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PRÓLOGO DE “UN HIJO DE PERRA Y OTROS CUENTOS[1] de José Baroja
PARA SABER Y CONTAR…


Por Dr. Jaime Galgani Muñoz[2]



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Aunque mucho se sepa de un hombre que escribe un libro de cuentos, poco se sabe de esos cuentos. Y, aunque la peripecia que relatan nos resulte lejana o cercana a su autor, no cabe duda de que esas palabras a menudo tienen que ver más con nosotros mismos que con quien las creó. La literatura no llega como una noticia a nuestros ojos, ni arriba como un barco cargado de mercancías al puerto, ni siquiera como un don de aventuras o de presagios venidos de otro mundo o de otro tiempo. La literatura siempre tiene que ver con un dato interior, una información para el espíritu, un precioso reclamo a esas voces que, dentro de cada cual, habitan silenciosas y tímidas, esperando que alguien, con maestría oracular, sepa decir lo que no sabemos o no nos atrevemos a pronunciar. Por eso, ante todo, doy la bienvenida al mundo literario al que pertenece a este Hijo de perra y otros cuentos. Mi ilusión es que entre en él y sepa cohabitar en la noble casa de la palabra junto a otros tantos cuentos, novelas y poemas a quienes no poco debe toda palabra creadora. Que ingrese quizás con pasos sigilosos y mirada vigilante, como un estudiante que llega por primera vez a su colegio; pero que sepa asentarse en el diálogo creador que los libros tienen entre sí, así como dialogan las buenas personas, los sabios, los desprendidos e incluso los locos, es decir, todos los que han comprendido que la ganancia de un cuento no se tasa en los mercados ni se juzga en los tribunales, a menos que ese mercado sea el de los valores preciosos y ese tribunal sea el de la verdad.

Walter Benjamin, en su célebre ensayo “El narrador”, dice que “es común a todos los grandes narradores la facilidad con que se mueven subiendo y bajando, como sobre una escala, por los peldaños de su experiencia”. En efecto, lo que percibo aquí, en estos relatos, es el vuelo de una experiencia que viene a nosotros no como filosofía ni como doctrina, sino como narración, es decir, como camino escalar que trasciende desde la vivencia individual hasta la “experiencia colectiva”. No hay relato que sirva si no produce, como una piedra que cae en aguas tranquilas, círculos concéntricos que llegan hasta la orilla, a la orilla de otros tiempos, de otros pueblos; en suma, hasta la orilla del otro, la más infranqueable frontera que no puede superar sino la mágica y poderosa precariedad de la palabra. Nuestra Violeta Parra dijo que el amor puede lo que no ha logrado “el saber, ni el más claro proceder, ni el más ancho pensamiento”. En efecto, el camino por el cual una narración entra en el corazón humano es el que Miguel de Unamuno llamaba la “vía cordial”. Un cuento es cosa del corazón, es materia sustancial que derriba férreas capas de desconfianza, logrando que alguien pueda sentir que aquello que otro dice es algo esperado, amado, temido, dolido, vivido por él mismo.

Benjamin dice que el cuento “aun hoy es el primer consejero de los niños”, y lo dice porque, básicamente, el cuento-relato, anteponiéndose -como proyecto- al mito, contiene las disposiciones literarias que lo hacen distinto estructuralmente a aquel. Así pues, mientras el mito se yergue como una carga teológica que se instala sobre los hombros de las culturas, el cuento es traspaso de voz a voz, de persona a persona. El mito quiere ser palabra divina, mientras que el relato es diálogo entre seres humanos. En este sentido, al mito y al relato se los comprende analógicamente desde la tensión que ocurre entre el símbolo y la alegoría, respondiendo el primero a la ideología unificadora de la palabra-casa-del-ser de Heidegger y, el segundo, al tanteo experimental y dialógico con que se construye el devenir humano una vez que se ha aceptado el fracaso de los dioses.

Así también, mientras el mito-símbolo siempre ha gozado del prestigio de la solemnidad y de la superioridad, el cuento, como “hermano menor”, puede pasar por alto sus eventuales obligaciones con “la verdad”, haciéndose “el tonto” y escamoteando la pesadilla del delirio tutelar de las ideologías, para transmitir, sotto voce, las cuestiones que son de su real interés: la vida y la muerte, el amor y el desamor, el encuentro y la pérdida, la alegría y el dolor. El mito está instalado en los anaqueles de la biblioteca sagrada y es recitado en los templos como lectio divina; el cuento corre por los callejones, se acomoda en los fogones, se escucha en las tabernas del puerto, se modifica al transmitirse de pueblo en pueblo, de navío en navío, de edad en edad.

Todas estas consideraciones sirvan para relevar el valor que veo en los cuentos que son precedidos por estas palabras introductorias. Se inscriben, así, en la dinámica metonímica del relato que pretende ir en su camino horizontal por la misma senda que han recorrido las narraciones de siempre, es decir, el camino de los hombres, el arduo tráfago en donde sus esperanzas han sido puestas a negociar con la humilde moneda de su portentosa y al mismo tiempo frágil aventura. En ellos se podrá encontrar lo que Benjamin llama (por citarlo una vez más) “la magia liberadora de que dispone el cuento”, aquella que “no pone en juego a la naturaleza de modo mítico, sino que es la alusión a su complicidad con el hombre liberado”. De eso se trata, del hombre liberado, lo cual no significa otra cosa que el hombre arrojado a la búsqueda de su propio sentido.

Así pues, es para mí una gran manifestación de libertad el proceso que los estudios literarios han seguido, desde el siglo XX y especialmente con los aportes de Mikhail Bakhtin y sus estudios sobre la cultura popular en la Edad Media, en la línea de incorporar a la Academia los relatos populares. Y, si bien es cierto, el cuento ha gozado de un cierto prestigio y estatura dentro de las letras clásicas, también es cierto que es el género que, con mayor facilitad, flirtea con las voces de la calle, de la plaza, el pasaje, el puerto; lo que llamamos, en términos generales, la vida cotidiana. Sin embargo, su naturaleza proteica lo predispone también para otros ejercicios: el relato fantástico, el relato policial o de enigma, cuentos de alcoba, cuentos de hadas, etc. El llamado género breve es elástico en su extensión, pudiendo extenderse a límites que lo asemejan a la novela o reducirse al punto de caber físicamente en una línea. Su versatilidad se hace cómoda tratando tanto de príncipes o mendigos como de santos o de pecadores, de hombres o de animales, de vivos y de muertos e, incluso, en sus formas más contemporáneas, se permite dialogar con los relatos clásicos asumiendo la forma carnavalesca de la parodia que, en definitiva, es una muestra fehaciente de la palabra y del hombre liberados.

En fin, pareciera que hasta ahora no he hablado mucho de los cuentos de esta antología. Sin embargo, así ha sido ex profeso, pues no deseo que este prólogo sea un comentario de cada uno de los relatos, cosa que sus lectores podrán hacer en su momento. Antes bien, mi deseo es ofrecer un marco de referencias para leerlos y ver cómo ellos pertenecen, a pesar de su juventud, a la gran tradición literaria en la que se inscriben. En efecto, aquí se encontrarán el suspenso, el enigma, el humor, la fantasía de un niño viendo los trucos de un adulto, la perseverancia de un anciano celebrando la fiesta de su único amor, la irreverencia de un perro que habla de los hombres para criticarlos y que sabe apreciar el amor de quien lo recogió, los fuegos y contrafuegos a las que se ve sometido el arte de la narración, el maravilloso arte de un hombre que cocinaba el mejor plato del mundo. Estos cuentos, enhebrados con el fino arte de la palabra común y exentos de barroquismos estériles, inclinan la punta de su lanza como un arado que entra en la tierra de lo humano para labrar el surco de esta otra palabra que llamamos “literaria”. Nos llevan al contorno paralelo de las sombras y las luces que adquiere la entonación creativa, produciendo extrañamiento, sorpresa, deslumbramiento, estupor y asombro, y, sobre todo y en todo, belleza.

Concluyo con unas palabras para su autor o, al menos, al que se esconde detrás del pseudónimo. Lo conocí cuando él no terminaba de ser joven y yo ya empezaba a ser un hombre maduro. Nos unían algunas clases donde él era un estudiante aplicado y yo su inexperto profesor. Nos unía un austero afecto recíproco, una sincera y sobria admiración por el trabajo de cada cual. Nos unía Augusto D’Halmar, prolífico narrador y alma inicial de nuestras letras. Nos unía y nos une la literatura o lo que en su acepción más antigua significa la “poesía”, es decir, la creación. Nunca supe en qué cajón ocultaba sus escritos de entonces, ni tampoco si ya los escribía, ni si acaso si él sabía que algún día llegaría a publicar sus primeros libros. Ahora, que los libros nos vuelven a juntar, él como autor y yo como su lector empírico, aventuro que, en la patria literaria, podremos encontrarnos muchas veces todavía.

 

 


 

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Notas

[1] Baroja, José. Un hijo de perra y otros cuentos. Ediciones Escaparate: Concepción, 2017.

[2] Doctor en Literatura, Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile. ORCID ID: https://orcid.org/0000-0002-0051-332X





 



 

 

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Prólogo de "Un hijo de perra y otros cuentos" de José Baroja.
Por Dr. Jaime Galgani Muñoz