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El poeta asegura que el pueblo de Chile ya no existe
José Ángel Cuevas: “Las minas me abrazaban
......................................... y yo iba de mano en mano”

Leonardo Sanhueza
Las Ultimas Noticias. Domingo 8 de mayo de 2005



Con su nuevo libro, “Restaurant Chile”, bajo el brazo, el solitario autor de “Adiós muchedumbres” habla de las escuelas fiscales, de las penas del Golfo de Penas y de un extraño pasaje en la calle Diez de Julio donde mujeres completamente desnudas atrapaban cabros chicos intrusos.


Mientras José Ángel Cuevas conversa acerca de los chilenos, se le corta el habla, se le pierde el hilo, se le enchuecan los anteojos, y, cuando todo parece indicar que pronto se le va a caer una lágrima, una risa asmática y muy contagiosa estalla en medio de la conversación. A sus sesenta años, este poeta -o ex poeta, como él suele decir- tiene aspecto de veterano de guerra o aventurero en retorno, con su bolso de estudiante universitario o albañil, el pelo revuelto hacia la negligencia y la nariz torcida, flameando a media asta.

“¿Para qué quiero otro amor?/ ¿Para llevarla a comer pescado frito/ y sentarnos a mirar los pájaros/ sin un peso para el hotel/ un peso para bailar abrazados hasta que amanezca?”, escribe Cuevas en uno de los textos incluidos en su antología personal “Restaurant Chile”, que acaba de publicar el sello La Calabaza del Diablo. “El libro está dedicado al pueblo de Chile, que ya no existe”, explica. “¿Me entiendes? Ya no existe, desapareció, y es curioso, porque estamos todos, están los panaderos, están los jubilados, están los profesores, están las empleadas, pero estamos disgregados, sin nada que nos una. Parece que antes estábamos unidos por un engrudo, por una conciencia de sí. Quedamos asustados, como todos los pueblos vencidos. Eso es lo que yo siento en Chile. Incluso está mal visto hablar de política. Es para la risa”.

Autor de libros como “Maxim, carta a los viejos rockeros” y “Canciones rock para chilenos”, José Ángel Cuevas es esencialmente un poeta político y algunas de sus musas trabajan en la Corfo, en Impuestos Internos, en la Dirección de Aprovisionamiento del Estado, y por ello, cuando el mundo fiscal comenzó a desmoronarse para dar paso a la nueva política estatal, él sintió fuerte el chancacazo. “Ha llegado demasiado a fondo el individualismo y la deshumanización de la política”, dice.

Según Cuevas, Chile es una mezcla de bar, restaurante y hospital, un lugar en el que cada quien anda por su lado, como locos en manicomio o borrachos en discoteca, sin un norte común. “Pronto ya no sabré ni cómo me llamo/ no sabrás cómo te llamas/ y Nadie sabrá cómo se llama/ en este País de mierda”, se queja en un poema dirigido a un borracho que bebe y bebe como condenado: “Y muere con tu bandera al tope/ eh, muchacho/ Aunque no tengas en qué creer”.

Muchos símbolos de aquel Chile desaparecido, del “ex Chile”, todavía están por ahí dispersos, a la espera de su demolición. Uno de ellos es el letrero de la escuela fiscal, esa “redondela de lata” que, para José Ángel Cuevas, representaba un ancla de los escolares hacia el todo nacional, una imagen del país entero. No en vano Cuevas es también profesor de filosofía y considera que la estética de las escuelas es algo de primera importancia.

-Otra cosa fundamental -dice- eran las palabras de los directores. Para mí eran inolvidables. El director era una especie de sacerdote que les hablaba a los alumnos, les contaba una historia, una cosa moral que le daba un sentido a lo que estaban haciendo en el colegio. Eso también tiene que ver con... ¿Quieres que te hable de...?

-¿De qué?
-Bueno, no sé, de cualquier cosa. Pregúntame lo que tú quieras.

-¿Querías hablar de tu relación con las escuelas fiscales?
-Sí. En realidad, no. Tiene que ver con la infancia. Tiene que ver con la poesía. Tiene que ver, por ejemplo, con que yo entré tarde a la escuela, como a los nueve o diez años, a cuarto de preparatoria, porque yo de chico era ayudante de mi papá, que arreglaba máquinas de escribir. Era muy cómico. Vivíamos en una casa que estaba convertida en un taller: todo lleno de máquinas. Y gracias a eso conocí Santiago a fondo. Mi papá tenía un auto, y entonces íbamos al Consorcio Lanar, que quedaba en el paradero 5, al molino San Cristóbal, a una fábrica de alimento para aves, a Diez de Julio, al diario “La Nación”, y entonces entrábamos a todas las fábricas y yo veía a los gallos moviendo la ésta, los sacos, las perillas. Era un mundo muy bonito.

-Te gustaba callejear.
-Mirar también. Había algo misterioso. Yo miraba por la ventana de mi casa, que era antigua, de adobe, en la calle Rosas con Teatinos. Desde ahí miraba los techos. Me pasaba mirando horas y horas los techos de Santiago. El humito a lo lejos. Los cerros. También escuchaba programas en la radio. Me acuerdo de uno, “El Repórter X”, en el que teatralizaban unos crímenes y un gallo con voz gangosa decía: “En lo más profundo de la noche, se ha encontrado el cadáver de una mujer, en la línea del tren, cerca de avenida La Feria”. Y yo decía: “¡Chuuu!”. Y empezaba a imaginarme todo, la mujer, el tren.

-¿Te atraían las historias de suspenso, de terror?
-Sí, pero también tenía unas ganas enormes de conocer la noche. A dos cuadras de mi casa estaba la calle Bandera, que era como el barrio chino. Había lugares de baile.
¡Se bailaba mucho! Se veían las boites, los letreros luminosos. Todo eso me atraía tremendamente. La otra cosa que te iba a contar es que estaba lleno de prostíbulos ahí en San Martín. Yo andaba en bicicleta por ahí y veía a las mujeres, ponte tú, con las tetas afuera a las nueve de la mañana, sentadas, chasconas. Yo miraba hacia adentro y veía unos mundos espectaculares, y me hacía una inmensa pregunta: “¿Qué será todo esto?”.

-Y hoy es un escándalo hablar de barrios rojos.
-Siempre ha habido barrios rojos. Una de las cosas más espectaculares que yo he visto la vi como a los doce o trece años. Andaba en Diez de Julio comprando repuestos y, de repente, veo un pasaje lleno de mujeres en pelota. No podía creerlo. Y me metí, como atraído por un imán. Y las minas me abrazaban y yo iba de mano en mano. Eso es un misterio de la ciudad. Esas bellezas son inolvidables. En esas imágenes está el comienzo de mis delirios, que tienen que ver con toda la mezcolanza, con el revoltijo, con el carnaval. El tipo de poesía mío a veces es así, tiene esa velocidad: taca-taca-taca-tacatá.

-En tus poemas sueles hablar de temas enormes, como la política o la economía, a partir de motivos chicos, como el barrio o la casa.
-¿Sabes por qué pasa eso? Porque desde chico yo escuchaba a mi papá hacer unos análisis de cuanta huevada se le ocurría. Nos daba unas charlas sobre los judíos, sobre la economía argentina, sobre la política interior, sobre esto y sobre lo otro.
Además, mi papá siempre nos decía: “No tengo la vida comprada”. Y yo me preguntaba qué crestas querría decir eso. La vida comprada. ¡Comprada, más encima! Y estaba el temor de ser un pobre desgraciado. Yo creo que siempre fui visto como un pobre desgraciado.

-¿Y por qué elegiste la poesía, y no la filosofía, para darle curso a ese tipo de preocupaciones?
-Por las imágenes, supongo. Mi papá, por ejemplo, decía que se había ido en un barco al sur, cuando era muy chico, porque se había muerto su padre. Y en ese barco pasó por el Golfo de Penas. Y yo me imaginaba ese tal Golfo de Penas, el nombre ya era terrible, y veía el barco que se movía y toda la gente que lloraba. Pero mi papá no lloraba, se paraba ahí no más, y decía: “Pobres huevones, cómo lloran”.

-Son imágenes muy cinematográficas las que me cuentas. No hay olores, por ejemplo.
-También hay olores. Olores inolvidables.

-¿Como cuáles?
-El olor de la Vega. Las montañas de papas. Uh, precioso. Y ver a los gallos corriendo. Y el olor de la verdura entre podrida y fresca, mojadita. El olor de los campos. Ahora recuerdo algo más. En mi casa no teníamos muchas cosas. Las camas tenían poca ropa, para dormir nos echábamos abrigos encima. Pero a mi papá el auto no se lo despintaba nadie. Y había una cosa tan bonita, que era cuando se encendían los focos e iluminaban las partículas de polvo, que era puro polvo, pero ahí estaba la magia del auto.

-¿Te acuerdas de qué auto era?
-Sí, pues, me acuerdo mucho: era un auto Pontiac, un Pontiac 31. Cuando chico yo soñaba que era un aventurero y tenía un camión. No era tener por tener. Ahora todo eso está perdido. Imagínate que en Chile el sesenta o setenta por ciento gana entre cien y trescientas lucas, pero están todos engatusados por la cuestión de los objetos, la cuestión del tener. ¡Y todos tienen! ¡Todos tienen confort! Si alguien quiere tele, va y se la compra. Yo fui formado en la idea hippie de que lo que vale es ser, no tener. Ése planteamiento era para hacer una vida, algo auténtico, solidario, fraterno, y fue derrotado totalmente. Ahora hasta se ríen de eso.

-¿Por eso en tus poemas hablas del “ex Chile” y dices “uno que fue chileno/ ya no es nada”?
-Para mí, el Estado somos todos con nuestras penas y nuestras alegrías. El Estado está obligado a hacer una justicia y darle a cada cual lo suyo, y así otorgar una sensación de unidad, como la que me daba a mí el director de la escuela cuando hablaba. Pero llegaron los Chicago boys, esa perversión, esa astucia enorme, y vamos achicando el Estado, y se acabó el Estado. Y se acabó todo: las profesiones se fueron a la cresta, los oficios se fueron a la cresta, se disolvió el respeto por el saber, y no importa si eres abogado o periodista o profesor, porque lo único que importa es tener crédito para comprar una camioneta más grande.

Verano ardiente

A José Ángel Cuevas le gustan los viajes, especialmente si el destino es alguna ciudad latinoamericana y el medio de transporte es tan precario como la suerte de los aventureros. “Yo salí a recorrer los caminos del Inca me mojé los ojos/ en el Rimac. Crucé mi continente en un camión/ acostado sobre unos tambores de aceite, el ardiente verano/ de mil novecientos sesentaitantos...”, dice en uno de sus poemas, recordando un periplo realizado quizás sobre “la cubierta de un Diesel Mack rojo 12 toneladas”.

-¿Te acuerdas de tus primeros viajes?
-Viajé por primera vez al sur como a los veinte años. Me fui en tren, y el tren en ese tiempo era espectacular, se producían amores, atraques, besos, verdaderas aventuras amorosas. Pero esa vez yo me tiré en el suelo a dormir y, de pronto, abro los ojos y, ¡uffff!, no lo podía creer, había llegado al paraíso, los ríos grandes, los cerros, por ahí por Temuco, y ése fue un delirio, algo tan maravilloso que yo no creía que pudiera existir.

-¿Ahora estás más sedentario?
-No, de repente me pego unos piques a Brasil, donde tengo una hermana. Y voy a Buenos Aires, una vez cada un año y medio. Adoro Buenos Aires. Hay una cosa interior, algo metido en mis genes, que me hace sentirme feliz con los edificios, las construcciones, los lugares, los rincones, las calles. Pongo un pie en Buenos Aires y al tiro me pongo feliz. Palabra que es cierto.




Confesiones de bar

Al fin no hice nada de mi vida
estaba preparando cosas
arreglando la tierra.
Justo empezaba a atar mis propios cabos sueltos
cuando vino el Golpe
una mano dura
tapándome la luna
y el sol.

Todo se detuvo
me deprimí.

Empecé a esperar
a vivir en estado provisorio.
Pero este estado provisorio
se ha alargado tanto y tanto ya.
Que casi pasó la Vida.

Se hizo demasiado tarde.
Ya no hay caso.
Para otra vez será.

 

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José Ángel Cuevas: "Las minas me abrazaban y yo iba de mano en mano",
Entrevista de Leonardo Sanhueza.
Fuente: Las Ultimas Noticias,
Domingo 8 de Mayo de 2005.