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De 1968 a 2025: Elecciones presidenciales
y Chile en la crisis estructural del sistema-mundo


Por Ignacio Muñoz Cristi


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Fascismo, cierre de ciclo histórico y bifurcaciones de liberación

Este texto se sitúa en una perspectiva de análisis biológico-cultural de sistemas-mundo. No parte de la política como esfera separada ni del Estado como unidad autosuficiente, sino del habitar humano como fenómeno histórico-relacional: modos de convivencia y de reproducción material y simbólica de la vida que se acoplan —con tensiones, asimetrías y violencias— a arquitecturas globales de poder, energía, finanzas, guerra y sentido. Desde esta mirada, los procesos nacionales solo se vuelven inteligibles cuando se los lee como pliegues locales de ciclos históricos más amplios del sistema-mundo capitalista-colonial-patriarcal.

La victoria de José Kast en las elecciones presidenciales chilenas de diciembre de 2025 no es un accidente ni una mera oscilación electoral. Es un síntoma histórico que debe leerse en una doble clave: como expresión de la crisis estructural del sistema-mundo y como cierre de un ciclo histórico-cultural específico en Chile, abierto con la revolución mundial de 1968 y hoy en una fase de clausura incierta. Este cierre no inaugura una estabilidad nueva; profundiza una zona de bifurcación progresiva (Wallerstein, 1998), en la que se tensionan simultáneamente posibilidades de dominación extrema y de liberación transmoderna (Dussel, 2019).


Crisis estructural y fascismo como patología del colapso

En la historia del capitalismo, el fascismo ha aparecido recurrentemente como una patología política de las crisis: una forma autoritaria de cierre destinada a restaurar el orden cuando los mecanismos habituales de consenso y mediación dejan de funcionar (Muñoz, 2025). La coyuntura actual, sin embargo, es cualitativamente distinta. No se trata de una crisis cíclica “normal”, sino de una crisis estructural, en el sentido fuerte desarrollado por los analistas de sistemas-mundo: una crisis en la que el sistema ya no logra reproducir de manera estable sus condiciones materiales, ecológicas, energéticas, financieras y culturales de existencia (Amin, Gunderfrank, Arrighi y Wallerstein, 1987).
En este contexto, el fascismo muta, ya no puede prometer una restauración duradera, porque no hay excedente que redistribuir ni futuro creíble que integrar. Por ello, el fascismo contemporáneo tiende a ser simultáneamente más brutal y más frágil: más brutal, porque pierde frenos éticos y jurídicos; más frágil, porque gobierna sobre un mundo que se descompone en el caos global entre salvajes oscilaciones. El pueblo pauperizado, construido como enemigo interno por las ultra derechas, deja de ser una figura excepcional y se vuelve estructural; la violencia deja de ser correctiva y se vuelve constitutiva del orden.

Esta mutación se expresa a escala global en lo que puede nombrarse, sin exageración, como el inicio del clímax de la crisis estructural final: una tercera guerra mundial ya en curso, no declarada formalmente pero operativa en múltiples frentes; el genocidio del pueblo palestino como signo extremo del colapso del orden jurídico-moral internacional; la guerra en Ucrania como fractura del tablero euroasiático; y la proliferación de conflictos regionales como expresión de la pérdida de capacidad regulatoria del sistema. A ello se suma la inflación de burbujas financieras de sostén —la de las inteligencias artificiales y la del dólar como moneda mundial— que buscan postergar el ajuste estructural a costa de agrandar sus efectos futuros. No se trata de predecir fechas de colapso, sino de reconocer un patrón histórico: el sistema se conserva estirando sus propias contradicciones, hasta que esto ya no será posible.


Chile como pliegue del ciclo 1968–2025

Desde esta perspectiva, la historia reciente de Chile solo se vuelve plenamente inteligible si se la inscribe en el largo ciclo mundial abierto en 1968. Allende no fue solo un presidente nacional, sino la expresión local de un momento histórico en que amplios sectores de la humanidad intentaron traer a la mano otro mundo posible, otro modo de habitar la economía, la política y la convivencia. El golpe de 1973 no fue solo una ruptura institucional, sino una reprogramación profunda del habitar, y un laboratorio mundial del neoliberalismo extremo, que impuso el miedo y el consumo como principios organizadores de la vida social. La dictadura no solo instauró un modelo económico, sino una emocionalidad social duradera: el temor como regulador del lazo, la competencia como norma cotidiana y la sospecha como hábito, debilitando las tramas de cooperación y reforzando la sobrevivencia individual.

La transición iniciada en 1990 no desmanteló esa reprogramación; la estabilizó. La democracia tutelada y el consenso liberal bipolar permitieron una gobernabilidad basada en la despolitización, el consumismo y la administración técnica del conflicto. Durante décadas, ese arreglo sostuvo una frágil viabilidad del mundo vivido, al precio de desigualdades estructurales, despojos territoriales y una subjetividad social entrenada para la resignación. En clave de sistema-mundo, Chile se consolidó como periferia eficiente; en clave del habitar, como un país crecientemente desconectado entre bienestar material y sentido de vida.

El levantamiento popular de octubre de 2019 marcó el quiebre de esa viabilidad. No fue solo una protesta, sino la irrupción de una experiencia colectiva que declaró invivible el mundo heredado. El proceso abierto entonces fue rápidamente canalizado hacia una salida institucional que, lejos de encarnar la ruptura, terminó domándola. El proceso constituyente abrió una oportunidad histórica, pero expuso un profundo desfase entre el lenguaje de la política y la experiencia cotidiana del habitar, que gran parte de la sociedad no logró sostener. El mal llamado acuerdo por la paz del 15 de noviembre de 2019 (con protagonismo de Piñera y Boric) selló el paso de la revuelta a la regresión política, consolidando un clima de desmovilización, escepticismo y cansancio social, agravado por el manejo represivo de la pandemia.


Elecciones 2025: síntoma, no anomalía

Las candidaturas ya no se diferencian por proyectos de futuro, sino por modos de administrar el miedo y distribuir el daño en un mundo que ha dejado de prometer porvenir. Las elecciones presidenciales de 2025 condensan este proceso. Con una participación obligatoria cercana a los 12,3 millones de votos válidos, Kast obtuvo un 58,3% frente al 41,7% de Jeannette Jara, en un escenario marcado por campañas menos territoriales y más digitales, donde las redes sociales y las plataformas del miedo jugaron un rol decisivo. El desplazamiento entre primera y segunda vuelta no puede explicarse solo por errores tácticos: expresa un reordenamiento afectivo-político más profundo.

La campaña de Kast se apoyó en la radicalización del discurso anticomunista y la producción sistemática de amenazas, mientras la candidatura de Jara optó por una moderación programática que ni siquiera rozó la socialdemocracia clásica. Sin embargo, el punto decisivo no reside solo en las campañas, sino en la continuidad estructural de una gramática contrainsurgente que atraviesa los gobiernos de Piñera y Boric: la ciudadanía convertida en amenaza, el orden público como eje y la excepción como normalidad. Kast no aparece como ruptura, sino como la explicitación sin pudor de un autoritarismo ya practicado bajo ropajes democráticos, visible en la represión y criminalización de las luchas sociales, la ley antitomas, la lay del gatillo fácil y la continuidad del terrorismo de Estado en el Wallmapu.

El voto obligatorio no produjo politización, sino exposición de una fractura: sujetos y territorios que no se reconocen en un mundo común y que votan desde afectos primarios más que desde proyectos. La derechización que se expresa en las urnas no es solo electoral; es cultural y relacional. Se alimenta de la frustración tras la derrota del proceso constitucional, del descrédito de las promesas de cambio y de una experiencia cotidiana de inseguridad material y simbólica. En este sentido, la victoria de Kast no inaugura el autoritarismo: lo legitima.


El nuevo presidente de un país periférico y la cartografía global del poder

Un gobierno de ultraderecha en Chile, en el contexto actual, tiene un significado que desborda lo nacional. Forma parte de una recomposición geopolítica en la que Estados Unidos logra cerrar, de manera relativa y frágil, alineamientos en el sur del Cono Sur, en un momento de declive hegemónico. No se trata de un control absoluto, sino de un cierre disciplinario en una región históricamente tratada como zona de seguridad estratégica, que fortalece la articulación entre los fascismos del norte y del sur y dificulta, tanto a escala local como global, las luchas de liberación.

China y Rusia aparecen como polos ambivalentes. No son potencias antisistémicas ni horizontes emancipatorios, pero su presencia multipolar relativa puede impedir un orden sacrificial absoluto propio del unipolarismo estadounidense y abrir intervalos. Estos intervalos no garantizan liberación y pueden habilitar nuevas formas de extractivismo y dependencia. El tablero contemporáneo, además, no se juega solo entre Estados: lo atraviesan redes logísticas, empresas energéticas, sistemas financieros, plataformas tecnológicas y actores no estatales que configuran los márgenes efectivos de lo posible.


Caminos de liberación en tiempos de bifurcación

Las formas nuevas de vida nunca han surgido desde arriba. Emergen en prácticas territoriales, comunitarias y autogestionarias, siempre atravesadas por tensiones, pero capaces de mantener abierto el convivir cuando el mundo parece clausurarse. Un rasgo decisivo de la crisis actual es la débil presencia de la biósfera como sujeto del habitar: la destrucción ecológica no aparece como fundamento civilizatorio (salvo en algunas propuestas radicales), sino como problema técnico, aun cuando ya organiza la vida cotidiana.

En una crisis estructural, la liberación no puede pensarse como un evento único ni como una vía privilegiada. Es un proceso multivía de reorganización de la reproducción de la vida, que involucra una constelación amplia de praxis: economías populares que sostienen la subsistencia; artes y culturas que reorientan el sentir colectivo; tecnologías disputadas desde el uso comunitario; pedagogías populares y ecológicas; militancias territoriales; espiritualidades no evasivas; redes de cuidado, salud y alimentación; y saberes campesinos, indígenas y urbanos que mantienen mundos vivos en medio del colapso.

La clave antifascista no es solo la denuncia, sino la capacidad de sostener legitimidad recíproca en el convivir mientras se construye poder popular sin reproducir dominación ni contaminarse con la psicología fascista. La pregunta central es cómo luchar sin reproducir aquello que se combate y cómo sostener esa lucha sin quemar la vida que se busca defender.

La producción sin reproducción conduce al agotamiento; la reproducción sin transformación queda expuesta al aplastamiento. La tarea histórica es mantener abiertas estas tres dimensiones de manera integrada: producir, reproducir y transformar. El cuidado mutuo y de la vida en general deja así de ser un suplemento moral y se convierte en un campo central de disputa política. La reproducción de la vida —alimentación, vivienda, salud, educación, afectos, tiempo, descanso y territorio— no es un afuera de la economía, sino el corazón mismo de la lucha antisistémica, hoy colonizado por el capital a través de la precarización y la mercantilización del cuidado.

Un proyecto antisistémico integral no puede reducirse a la toma del Estado ni a la gestión de la producción. Debe reorganizar conscientemente las condiciones de reproducción, creando formas colectivas de sostener la vida que no dependan exclusivamente del mercado ni del Estado. Esto no implica idealizar lo comunitario: las tramas reproductivas también pueden ser patriarcales, jerárquicas e incurrir en violencias. Por ello, la ética del habitar requiere una vigilancia constante sobre cómo se cuida, quién cuida y a costa de qué, articulando cuidado y poder popular. No se trata de negar el poder, sino de disputarlo sin convertirlo en dominación, construyendo capacidades colectivas para decidir, coordinar, defender territorios y sostener conflictos prolongados sin destruir la vida que se pretende proteger.


A modo de cierre

No hay garantías. El cierre autoritario puede profundizarse y volverse más violento. Pero la historia no se agota en sus patologías. En tiempos de colapso también pueden surgir configuraciones inesperadas, cuando las personas y los pueblos vuelven a encontrarse desde la necesidad del cuidado mutuo, del duelo compartido y de la defensa de la vida. Ningún análisis puede reemplazar esa experiencia ni anticipar completamente lo que puede surgir cuando un mundo deja de ser habitable y otro comienza, precariamente, a ser ensayado.

Uno de los aprendizajes más duros de este largo ciclo histórico es que la política electoral, por sí sola, no alcanza. Votar —aunque pueda ser necesario en ciertos momentos— no sustituye la acción sostenida en los territorios donde la vida se reproduce o se extingue. Ningún proyecto de transformación profunda puede sostenerse sin una presencia real, cotidiana y comprometida en los mundos populares, acompañando los esfuerzos concretos por sostener la subsistencia, el cuidado, la organización y la dignidad. La lucha sociopolítica (como señala el Movimiento de Pobladoras en Lucha) ha de darse en tres arenas: sin el Estado, contra el Estado y desde el Estado, articulando política y cultura, horizontalidad y verticalidad, reforma y revolución. Esto exige algo más que adhesión simbólica o lucidez analítica: exige militantes y colaboradoras de movimientos sociales dispuestos a poner el cuerpo, a apoyar procesos ya existentes, a aprender antes que a dirigir y a escuchar antes que a prescribir. No se trata de ir a enseñar cómo son las cosas, sino de entrar en relación, colaborar y co-inspirar desde una humildad activa, reconociendo que los saberes del territorio preceden y desbordan cualquier programa. Sin ese paso al frente —sin los pies en el barro— no hay posibilidad real de estar a la altura de la tarea histórica que enfrentamos.

El trabajo sociopolítico autogestionario, capaz de articular múltiples unidades y escalas de acción, como lo hicieron en su tiempo las mutuales, las mancomunales y otras formas de cooperación popular de nuestras abuelas y abuelos, no es una nostalgia del pasado: es una necesidad del presente. Su reaparición no será obra de iluminados ni de aparatos, sino del compromiso concreto de muchas y muchos que decidan, simplemente, poner el hombro donde la vida se juega. El mundo será lo que podamos hacer de él, juntas y juntos, ni más ni menos.

Y mientras, a los pies de las monumentales cordilleras andinas, se nos aprieta el alma, conviene recordar una vieja historia de Nuestramérica. En un momento de gran debilidad, en medio de la Revolución Mexicana, tras varias derrotas, Pancho Villa, el centauro del norte, detuvo a su tropa y les dijo, muy en serio: “Échenle ganas, cabrones, que adelante se pone más feo.”

 


 


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Referencias

Amin, S. Gunder Frank, A. Arrighi, G. y Wallerstein, I. (1987). Dinámica de la Crisis Global. México, México: Siglo XXI.

Dussel, E. (2019). World-system and trans-modernity. In Dube, S., & Banerjee-Dube, I. (Eds.). Unbecoming Modern: Colonialism, Modernity, Colonial Modernities. (pp. 165-188). Routledge.

Muñoz Cristi, I. (2025). Las Psicologías de la Liberación Frente al Fascismo Global en la Era de la Crisis Estructural de la Modernidad Capitalista-Colonial. En: La Psicología ante la Avanzada Capitalista: Entre la reproducción y la transformación del campo. San Luis, Argentina: UNLA / Nueva Editorial.

Wallerstein, I. (1998). Utopística o las opciones históricas del siglo XXI. Madrid, Siglo XXI.

 




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