacia la disociación. Sin embargo, en este punto crucial de sus decisiones intelectuales y vitales, Susan Sontag se acerca arrobada a lo que este mito puede decirle: es como si las diversas versiones de Fausto fueran para ella diversas versiones de sí misma en lo que significa el desafío de conocer. Aún más, si pensamos con mayor detenimiento, ese desafío es intrínseco a todo afán fáustico: transgresión, pero también autosatisfacción; embelesamiento, pero también insatisfacción; seducción, pero también admiración. Será de ese modo que para Sontag todo girará alrededor del placer, los libros, las ideas y la música. Sin embargo, sería un error mayúsculo ver en esto una mera conducta hedonista en el vulgar sentido del término. Se trata de otra cosa, en primer lugar, de una manera de aunar ética y estética, placer y conocimiento, belleza e intelecto para, desde ahí, en segundo lugar, percibirse a sí misma como alguien que reconoce, cultiva y educa sus cualidades físicas y espirituales, aceptando con curiosidad, pero también con entereza y juicio, las diversas circunstancias, personas, acontecimientos, seres y enseres con los que, a través de los años, se ve vinculada. Así, cada instancia que se le otorga -conocer un nuevo libro, viajar a otra ciudad, conocer un nuevo amigo, beber en un bar distinto, evaluar lo vivido a la luz de otra lectura que le asombra o conocer una nueva amante- implica entender que los laberintos de la vida son vastos, que la percepción que nos hacemos de ella es estrecha y que vale la pena confiar en los instintos y en la intuición para desbordar los propios límites autoimpuestos. Pero también, desde esta etapa tan temprana en que Susan Sontag no se diferencia, quizás, de tantas otras muchachas jóvenes entregadas a los devaneos de la literatura y la filosofía y que han tenido la fortuna de vivir una de las épocas de mayor opulencia económica y material de Estados Unidos -la década de 1950- , va configurando su propio carácter, su propio derrotero, un derrotero desde el que se pueden advertir desde ya sus obsesiones que harán posible la maestría de su escritura en la  madurez de su vida.


III

Madurez significa hondura de estilo e intuición creadora. También, como parte del ritual fáustico, admiración por lo que embelesa. Todo esto será decisivo cuando Susan Sontag escriba esos magistrales ensayos sobre Walter Benjamin, Elías Canetti, Roland Barthes, Antonin Artaud, Fedor Dostoievski o Robert Walser, entre tantos otros. En ellos, la escritora quizás no indaga las razones últimas que movilizaron a todos estos maestros de la prosa y el pensar, sino que, como buena ensayista que explora lo ajeno para explicar e ilustrarse a sí misma sus propias obsesiones, celebra en ellos lo que le abruma o enaltece, lo que advierte como dificultad y desafío, lo que le libera y pesa, lo que abre y carcome. Admirar es celebrar y celebrar, agradecer. Susan Sontag es una escritora que una y otra vez agradece, escribiendo contracorriente por aquello y contra aquello que le impulsa cuestionarse, pero también reconocerse. Con insistencia y página tras página, efectúa todo eso a la vez como parte de un movimiento que sólo puede ser entendido bajo el continuo flujo de lo que la vida prende en nosotros como llamado, curiosidad y alegría. Una alegría singular, una alegría seria que es propia del pensar y que no tiene nada que ver con la amargura o la negación nihilista del mundo –cuántas veces repite en sus diarios, en sus ensayos, en sus notas esa palabra: seriedad. En Sontag hay sed de una cultura seria, deseo de leer un autor serio, convicciones para articular una idea seria, deslumbramiento por una imagen seria, cuántas veces, como buscando en esa palabra una llave que develara la autenticidad ontológica de las sombras que son convocadas más allá del cliché de nuestra desabrida frivolidad, frivolidad que vulgariza con demasiada rapidez el sagrado sentido del placer-. Pero esa hondura que amalgama estilo, intuición creadora y admiración tendrá también un rostro punzante: el de la puesta al día, el de una singular e intensa eticidad que amplia, cerciora y templa su fervor admirativo que es tan propio de su sensibilidad estética. Así, podemos rastrear esa misma hondura en aquellos textos problemáticos, polémicos, escritos en el fervor del instante y que desean evitar ser confiscados por la mera consigna y que anhelan volver el ejercicio de la inteligencia uso cotidiano tanto por necesidad política como por urgencia existencial. Esos ensayos donde Sontag cuestiona, encara y critica a la sociedad estadounidense, a su casta gobernante, a la tragedia de Vietman, al fascismo y donde busca, una y otra vez, el sentido que la palabra compromiso pueda tener no sólo como slogan de un tiempo específico –en este caso los épicos años 60 y 70- sino como confirmación moral de esa misma sensibilidad estética que ella, con sus gestos, actitudes y búsquedas, representa a manos llenas. Pero, por otro lado, será también una hondura que atisbará los horizontes que son dibujados por los avatares del siglo XX gracias a una perspicacia que no baja la guardia en su curiosidad intelectiva. Horizontes de los que a ella le toca ser testigo y partícipe en tanto portavoz de un tiempo que va transformando sus paradigmas culturales. En así que los ensayos que escribe sobre el existencialismo (Sartre, Camus, Cioran), el teatro del absurdo, la imaginación pornográfica, el cine de Bergman, Godard y Bresson, como a su vez, la singular capacidad para reflexionar en torno a lo que acontece delante de sus propias narices – los hapennings, el camp, el pop-, hacen de Susan Sontag una escritora que presta oído a su época, pero no sólo para oírla y complacerse de sus logros –reales o hiperbólicos-, sino para contradecirla, mostrándole sus puntos de fuga que desvanecen o pretender desvanecer toda herencia del pasado o de modo más brutal, borrar toda filiación para presentarse adánica y embriagada de sí misma. En esto, Susan Sontag no se extravía y atenta como siempre a toda prestancia de cierta densidad histórica, va una y otra vez sobre esa época -la suya y, ciertamente, piedra angular de la nuestra-  atreviéndose a evaluarla, compararla y sopesarla con la más vasta tradición cultural de la que se siente heredera no con un afán inmovilizante, sino porque simplemente sabe como todo intelectual nacido en la modernidad que en ese gesto se juega no solo una arqueología de datos, referencias y nostalgias culturales, sino también cualquier posibilidad de comprender el presente y atisbar el futuro.


IV

En Susan Sontag no creo que exista una ruptura o el hundimiento incendiario de las naves de la civilización, menos un gesto iconoclasta que no sepa explicarse a sí mismo. Hay más bien un gesto amoroso de integración luego de responder los requerimientos de la curiosidad. Ese requerimiento puede ser riguroso, analítico y hasta cruel en sus exigencias de sentido, pero nunca condescendiente, ni menos complaciente. Para una escritora que se asume deudora de las más nobles imágenes, palabras y sonidos de la cultura, lo que se vuelve necesario e incluso, imperioso, es relacionar, unir, constatar y nunca obviar, menos desdeñar. De ahí su pacto fáustico con el conocimiento: ¿qué hay de necesario, locuaz y pertinente en un hapenning? ¿cómo llamar a esa sensibilidad nueva, luego del desastre de la Segunda Guerra Mundial y que hace del esteticismo e inutilidad aparente frivolidad de estilo? ¿qué imágenes nos otorgan los cineastas que creemos artistas y no meros acomodadores de siluetas comerciales para consumo inmediato? ¿cómo abordar la cartografía de la mente, el cuerpo y el deseo luego de Sade, Nietszche y el psicoanálisis? ¿cómo valorar y comprender en su estricto sentido lo que son la locura, el desquicio, la violencia, la enfermedad?

Susan Sontag intentó responder éstas y muchas otras preguntas con el talante que descubrió en sí misma entre sus 16 y 20 años. Ese talante, marcado por un apasionado ritmo vital e intelectual, sólo le fue posible por una rigurosa disciplina que hizo de su cuerpo y su inteligencia, sístole y diástole de su aventura en este mundo y que halló en la palabra admiración su más señero símbolo. Porque para una persona como ella, en un universo sin Dios, tal vez la única certeza metafísica que aún arrebata es advertir junto al viejo Schopenhauer que la música es el correlato de la vida, si acaso no es ella misma depurada de su propia defección. Tal vez Susan Sontag sabía eso y por ello, hacer el amor, leer un libro y oír a Bach eran experiencias, sino estrictamente equivalentes, sí íntimamente interrelacionadas como partes de su apasionamiento donde era posible ver un guiño al viejo Platón, pero también la encarnación de esa curiosidad fáustica que sólo una adolescente sabe que es más que un mero gesto, porque puede devenir una intensa promesa.


Quilpué, primavera de 2019.



 

 

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