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La fragilidad de lo humano en tres cuentos de José Baroja

Por V. Orozco

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En momentos en que la violencia y la velocidad parecen dictar el pulso de lo cotidiano, la narrativa de José Baroja se detiene en lo contrario: en lo frágil, en lo que se quiebra sin ruido, en lo que el hábito nos ha enseñado a no mirar. Sus cuentos no buscan deslumbrar, sino revelar. Lo hacen desde un lenguaje contenido, preciso, que incomoda más por lo que sugiere que por lo que muestra.

A través de tres relatos —El hombre del terrón de azúcar, Dolor y Peldaños—, Baroja expone distintos rostros de una misma pregunta: ¿qué queda de lo humano cuando la costumbre borra la empatía y el poder se vuelve paisaje? En ellos, lo mágico, lo violento y lo moralmente corrosivo se entrecruzan para mostrar el desmoronamiento de una humanidad que persiste, aunque a veces no lo parezca.

En otras palabras, entre lo mágico, lo violento y lo moralmente corrosivo, el escritor chileno José Baroja vuelve visible lo que la rutina y el poder intentan ocultar: la pérdida del asombro, la naturalización del dolor y la caída del ego. Tres cuentos, tres formas de mirar el desmoronamiento de lo humano, en medio de una narrativa extensa.

En El hombre del terrón de azúcar, Baroja nos sitúa en un café del centro de Santiago de Chile donde, una tarde, el viento se vuelve protagonista. Su irrupción abre paso a un extraño hombre vestido de azul que acomoda siete tazas de café y deposita en cada una un terrón de azúcar. Sólo un niño y el narrador parecen advertir la escena. Los demás —encerrados en su rutina— no ven nada.

Lo que ocurre tiene el tono de un milagro mínimo: un pez de colores salta de taza en taza mientras el resto del mundo permanece ciego. El cuento se convierte así en una parábola sobre la percepción y el olvido: la magia sucede, pero ya no todos pueden verla. Lo maravilloso se retira del mundo adulto y se refugia en la mirada infantil.

En una ciudad que ha reemplazado el asombro por la eficiencia, el relato se siente casi político. El niño del terrón de azúcar encarna aquello que el sistema productivo busca eliminar: la lentitud, la curiosidad, la capacidad de sorprenderse. Baroja escribe, en última instancia, contra la extinción del asombro.

El segundo relato, Dolor, abandona toda dulzura. Ya no hay viento ni peces, sino un cuarto cerrado donde dos policías golpean a un hombre esposado. “Saben cómo convertirlo en una cosa sin alma”, dice la voz narradora, en una frase que concentra la deshumanización total.

La violencia aquí no se presenta como un estallido, sino como un procedimiento. Los torturadores actúan “a sus órdenes”, cumpliendo con eficacia su función. El horror se vuelve burocrático. “La policía a veces inventa más de lo que descubre”, cita el epígrafe de Napoleón I, y esa frase resuena como un eco de nuestro presente: la verdad, reducida a trámite; la justicia, en espectáculo.

Baroja no necesita nombrar dictaduras ni regímenes: Dolor habla de cualquier sistema donde el poder convierte al otro en objeto. Su vigencia es brutal. En tiempos donde las denuncias por abusos institucionales siguen siendo noticia, el cuento recuerda que el horror más profundo no reside en la excepción, sino en la normalidad.

En Peldaños, la escena inicial es el final: un senador yace agonizante al pie de su escalera. “Estoy muriendo”, piensa Claudio Horacio López Ovalle mientras entiende que no lo mató ningún enemigo, sino su propio descuido. Un zapato en el lugar equivocado.

El relato despliega con ironía el retrato de un político que ha vivido entre el cinismo y la autocomplacencia. Baroja lo desnuda sin prédica moral, dejando que su propia caída —literal y simbólica— sea suficiente castigo. Los peldaños que subió durante años se convierten en los mismos que lo precipitan al suelo.

La justicia aquí no proviene de la ley ni del arrepentimiento, sino de un azar que equilibra lo que la sociedad deja impune. En un país donde la corrupción política convive con discursos de éxito, Peldaños adquiere un aire de fábula contemporánea. La ironía del destino, por fin, sustituye a la moral que el poder corrompió.

Leídos en conjunto, los tres cuentos trazan una anatomía de la deshumanización. En cada uno hay un punto de quiebre: el niño que pierde el asombro, el hombre que sufre sin razón, el político que cae por su soberbia. Baroja observa a sus personajes desde una distancia lúcida, sin crueldad pero sin indulgencia.

Su literatura habla de un mundo donde la ternura se confunde con la violencia, y donde la realidad se sostiene apenas por el recuerdo de lo que alguna vez fue humano. En el fondo, sus cuentos nos preguntan si todavía somos capaces de mirar, de sentir, de reconocer el límite antes de la caída.

Lo que une estos relatos no es el argumento, sino el gesto: la capacidad de hacer visible lo que la costumbre oculta. En El hombre del terrón de azúcar, la invisibilidad es la del milagro; en Dolor, la del sufrimiento; en Peldaños, la de la culpa. Tres invisibilidades que componen una ética: mirar lo que otros prefieren no mirar.

Baroja escribe con un tono contenido, a veces irónico, siempre preciso. Sus personajes no son símbolos abstractos, sino cuerpos atrapados por una realidad que los excede. Esa sobriedad narrativa potencia la fuerza moral de su obra: nada está subrayado, y sin embargo todo resuena.

Los cuentos de José Baroja dialogan con el presente sin mencionarlo. Hablan de un Chile reconocible —urbano, desigual, saturado de discursos—, pero también de un malestar global: el cansancio, la pérdida de sentido, la desconfianza en las instituciones.

En tiempos donde la información se multiplica y la empatía se reduce, la literatura de Baroja recuerda la importancia de mirar lento. De observar el terrón que se disuelve, el puño que golpea, el zapato que espera en el peldaño equivocado. Lo mínimo, en su escritura, se vuelve revelación.

Baroja no moraliza; observa. No promete redención; ofrece conciencia. En esa tensión entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre lo visible y lo invisible, su narrativa sostiene una verdad sencilla y perturbadora: el ser humano sigue siendo el mismo, solo que más distraído.

Y quizá esa distracción —ese no mirar— sea el verdadero protagonista de su obra.

 


 

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José Baroja (Chile, 1983) es narrador, poeta y ensayista. Ha publicado los libros El hombre del terrón de azúcar y otros cuentos, Un hijo de perra y otros cuentos, No fue un catorce de febrero y otros cuentos, entre otros. Su obra ha sido reconocida en concursos literarios nacionales e internacionales, y traducida parcialmente al inglés y al francés.


 



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