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Philip Roth
De libertino a clásico en vida

Por Jaime Collyer
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 11 de noviembre de 2005

El último gran iconoclasta de las letras norteamericanas irrumpe con "La conjura contra América", una obra en que imagina a Estados Unidos sumido en una pesadilla fascista liderada por Charles Lindbergh, el conocido héroe de la aviación.

Cuenta el propio Roth con humor que, a un paso de lanzarse a librerías El lamento de Portnoy (su primer éxito novelístico, que refería las devociones onanistas y la claustrofobia de su joven protagonista ante el estilo de crianza tan abrumador de sus progenitores judíos), advirtió a sus padres del escándalo que eventualmente podía provocar la novela, y que su madre, al abandonar el café en que se encontraban, estalló en sollozos ante el padre, lamentándose en voz alta: "¡Tiene delirio de grandeza, pobrecito! Se va a sentir tan decepcionado cuando todo eso que imagina no ocurra...". En rigor, el libro fue un gran acontecimiento, el primero del vasto listado de exitosos escándalos que han acompañado al autor en su vida.

De reacciones afectivas imprevistas como ésa, o los procedimientos subrepticios que dominan la vida de pareja, el escenario familiar, el entorno académico, está hecha la obra incisiva de Roth, cuyas historias develan o escarnecen las grandes interrogantes de nuestro tiempo. ¿Cómo desafiar —por una parte— a la tradición, a la respetabilidad instituida por el hábito, sin derivar a la pleitesía opuesta de lo no-convencional, al empeño grotesco de estar a la moda? ¿Cómo resistir —por la otra— con nuestra verdad individual a la marea de lo políticamente correcto o los fundamentalismos que hoy devastan el mundo? Por su insistencia en la sexualidad y en sus facetas menos confesables, le ha sido adjudicado el rótulo de "libertino" o de "autor perverso", un honroso estigma que a su vez recayera en Henry Miller, a quien él mismo considera uno de sus inspiradores. En una época de grandes concesiones al esquematismo ambiente y los mensajes enaltecedores, Roth arremete por su cuenta, sin inhibiciones, contra lo razonable, como sucede en La mancha humana (2000) o El animal moribundo (2001), dos novelas en que asoma la mala fe asociada a la corrección política, sin demasiadas concesiones a la discreción esperable en un autor de su estirpe. De la discreción y sus trampas se ha encargado el mismo de aclarar que no es su opción predilecta: "No puedo ser discreto, ni me esfuerzo demasiado por serlo, al menos como escritor. Preferiría serlo, y me haría la vida bastante más fácil, pero la discreción no es, por desgracia, privilegio de un novelista".

Si no hubiera en la narrativa actual un monstruo de su talla, habría —con seguridad— que inventarlo, rastrearlo a la fuerza en su covacha, sacarlo a la luz y enaltecerlo contra su voluntad, aunque sólo fuera por gratitud, como reconocimiento a su capacidad aparentemente ilimitada de revitalizar un arte —el de la novela— que hoy tambalea peligrosamente en la marea incontenible de frivolidades envasadas en forma de libro. Digo lo de rastrearlo en su covacha porque su vida pública es bastante inasible, huidiza por definición. De hecho, vive recluido en su casa de Connecticut y casi no da entrevistas. No es, con todo, el arquetipo del neurótico reacio a los flashes, al estilo de un Salinger o una Greta Garbo, pero no aparece demasiado en público, concentrado —como es evidente por su obra tan prolífica de los últimos años— en su propia labor. Como dato anecdótico —y contrario a su actitud elusiva— cabe decir que se ha dado algunos gustos insólitos, como lo de aparecer en un rol episódico en el filme "Atrapados sin salida" de Mílos Forman, representando a uno más de los orates recluidos junto a Jack Nicholson.


UN CABALLO DESBOCADO

Siendo estrictos, Roth es un autor de madurez, de esos que, en lugar de comenzar a babear tempranamente, o a "chochear" con sus libros pretéritos, parecen expandirse en forma insospechada en la última fase de su vida. No es que sus primeros títulos pasaran inadvertidos y ya con su primera colección de cuentos, Goodbye, Columbus and Five Short Stories (1959), publicada a los 26 años, evidenció un empeño resuelto de encontrar una voz original. "Una voz que fuera coloquial", ha dicho, "y a la vez cómica, que incluyera, aparte de lo que se decía expresamente, ciertos matices ocultos". La crítica habló de él como una promesa incipiente de la narrativa local, pero no fue sino hasta la publicación de El lamento de Portnoy (1969), diez años después de ese volumen iniciático, que comenzó a ser el fenómeno que es hoy, a insinuar la fuerza insospechada de su prosa y su temática, a encontrar al fin —en sus propios términos— esa voz personal que anhelaba. "No hay", explica hoy, "dos palabras más valiosas para un escritor que las resultantes de ese proceso: eres libre, eres dueño de tu propia voz". Ese hallazgo tuvo un precio y, con su historia del hijo que reniega de su formación judía, le pisó por primera vez los callos a su comunidad de origen, suscitando una reacción adversa surgida de su propia tribu, que lo ha catalogado en ocasiones como "un antisemita solapado". Entre ese rótulo ingrato y el sambenito opuesto, algo más halagüeño, del "último gran escritor judío norteamericano", Roth ha debido luchar con humor, sin arredrarse ni claudicar, contra esta forma dual de censura o discriminación: por un lado, el chantaje implícito de la propia comunidad judía; por el otro, las buenas conciencias intelectuales de Norteamérica, que gustan de poner el apellido étnico a los autores de origen diverso al de la sociedad anglosajona (la auténtica dueña de la nación). Roth detesta sin vacilaciones estas maniobras "salvacionistas", concibiéndose a sí mismo como un escritor norteamericano a secas, sin necesidad de apellidos que lo victimicen o realcen de manera artificiosa. Ni falta que le hace.

Algo de ello late en La conjura contra América, que es una suerte de paradoja en sí misma, desde su propia concepción: a la vez un recordatorio de su propia infancia, coincidente con la Segunda Guerra Mundial, y una pieza enteramente ficticia, que parte por instalar a Charles Lindergh —cuya afinidad temprana con el nazismo es hoy un dato reconocido— en la Casa Blanca y especula, a contar de allí, con un EE.UU. irreconocible, gradualmente reblandecido por las prácticas totalitarias encubiertas de la nueva administración. ¿Irreconocible? Ni tanto, a la luz de lo ocurrido con la sociedad norteamericana tras el atentado a Nueva York o al tamiz de su propia historia como nación. Tan devota —en la percepción temerosa que el Roth niño sugiere en la novela— del espíritu de rebaño y eso que él mismo denomina su vocación de "chusma linchadora". Bajo un barniz de buenas intenciones, es lo que viene a decirnos ese niño de antaño, asoma cada tanto el Gran Hermano operando en las sombras, administrando castigos tácitos a los disidentes, poniendo a la intelectualidad díscola en su sitio. El mismo Roth ha intentado resumir el sentido último de esta obra sorprendente de política-ficción: "Pasa que la historia entra siempre en forma precipitada en nuestras vidas, como un caballo desbocado en nuestra habitación. Pero uno tiene que arreglárselas no con la historia, sino con el caballo en la habitación, ante el cual uno está por completo desamparado. La familia Roth de mi novela lleva ese desamparo hasta el límite, a la desesperación. Y lo mismo puede ocurrirle a cada uno de nosotros".

Para meditarlo seriamente, cada uno en la soledad de su habitación.

 

img: Francisco Javier Olea

 
 

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