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Sobre Alejandro Pérez: tres imágenes y un comentario

Por Ismael Gavilán

Texto leído en la presentación de la segunda edición de Desencanto general, Ed Altazor, de Alejandro Pérez,
en la Sala Viña del Mar, el 1 de junio de 2019


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Imagen I
La primera imagen que tengo de Alejandro Pérez data de 1990. Era un imberbe adolescente de 17 años, sumido en la persecusión de una escritura que nunca llegaba: malos poemas de juventud que no creo hayan cambiado demasiado con el tiempo. Un conocido, también aprendiz de poeta como yo, me habló en una de nuestras aburridas conversaciones de provincia de la existencia de un libro que le había volado los sesos: “Desencanto general” publicado hacía un par de años por un muy poco lírico poeta de apellido Pérez. Lo singular de aquel libro que argüía mi amigo era su humor, su prosaísmo, su tono, su desenfado, su peculiar irreverencia,  su fractura total con cualquier etérea emocionalidad a la que nuestra educación sentimental nos tenía atiborrados como buenos aprendices a lo Romeo Murga. Curioso, leí el libro que gentilmente mi interlocutor me prestó. No me voló los sesos como a él, pero me llamó mucho la atención el tipo de verso: breve, exacto, de no más de 12 silabas, de un ritmo que no le tenía temor a la prosa y sobre todo, que era capaz de aunar la respiración de la experiencia con la respiración del lenguaje. 

Imagen II
La segunda imagen que tengo de Alejandro tiene como escenario el monstruosos edificio Monseñor Gimpert  a un costado de la casa central de la PUCV. Debe haber sido 1991 o 1992. Con esa ingenuidad que caracteriza o caracterizaba a todo aprendiz de lecturas, pensaba que estudiar literatura en la PUCV era el sumun del saber letrado. Craso error, pero en aquel instante, aun no lo calibraba. Tímido y altanero, miraba siempre con desconfianza a mis compañeros más viejos que iban en cuarto o quinto o hasta sexto año: era evidente en la mayoría de ellos que la estética quilapayúnica y altiplánica aún hacía estragos entre los residuos etílicos y estéticos post-plebiscito de toda una juventud algo desorientada en su porfía utópica. Aquello lo encontraba irreal o al menos como encarnación enternecedora de un relato de García Márquez. Mal educado en densidades ajenas, lo veía todo bajo la mirada agónica -y por ende risible por su dramatismo- de Malte Laurids Brigge. Un buen día, alguien anunció en el tercer piso del Gimpert que en la salita del DAE al pie de la entrada, se ofrecería una lectura del poeta Pérez que acababa de regresar...todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo y como un enjambre bajaron atiborrando la pequeña escalera. Para no ser menos, también lo hice. Pero la salita del DAE no estaba disponible y se gestiono la fría y fea sala Obra Gruesa. Siendo, tal vez mediodía o la una de la tarde, esa oscura sala fue testigo de algo que intuí como un acontecimiento. Alejandro Pérez, en persona, el mítico autor de Desencanto General estaba a unos metros míos leyendo sus poemas.  Sin contar las grupies calcetineras típicas que entre apuntes de Bajtin y Todorov estaban encandiladas con nuestro autor con una erótica seriedad en sus rostros de ninfas alternativas, me percaté de algo que ganó mi huraña simpatía: Pérez leí, sí muy bien, pero más parecía por su aspecto, tono y vestimenta, como a su vez por el discreto dominio escénico que desplegaba, un vocalista de The Cure o Led Zeppelin que un altiplánico charanguista. Pero más allá de todo, lo que alguien me dijo al salir me dejó pensando: “El Pérez nos hizo leer a Lihn...”. Después de oír eso, confuso y entusiasmado, me fui a la biblioteca a saber quién diablos era Lihn. Ese gesto tan nimio, tan propio, creo que es fundamental para adivinar la imagen de Alejandro: su magisterio siempre seria soterrado, como un susurro, para nada estridente.

Imagen III
La última imagen que guardo de Alejandro es más tardía. Durante años, su leyenda viviente se escanció entre su afición al rock más clásico -en una época donde el inconsulto gusto estético/político de cualquier estudiante de letras estaba bajo la mirada de los comisariatos culturales imaginables y que a veces hasta resucitan hoy por hoy- y ese malditismo entre precario y sofisticado: Lira, sin duda, pero también Catulo. Y por supuesto Villon. Esa imagen me la han entregado las conversaciones con Sergio Holas, con Luis Andres Figueroa, con Marcelo Novoa. Es la imagen de un poeta que es demasiado mundano para ser Basho, pero demasiado espiritual y complejo en su densidad histórica para ser un mero recolector de anécdotas. Entre medio, Pound y Moltedo sobrevuelan a baja altura.

Comentario
Creo que lo relevante de esta presentación no es sólo celebrar un presente a donde retorna este poeta, sino también hacer visible la presencia de uno de los actores más relevantes de las letras porteñas y regionales de los últimos 35 años. Un espíritu de continuidad, pero también de permanente estado de alerta. Sin duda que con el correr de los años, Alejandro Pérez se ha ido convirtiendo en esa especie de poeta, si no mítico, sí algo apartado, nunca silencioso por supuesto, poseedor de una silueta entre evanescente y secreta cuya presencia se vuelve imprescindible para abordar un pasado reciente problemático y difícil, pero también rico y denso en coordenadas imaginativas y formadoras. Entre ires y venires, su retorno a Valparaíso a fines de los 70 implica una intensa labor como poeta y “animador cultural” -si acaso puede decirse algo así en aquella siniestra época- en medio de una juventud universitaria y poética diversa, amplia, a matacaballo entre la esperanza por tiempos mejores y la opresión dictatorial. Aquel instante de la sociabilidad poética y cultural porteña aún espera ser historiado en su compleja trama que hoy rueda, por lo menos, hacia cierta amnesia desprolija: si acaso, alguna vez, el famoso slogan “apagón cultural” tuvo sentido en las alicaídas escenas culturales nacionales, sin duda que en Valparaíso aquello sería mucho más que una frase de feliz, pero desoladora descripción: con universidades intervenidas, revistas, diarios y periódicos censurados, muchos de sus cultores artísticos y culturales exiliados y con un campo cultural muy reducido, casi en la clandestinidad, habría que esperar hasta la segunda mitad de los 70 y a principios de los 80 para que de forma silente y casi anónima, se volviera a visibilizar aquel impulso creador pre-73 que rara vez ha sido reseñado. En este contexto, a principios de los años 80, la escena poética porteña estaba reducida casi al mínimo.  Es dentro de estas coordenadas que Alejandro Pérez trae consigo una actitud entre irreverente y escéptica, distante de todo sentimentalismo mal asimilado a lo que debiese ser “lo poético” y que impregna conflictivamente a la joven sociabilidad de la poesía porteña. Aquella actitud, Pérez la ha aprehendido sin duda de su trato directo con Lihn y Lira, pero también de sus lecturas de Parra, Marcial y Pound. Pero nuestro poeta trae también un puñado de poemas que correrán de mano en mano durante toda la década de los 80 y que se plasmarán en ese primer libro significativo con el que cierra esa misma década y que es motivo de celebración y reedicion aumentada: Desencanto general y que publica la mítica editorial Documentas en 1988. Estudiando de modo espasmódico en la Universidad Católica de Valparaíso -constituyendo el hábitat universitario un espacio de libertad creativa y vital a semejanza de lo que fue el Pedagógico santiaguino para Lira en los 70- Pérez se relaciona, dialoga, discute y lee con lo más granado de la juventud poética de aquellos plazos: Luis Andrés Figueroa, Marcelo Novoa, Andrés Fisher, Sergio Holas, Ignacio Vásquez, Alvaro Báez, entre varios más.

En 1988, nuestro poeta publicó la primera versión de este mítico libro libro. Han pasado 30 años y contra todo pronóstico, lo que ahí asomaba como diagnóstico de un cruel estado de emergencia, se ha vuelto un permanente estado de excepción. Desencanto general sin duda es la bitácora de un poeta perplejo ante una realidad que de la noche a la maña renunció a la utopía y aún más, a la conciencia de esa pérdida. En versos breves, cortantes y agudos, con un lenguaje que ha abrevado de Parra, pero también de Lira, Lihn, Pound y los elegíacos latinos, Alejandro Pérez escarba la herida de un país, la herida de una época que sigue siendo la nuestra y que, al fin de cuentas, sigue siendo la suya. Un libro escrito con singular maestría que no teme arrogarse la visión de la catástrofe desde una subjetividad que no rehuye la acidez, pero tampoco el humor y menos la fina reflexión de un estado de cosas a estas alturas imposible. Pero Desencanto general es también un libro que ha ido creciendo como la vida misma: es quizás la mejor prueba de que poesía y biografía se entrelazan, la mejor prueba de que la escritura no es autónoma sino siempre dependiente de esa precariedad muda y exigente que llamamos vida. Acá Alejandro Pérez nos entrega no sólo un puñado de poemas que hicieron época, sino que intentan la difícil tarea de intentar escribir la época, una que sigue siendo nuestra a pesar de todas las promesas rotas y la violencia más salvaje. Con fidelidad y tesón, Pérez, en este libro que vuelve en esta segunda edición por los fueros de una vapuleada realidad, es prueba fehaciente de lo que alguna vez Enrique Lihn manifestó de toda genuina poesía: que todo cruce entre vida y escritura es en verdad la articulación de una biopoética que no teme vérselas consigo misma. Desencanto general de Alejandro Pérez cumple con creces aquella exigencia.



 

 

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