En la obra de José Baroja, el dinero y el poder operan como fuerzas silenciosas que administran la vida cotidiana sin necesidad de imponerse. Desde una lectura foucaultiana, este texto examina cómo el salario, el trabajo y la normalidad producen docilidad y convierten la obediencia en sentido común.
Hablar del dinero y del poder en la obra de José Baroja implica desplazarse de las explicaciones evidentes hacia los mecanismos invisibles. No se trata de denunciar al poder como una fuerza externa, identificable en una figura autoritaria o en una institución concreta, sino de observar cómo este se infiltra en los cuerpos, en los horarios, en el lenguaje y en la manera misma de concebir la vida. En ese punto, la cercanía con el pensamiento de Michel Foucault no es anecdótica, sino estructural.
En Baroja, el dinero no opera como símbolo de acumulación ni como promesa de movilidad social; funciona, más bien, como tecnología de regulación. El salario no recompensa: administra. Marca el tiempo, define el cansancio legítimo, establece qué deseos son razonables y cuáles deben postergarse indefinidamente. El dinero no libera al sujeto, lo inscribe en una red de obligaciones que ya no necesitan coerción directa. Basta con que el sistema funcione.
Desde una perspectiva foucaultiana, el poder moderno no se ejerce principalmente a través de la prohibición, sino mediante la producción de conductas. Baroja parece escribir desde ese supuesto: sus personajes no están oprimidos por una autoridad brutal, sino modelados por una normalidad que se presenta como inevitable. Trabajan, cumplen, se adaptan. No porque crean en el sistema, sino porque no conciben un afuera. El dinero, en este contexto, actúa como uno de los dispositivos centrales de disciplinamiento: no castiga, organiza.
En cuentos como “Godín”, la oficina se convierte en un espacio paradigmático del poder disciplinario. No hay necesidad de vigilancia extrema ni de amenazas explícitas; el control se ejerce a través del reloj, del correo institucional, del cubículo, del lenguaje corporativo. El cuerpo aprende a sentarse de cierta forma, a callar en determinados momentos, a simular productividad incluso cuando el sentido del trabajo se ha evaporado. Foucault hablaba de cuerpos dóciles; Baroja escribe sobre vidas dóciles, entrenadas para aceptar el desgaste como normalidad.
El dinero, lejos de ser un fin, aparece como el argumento último que justifica esa docilidad. Se tolera el absurdo del trabajo, la violencia simbólica del entorno laboral, la repetición sin horizonte, porque “hay que vivir”. Pero lo que Baroja pone en evidencia es que esa supervivencia se paga con algo más caro: la renuncia a la pregunta. El poder triunfa cuando ya no necesita ser nombrado, cuando se vuelve parte del paisaje.
En esta lógica, el poder no se concentra en un soberano ni en una élite claramente identificable. Es un poder capilar, disperso, que circula a través de prácticas cotidianas. Nadie ordena explícitamente la sumisión; esta se aprende, se interioriza, se hereda. Por eso, en muchos de los relatos de Baroja, no hay estallidos ni rebeliones. No porque los personajes sean ingenuos, sino porque han sido formados dentro de un régimen que les enseñó que cualquier desviación es inviable, ridícula o peligrosa.
La crítica de Baroja no se formula en términos de denuncia directa, sino de exposición. Su literatura muestra cómo el dinero y el poder se articulan para producir subjetividades funcionales al sistema. El trabajador no solo vende su fuerza laboral; vende su tiempo mental, su capacidad de imaginar otra vida. Aquí resuena con fuerza la idea foucaultiana de que el poder produce sujetos, no solo los reprime. El individuo moderno, aparentemente libre, es en realidad el resultado de múltiples dispositivos que lo moldean desde dentro.
Hay, además, una dimensión profundamente inquietante en esta visión: el poder no necesita convencer, basta con que funcione. El sistema laboral no promete felicidad; promete estabilidad precaria. Y eso es suficiente. El dinero garantiza continuidad, no sentido. Baroja parece insistir en que el verdadero triunfo del poder contemporáneo no está en la explotación visible, sino en la aceptación silenciosa de una vida administrada.
En este punto, su escritura se distancia de la tradición del realismo social clásico y se aproxima a una narrativa de la normalización. No hay héroes ni villanos, sino sujetos atrapados en una maquinaria que no siempre comprenden, pero que reproducen. El dinero y el poder se sostienen mutuamente en una alianza que no necesita ideología explícita: se legitima sola, día a día, pago a pago, jornada tras jornada.
Leer a José Baroja desde Foucault permite entender que su obra no busca ofrecer soluciones ni modelos de resistencia clara. Su gesto es otro: hacer visible lo invisible, mostrar que aquello que se presenta como natural —trabajar hasta el agotamiento, vivir para pagar, aceptar la jerarquía como destino— es en realidad el resultado de una construcción histórica y política. La literatura, en este sentido, no libera, pero incomoda. Y esa incomodidad es quizá la única grieta posible en un sistema que se perpetúa precisamente porque ha logrado convencernos de que no hay alternativa.
Así, el dinero y el poder, en la obra de Baroja, no son temas aislados, sino ejes que atraviesan la experiencia contemporánea. No aparecen como monstruos externos, sino como hábitos, como rutinas, como pequeñas obediencias diarias. El poder no manda: administra. El dinero no promete: ordena. Y en esa economía silenciosa de la vida, la literatura se vuelve un espacio donde, al menos por un instante, la normalidad deja de ser incuestionable.
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José Baroja es escritor chileno-mexicano (Valdivia, 1983). Licenciado y magíster en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile, su obra narrativa explora el trabajo, la violencia simbólica y los mecanismos cotidianos del poder en la vida contemporánea. Su última obra es Sueño en Guadalajara y otros cuentos.