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Los gatos de Baudelaire y el de Cortázar


Por Javier Campos*
Publicada en www.elmostrador.cl - 23 de Agosto del 2005

Hace dos años escribí un poema sobre dos gatos y que hoy lo he visto circular en muchas partes por Internet como en listas de poesía, talleres literarios y hasta en un sitio dedicado a los que han escrito (poetas principalmente) poemas para ellos (http://poesiagatuna.blogspot.com/) . Esos animalitos domésticos, milenarios, a los cuales diversos otros artistas también le han dedicado cuadros, pasajes en cuentos o aparecen entre la historia de alguna novela.

Recuerdo que un intelectual mexicano muy conocido me dijo en una conversación una vez que él tenía 9 gatos. Luego vi una foto en el diario La Jornada de México en el lugar de trabajo de su casa. Era cierto. Gatos por todas partes: sobre sus libros, uno sobre un diccionario, otro que lo miraba mientras su amo escribía algo en la mesa. También Ernest Hemingway en su casa de Habana tenía más de 20 gatos a parte de varios perros. Como no recordar su breve cuento “Gato en la lluvia” (“Cat in the rain”) quien García Márquez sostiene que es uno de los mejores cuentos que ha leído justamente por su semejanza a un “iceberg”: su breve y aparente simple historia esconde debajo una multitud de interpretaciones y sugerencias.

Por otro lado ya se sabe que Julio Cortázar tenía un gato de nombre “Teodoro W. Adorno”, tomado del nombre del filósofo y sociólogo alemán. Además el gato de Cortázar (“Teodoro W. Adorno” reprocesado ficticiamente) aparece mencionado en muchas partes o de sus cuentos o de sus novelas, como por ejemplo en el capítulo 59 de “Rayuela” o en Fragmento de “El Diario de Andrés Fava”, publicado póstumamente en 1995. O en el pasaje de “Último round” (1969) titulado “La entrada en religión de Teodoro W. Adorno”. O en “Orientación de los gatos” en “Queremos tanto a Glenda” (1980), o en “Más sobre filósofos y gatos” (donde cuenta porque le puso a su gato “Teodoro W. Adorno”) en “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967), etc.

No sé si el intelectual mexicano, mencionado arriba, les tenía nombre a sus 9 gatos (y además que pudiera reconocer a cada uno). O si Hemingway sabía quién se llamaba tal o cual aunque aquello no lo he leído en ninguna de las varias biografías que existen del escritor. En la pintura desde la época de los faraones, artistas orientales hasta occidentales han retrato al gato como Jerónimo Bosch (“El Bosco’) en su famoso “Jardín de las delicias”, o Velásquez en “Las hilanderas”, Francisco de Goya en “Retrato de Manuel Zúñiga”, Manet en “Olimpia”, o Picasso en “Gato con una paloma entre sus dientes”.

Pero quizás en literatura el poema más famoso sea el del poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867). Es el poema LXVI, “Los gatos”, de su libro “La flores del mal” (1857) y que reproduzco aquí:

Los amantes fervientes y los sabios austeros
adoran por igual, en su estación madura,
al orgullo de casa, la fuerza y la dulzura
de los gatos, tal ellos sedentarios, frioleros.

Amigos de la ciencia y la sensualidad,
al horror de tinieblas y al silencio se guían;
los fúnebres corceles del Erebo serían,
si pudieran al látigo ceder su majestad.

Adoptan cuando sueñan las nobles actitudes
de alargadas esfinges, que en vastas latitudes
solitarias se duermen en un sueño inmutable;

Mágicas chispas yerguen sus espaldas tranquilas,
y partículas de oro, como arena agradable,
estrellan vagamente sus místicas pupilas.

La primera vez que conocí este poema, y tuve que releer muchas veces, fue en una clase graduada en Estados Unidos a finales de los 70. Yo venía llegando de Chile a estudiar literatura latinoamericana. Así que una vez invitaron a un famoso profesor español quien hacia clases en otra universidad norteamericana. Muy famoso era el profesor pues había sido el primero, en el año 1955, en escribir el primer ensayo sobre la reciente y primera novela de Juan Rulfo: “Pedro Páramo” (1955). El artículo que escribió inmediatamente de publicarse la novela terminó siendo “bíblico para la crítica rulfiana en por lo menos tres lustros” (dice Roberto García Bonilla). Aquel joven escritor español, académico en EE.UU, era pues el primero en descubrir y valorar lo que significaba aquella novelita que hasta hoy sigue siendo una de las novelas clásicas escritas en América Latina. Bueno, el profesor aquel llegó a mi universidad a dictar una conferencia sobre el famoso poema “Los gatos” del libro de Charles Baudelaire arriba mencionado.

En ese entonces, finales de los 70, muchos académicos norteamericanos (no todos) seguían el análisis marxista de la literatura, especialmente quizás el que proponía George Luckas. Ese que intentaba desentrañar la ideología a través de las metáforas, imágenes que había en un poema (en este caso). El conferenciante se lució con un análisis formal del poema (era necesario saber analizar un poema primero y no confundir entre una metáfora tradicional y otra mas moderna, etc.). Luego pasó a buscar o desentrañar la almendra ideológica del poemita (un soneto realmente). Me deslumbró de lo que un análisis marxista podía encontrar en un poema aparentemente tan simple. Muchos estudiantes (incluido yo) quedamos admirados por el análisis. Finalmente quedaron los gatitos de Baudelaire convertidos en una ecuación como la siguiente: gatos=burguesía francesa del siglo XIX.

Creo que muchos estudiantes, incluido yo, los que veníamos de América Latina, y principalmente los que habíamos vivido el movimiento juvenil de los 60-70, lleno de consignas marxistas, socialistas, y la lucha de clases, la sociedad nueva, la literatura de compromiso, los murales de Diego Rivera, el “Che” Guevara, Jean Paul Sartre en Cuba, Literatura y Arte de Trosky, etc., quedamos realmente admirados del análisis. Nosotros quedamos celosos de no poder hacer lo mismo usando ese sofisticado análisis que nos ponía el profesor español ante nuestros oídos y ojos. Aún más, cuando el profesor aquel trazaba rayas en la pizarra junto a las palabras “burguesía”, “proletariado”, o “lucha de clases”, y entremedio la palabra “gatos”.

Los gatos habían quedado reducidos, o mejor, detrás de esos peludos animalitos, a la siguiente frase del profesor: “Baudelaire había querido decir (inconscientemente como decía Luckas) otra cosa”. Quedamos más admirados, y viendo toda la pizarra llena de palabras, citando a George Luckas, cuando el profesor dijo: “un artista no es necesariamente consciente de lo que escribe (literatura, se entiende) pero puede hacer, aunque él mismo sea un burgués recalcitrante, una critica ideológica a su propia ideología burguesa sin darse cuenta”. Con eso último, los que escuchamos al profesor sobre el descuartizamiento de los gatos baudelerianos quedamos definitivamente sonámbulos por tantas sorpresas juntas.

No sabíamos en ese momento hasta donde era posible desmembrar cualquier poema u obra literaria de aquella manera que nos maravilló aquel profesor en esos tiempos y en un contexto políticamente tan agitado. Especialmente con esa teoría de que el autor no necesariamente es conciente de lo que ha escrito. O sea, lo que ideológicamente piense como ciudadano, decía el profesor, puede contradecirse totalmente en su obra de ficción. Con ese descubrimiento, estrujando a los gatitos del poeta francés, habíamos descubierto algo importantísimo que antes dábamos por cierto pero no lo era. Es decir, el profesor concluía a través de “Los gatos” de Baudelaire que “todo escritor burgués no escribía alabando necesariamente a su propia clase burguesa”. Dios mío, cuan mecanicistas habíamos sido, nos decíamos mientras continuábamos semicongelados por más revelaciones.

Aún así, cuando leo poemas sobre gatos (hasta el que yo mismo escribí) o relatos, no puedo de dejar de pensar en aquel análisis de ese famoso académico cuando desmenuzó (o desconstruyó) los gatos de Baudelaire. Y al leer hoy poemas sobre gatos ( o cualquier otro) me cuesta poner en funcionamiento el brillante análisis de hace casi 25 años cuando en todo poema había que buscar solamente la “almendra (o almendras) ideológica del texto”.

No es que un poema no la tenga, pero si sólo fuéramos a buscar únicamente eso en una obra literaria el arte sería nada más que un tratado de sociología dejando a un lado, en alguna parte marginal del análisis, la imaginación, el misterio que provoca una metáfora bien construida que puede o no puede existir en aquel poema. Muchos de los que trabajamos con análisis de literatura (académicos o reseñadores de periódicos) hemos insistido en buscar únicamente “la parte ideológica” de una obra literaria y luego sustentar, como conclusión definitiva, algo parecido al esquema de aquel profesor cuando desmenuzó los gatos del poeta francés. Con el análisis puramente ideológico o “cultural, el lado imaginativo de la obra queda de lado o a veces poco importa. Una obra puede tener un brillante entramado ideológico que agrada a tal o cual lector, pero imaginativamente puede ser un bodrio.

A lo mejor Julio Cortázar sabía muy bien aquello de que no es posible entrar a la obra literaria buscando nada más que esa “almendra ideológica” (que muchas veces se la inventa o la manipula el crítico o el reseñador) cuando contemplaba en su apartamento de París, entre sus papeles, junto a su máquina de escribir, o sobre sus libros o debajo de los muebles, pasearse por el living, o mirándolo parado en la ventana, o durmiendo acurrucado de algún frío traicionero, a su gato “Teodoro W. Adorno”.

 

* Javier Campos. Escritor chileno. Reside en EE.UU.

 
 

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