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Ignacio Herrera
Nahuilte. Ediciones Kultrun, 47 páginas / Mala Luna. Ediciones Etcétera, 102 páginas

Por Matías Ávalos
Publicado en La palabra quebrada. 1 de febrero de 2021



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¿Qué tendrá el agua de Curicó? Yo, que soy un inmigrante, sabía apenas una cosa de ahí: Américo Reyes Vera (Premio Mejores Obras Literarias 2019). Ahora me entero de una segunda: Ignacio Herrera, autor de dos libros, Mala Luna (Ediciones Etcétera) y Nahuilte (Ediciones Kultrún) publicados este año en Concepción y Valdivia respectivamente. En realidad hay que ser más preciso en este caso, porque no sólo son dos libros sino unas 150 páginas de poemas en versos con medida y patrones rítmicos clásicos, que construyen ante el lector una idea de pueblo que no se aleja por miedo al provincianismo de la estampa —que en efecto algunos pueblos conservan— pero que incluye las minucias de la época que han ido erosionando, sí, su carácter de tranquilo, apacible y carente de intensidad.

En verso medido de manera impecable, Herrera da cuenta de una serie de personajes que actualizan, entre otros parientes lejanos en prosa, aquella obra maestra llamada Alhué, sumando a las señoras del pueblo y los padres que perdieron sus hijos, a los pasteros del potrero: «[…] Los cabros fuman pasta por la esquina / flaquitos se consumen demacrados/ debes estar tranquilo, ten cuidado / me dicen en sus sermones la vecina. / […] Cuidado, ten cuidado mi Nachito: / vivir en este pueblo es un delito» (Nahuilte, página 5).

Ese final hacen pensar en Herrera como un gran cronista, que captura la esencia de un problema, de un lugar. Porque vivir, siendo de un pueblo o un barrio alejado de los grandes centros, no es sólo tener un corazón latiendo. Eso chicos descritos en el anterior soneto no viven; de hecho en mi barrio le dicen zombis, por muertos vivos. Herrera lo sabe y, sin escaparle a la muerte, disfruta las minucias del privilegio de estar sensibilizado: «Yo estaba en otro mundo distraído / contando un mal soneto con mi mano / persiguiendo la forma de lo vano / que a todo lo tedioso da sentido» (Nahuilte, página 12). La imagen de contar sonetos, en estricto rigor las sílabas (en este caso once) de los versos (14) para un soneto, supone una declaración de principios: esto es vida. Y, lejos de los lugares comunes que rodean este tipo de escritura, estos versos no se leen como unas afirmaciones tajantes, mucho menos snobs, sino como cierta idea de camino posible. Y es que hay que hacerse cargo, nuestros hijos debieran andar contando sílabas, no amigos muertos o presos.

No quisiera soltar la imagen de contar sílabas.

Afirmar lo de Robert Frost (Escribir en verso libre es como jugar tenis con la red abajo) sería una desmesura, pero libros como Mala Luna y Nahuilte de Herrera recuerdan que la poesía en verso es en verso, aunque no sean sonetos, sextinas o décimas, y que si bien no es una condición para escribir, sí conviene reflexionar sobre qué es eso, cuánto mide y pesa, qué hace y cómo, en qué parte del poema.

Me parece que, pasado el tiempo de vincular la literatura con cualquier tipo de texto donde alguien vuelca sus sentimientos y percepciones, conviene empezar a reflexionar si eso mismo no es replicar a escala gramática, las hegemonías (políticas, étnicas, de género) contra las que esos textos dicen existir.

Una medida de verso o un ritmo, te obligan a buscar una palabra que calce en él. Es decir, te obligan a problematizar tu voluntad, a que dejes de ser el amo/a y señor/a de tu paginita. Te ayudan a ser más humilde, a dejar que el poema sea.

 

 

 



 

 

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Ignacio Herrera
Nahuilte. Ediciones Kultrun, 47 páginas / Mala Luna. Ediciones Etcétera, 102 páginas
Por Matías Ávalos
Publicado en La palabra quebrada. 1 de febrero de 2021