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Me tratarás como a una reina

Por Javier Campos

 

Cuando vio entrar a esa mujercita pequeña de medio metro pensó que era la broma más cruel que le habían hecho en su fiesta de soltero. Su ultimo día de soltero. Realmente sus dos últimos días de soltero porque hoy era un día viernes y el domingo era su matrimonio. Los amigos le dijeron que la fiesta sería en un restaurante elegante y que lo habían reservado a partir de las 9 de la noche hasta que "las velas no ardieran más". La mujercita era enana pero de una belleza que no pudo explicarse ni menos encontrar parecido con nadie. Quizás se parecía a alguna de una película italiana donde trabajaba Vittorio Gassman o un personaje extra que aparecía en un film de David Lynch. Recordó, "¡Il Mattatore!". Era una película donde una mujercita enana se disfrazaba hasta de Greta Garbo para estafar a unos periodistas ansiosos. Ahora aquella hermosa miniatura tenía un vestido color crema. "Pero no, no era extra", se dijo volviendo a "Il Mattatore". Allí la enanita decía un par de frases y no habló más en toda la película.

Sin pensar más caminó hacia ella. En fin es mi fiesta de soltero, se dijo. A medida que avanzaba parecía hacerse más grande la diferencia. A cada paso que daba, ella parecía empequeñecerse y la perspectiva de su cuerpo se reducía a la afilada nariz, la limpia frente y el pelo dividido en dos sedosas corrientes que caían hasta los hombros diminutos. Pero ella alzó la cara. Sonrió. Giró levemente el rostro y le ofreció su mejilla para que la besara. Cuando se inclinó para hacerlo sintió como si él hubiera crecido desmesuradamente y esa tersa mejilla, esa piel de inexpresable suavidad que apenas rozó con sus labios. El tamaño de otra realidad.

-Gracias -le dijo la hermosa mujer pequeña-. Puedes darme otro en la otra mejilla. Me gustan los números pares. Los números desiguales, o las cosas que no tienen par o compañía, una montaña solitaria, una luna sin su estrella luminosa a su lado, mi mano sin otra que me la acaricie, eso me desespera.

Primero le sorprendió que le pidiera unos besos en ambas mejillas. Pero aun más aquellas frases entre filosóficas y cursis, sacadas de algún poema que no podía recordar en ese momento. No sólo la mujer era pequeña, bella, sino también hablaba de una manera que no había escuchado nunca. ¿Es que también los amigos habían contratado a una actriz pobre de teatro marginal, enana de un circo en ruinas, para divertirse ellos mismos en sus dos últimas noches de soltero?

-Mucho gusto -le dijo, dándole la mano y arrepintiéndose inmediatamente. Se vio ridículo e incomodo al sentir de vuelta una manito diminuta como si fuera una masita de goma que se le pegaba a su palma de gigante.

- ¿Cómo se llama? -le preguntó inmediatamente, sintiendo ahora que unos deditos se movían y adquirían vida como pescaditos entre su mano. Los sintió húmedos y cosquilleantes. No quiso tratarla de tú porque una fuerza interna se lo impedía. Quizás era su propia sensualidad reprimida o a punto de explotar entre sus amigos hombres en esa despedida de soltero. O porque era la primera vez que estaba ante una mujer enana. Vestida como una reina. Mirándole desde abajo. Casi desde el piso. Con unos preciosos ojos verdes. Podría ser perfectamente un niña pequeña. Del tamaño de un muñeca. Por la cabeza le pasó un cuadro de Balthus. También la obra conocida de Navokov. Pero, especialmente de los cuadros de Balthus.

-Azucena - le respondió - mirándolo desde abajo, como gritando hacia una montaña. Como si realmente fuera una reina cautiva. Con su mejor sonrisa pero dejando que el hombre viera sus ojos y una dentadura perfecta.

Ambos atributos físicos de la mujercita despedían una sensualidad tan fuerte como la luz de la pantalla de la televisión del restaurante que transmitía a las espaldas de ella una película erótica en blanco y negro. Se quedó mudo mirándola. Tonto pensó ella. Podría amarme. Lo veo en sus ojos. Se queda callado despreciando mi altura.

Súbitamente trepó a la mesa como un pajarito y quedaron a la misma altura. Ella rozó levemente sus dedos otra vez, sonriéndole con picardía.

-¿Ves? Todo es cuestión de perspectiva. Tengo sed. ¿Nos tomamos un vinito?.

El siguió mudo pero respondió a su sonrisa con un gesto de asentimiento. Estaba impactado por la mujercita. Esa muñequita de carne lo estaba excitando. Y aún más: que hubiera volado desde el suelo como una paloma hasta la mesa. Todo lo veía como un cuadro surreal. Como un cuadro de Balthus (volvió a repetir por tercera vez el nombre del pintor francés). Ahora se veían a los ojos. A él le pareció una de esas princesitas que bailan en cajitas de música. Ella le seguía acariciando la mano. El hombre miró de reojo la película en blanco y negro que seguía transmitiendo la pantalla de la televisión. Un caliente deseo comenzaba a circular por el cuerpo del hombre.

-¿Vino o champagne?- Le preguntó a la mujer y se imaginó preguntándole a una muñeca de porcelana arriba de una mesa.

-Vinito prefiero, pero en una bonita copa de cristal. Como para una reina- le dijo Azucena- mirándolo tan de cerca que el hombre pudo oler un perfume a flores y ver también, a través de su escotado vestido color crema, unos sostencillos blancos, diminutos, y el color miel de su piel con pecas parecidas a manchitas de chocolate. Y unos senos como damascos con un pezón rozado, erecto.

En la película que seguía en la pantalla del bar del restaurante aparecía una escena de Marlene Dietrich mostrando sus hermosas piernas en un cabaret alemán. Un hombre viejo de barba la miraba somnoliento. El hombre era distinguido con barba blanca y hacia el papel de profesor de una escuela secundaria. Tenía una foto en su mano y comprobaba si la imagen coincidía con el rostro y las piernas de Marlene Dietrich. En otra parte de la escena, unos muchachos que eran sus estudiantes se escondían del profesor. Alguien había denunciado que algunos de ellos pasaban con sus ropas de estudiantes a mirar las piernas de la bailarina. Pero en una escena el profesor se queda hipnotizado mirando bailar y cantar a la bella rubia de ojos verdes y piernas hermosas. Había visto tantas veces esa película. Le gustaba la escena erótica del baile de Marlene Dietrich pero no la caída en la miseria de aquel profesor quien se enamoraba de la bailarina hasta llegar a la demencia. La Dietrich lo dejaría al fin de la película (¿o en el medio de la película?) pobre y aun más viejo y miserable por un hombre joven y apuesto. Todo eso pensaba el hombre, mirando de reojo la película y mirando a su vez el cuerpo diminuto de esa bella mujer de ojos verdes que mojaba sus labios con el color oscuro del vino de una bella copa de cristal hecha para una reina en miniatura.

Le gustaba el cine y ahora con ediciones de viejas películas que se podían arrendar podía volver a ver las películas más clásicas del cine norteamericano o europeo. Por eso, por una multitud de imágenes visuales, escenas, personajes, historias del cine, la presencia de esa mujercita hermosa no le causaba rareza tenerla a centímetros de su cuerpo. Mirándola beber de la copa de cristal. Azucena bebía con elegancia aprendida de alguna parte o sólo le venía por instinto. El hombre había sospechado que la mujercita podía ser una actriz y de seguro sus amigos la habían contratado para su fiesta de soltero. Poco le importaba ni menos estar por primera vez ante un ser extraterrestre. Su cultura, y la imaginación visual que se formó por tantas películas vistas (y su pasión por la pintura). Fue como entrar él mismo a una escena de las tantas historias de directores italianos, franceses o norteamericanos. Pero especialmente a un cuadro de Balthus (era la cuarta vez que mencionaba par sí mismo el nombre del pintor cuya madre había sido amante del poeta alemán Rilke). Era cierto, Azucena había sido contratada por los amigos del hombre. Eso estaba clarísimo. Le ofrecían un regalo que se asemejaba a sus gustos por las películas y por Balthus (ahora era la quinta vez que repetía al pintor francés). Querían saber (eso suponía él) qué podía hacer su amigo en su última fiesta de hombre soltero con un personaje que el mismo hombre sólo había visto en una pantalla de alguna vieja película de Fellini o Vittorio de Sica. O en ilustraciones de ese Conde francés amante de los gatos...

Lo cierto es que no cruzaron más palabras. Fueron las únicas para conocerse y presentarse y comenzar luego un laberinto de gestos y movimientos.

Fue aquí que se nos empantanó el cuento porque cuando Emily envió su parte, que continuaba al momento cuando Azucena y el hombre se encuentran, no le gustó para nada al matemático (aunque éste no sabía apreciar la literatura de ficción. Era un matemático que opinaba de cualquier tema que se enviara a la lista ). El matemático consideró el agregado de Emily muy "profeminista" y de allí no lo sacó nadie. Ernesto por otro, que había incorporado la parte fílmica al cuento, dejó de enviar colaboraciones por alguna razón y no participó más. Yo en tanto organizaba los diferentes agregados al cuento en la computadora. Cortando aquí, poniendo un pedazo del envío en alguna parte que tuviera sentido, o en una continuidad sorpresiva. Junto a eso estaba metido en mis propias clases en el semestre de primavera en mi universidad norteamericana. Los envíos que se suponía construir un cuento entre mucha gente, venían de chilenos de una lista llamada Chile-Opina... Aun cuando a veces la lista se transformaba en una olla de grillos. Ataques personales iban y venían. O rencores porque alguien le dijo que su análisis sobre tal asunto era una mierda. Otros (las mujeres de la lista) decían que allí sólo opinaban los hombres y cuando las mujeres -era lo que siempre decía Clarita- enviaban una opinión nadie les daba nunca ninguna respuesta. "Ni le daban pelota a sus envíos" decía ella en su lenguaje bien chileno.

Había otro compatriota en la lista que vivía en Inglaterra (según el código de su email) y se llamaba el Kurbi. Kurbi era el participante más desinhibido de la lista (bueno, jamás envió nada para aportar en este cuento colectivo). Kurbi era un francotirador tipo "kamikaze" que podía hundir en el charco de mierda a cualquier participante con un lenguaje lumpen (aunque él era un doctor en ciencias que estudian la genética). Kurbi era de temer. El 80% (yo creo que era el 95%) de la lista lo consideraba un enfermo mental o un ser de inteligencia superior pero lleno de neuronas torcidas. Especialmente aquellas que tenían que ver con la capacidad de un degenerado esquizofrénico para aplastar con una bomba atómica a cualquier bichito indefenso si al Kurbi no le parecía buena la opinión del otro o la otra. No discriminaba con nadie. Era realmente un fascista de Internet (como los hay en otras listas) incapaz de aceptar otras ideas. Las suyas eran las ideas de un izquierdista afiebrado que se había quedado estancado (y estábamos en el Tercer Milenio) cuando entonces la lucha guerrillera se consideraba (por aquella izquierda de los 60-70) como la única alternativa en América Latina o en países del Tercer mundo para aplastar al imperialismo. Esa era su raíz ideológica que producía en Kirbi una esquizofrenia de palabras insultantes que enviaba a Chile-Opina.

Nadie en la lista sacaba a nadie porque no había desde hace tiempo ningún director o administrador de la lista. Lo hubo al principio pero luego por una raro malfuncionamiento tecnológico la lista siguió sola. La lista iba automáticamente ordenando sola los mensajes, por semana, por mes, por años. Como si de repente se perdiera en el espacio una nave espacial y luego sin tripulantes comenzara a funcionar por sí misma por algún sorpresivo malfuncionamiento de un ship del computador. Parecía una nave controlándose sola. Independiente de la dirección de un ser humano. O sea que la lista tenía un piloto invisible y automático que nadie en la lista podía eliminar, sacar, jubilar, etc. Por eso Kirbi, aprovechándose del misterio tecnológico de la globalización, sabia que era imposible arrancarlo del grupo de discusión en Internet de Chile-Opina. A nadie se podía arrancar de la lista por lo que alguien dijera. Todos parecíamos estar estancados allí dentro y también libres de enviar la noticia, el comentario que quisiéramos. Pero Kirbi había pasado lejos la raya de lo aceptable. Había llegado al extremo (o la libertad deseada del sicópata cibérnetico) de lo que una persona (nadie había conocido personalmente a Kirbi ni había fotos de él en Internet) puede hacer en una lista en el mundo del Internet. Se sabía Kirbi con la libertad absoluta (y por eso abusaba de la lista) porque nadie podía arrancarlo jamás de Chile-Opina (por lo menos hasta que se solucionara el funcionamiento automático de la lista).

Alguien me comentó privadamente que intentaban hacerlo pero si lo intentaban se destruiría enteramente la lista de inmediato y desaparecíamos todos los participantes. Algunos no querían hacer eso porque la lista ya llevaba 5 años funcionando. Muchos integrantes se habían hecho amigos por la lista. Se escribían privadamente (aunque nunca nadie se había visto las caras personalmente porque todos estábamos repartidos por el planeta) y si la lista desaparecía, era como si todos nos hubiéramos muertos. Algunos tomaban bien en serio la amistad que produjo la lista. Por eso el Kirbi era una mancha cancerosa en Chile-Opina pero no había nada que se pudiera hacer. Unos chilenos se habían conocido hace dos años y luego desaparecieron de participar. Todos creímos que estaban aburrido aun cuando sus nombres seguían en el archivo de los integrantes. Nos parecía que leían todo lo que allí se escribía y se discutía. Pero luego de un año de haber estado ambos en silencio, aparecieron con la novedad de que se habían casado por Internet. Como tenían pantalla de TV en sus computadores se comunicaron con un sacerdote chileno, jesuita que era adicto al Internet y tenía una página propia con un foro sobre la religiones del mundo. El accedió a casarlos y arregló toda una excelente conexión a tres computadores como si el casamiento fuera realmente en el living de la casa del novio o de la novia. No se casaron en una iglesia porque el padre jesuita aún no tenía solucionado eso de casar vía Internet y en una iglesia auténtica, y menos en la Catedral de alguna ciudad famosa, pero ya se las estaba ingeniando para casar incluso en la catedral de Notre Dame en forma virtual. Nunca nadie les preguntó en la lista asuntos íntimos pero por ahí, en algún email privado, se sabía por otros casos que no era difícil tener relaciones sexuales a través de pantallas conectadas al mismo tiempo. Incluso era mucho más sensual y la erección de l novio no se perdía nunca porque la pantalla reflejaba con una belleza insuperable los cuerpos (incluso más jóvenes de lo que parecían) idénticos a los DVD que hacía el Playboy.

Bueno, yo quise , como decía, crear colectivamente un cuento entre todos los de la lista. Lo empecé a hacer en mi tiempo libre (que no era mucho) durante el semestre. Como quien se toma un café en la pausa de la clase que se está dando. Ese semestre estudiábamos un paquete de diversos cuentistas, novelas cortas, de una espectro grande y diverso de escritores y escritoras de América Latina desde comienzos del siglo XX hasta el 2005. El curso, en la segunda clase, debíamos comenzar a hablar sobre un cuento de Borges que estaba en el paquete (fotocopiado de la primera edición). Estábamos leyendo el cuento muy conocido y el que ha tenido varias interpretaciones contradictorias, escritas por académicos y hasta por escritores. Era "El Sur". El día que se nos atascó el cuento de la enana Azucena, teníamos que discutir si el viaje al sur del protagonista de "El Sur", luego de salir del hospital, era un sueño o era la gran metáfora de Borges de que las vidas son circulares (y no elípticas) , en literatura, y que escribir un cuento es sólo reproducir un diálogo ficticio-literario con otras obras (el cuento menciona varias obras con las cuales Borges dialoga, "El Martín Fierro", "Las mil y una noches", etc.). Algunos estudiantes, especialmente aquellos que su lengua nativa no era el castellano -pero tenían grandes deseos de estudiar otra lengua y otra literatura- les costaba entender el argumento del cuento de Borges. Aun cuando lo entendieran eran muy pocos que captaban el cambio del personaje cuando está en el hospital y luego parte en un tren al sur a una antigua hacienda de sus abuelos, el que era alemán y el otro que era criollo. Este último había peleado expulsando indígenas (realmente un genocidio) en la pampa por allá por la mitad de 1800. ¿Y cómo hablar y explicar (o crear otras posibilidades de análisis) esa vuelta de tuerca en el cuento de Borges si apenas algunos podían entender el argumento? Allí también se nos estancó la discusión y el cuento de Borges. O sea su personaje parecía vagar sin ningún rumbo lógico por otro cuento que se habían inventado algunos estudiantes. Es como si el hijo de dos abuelos de distintos países (uno alemán otro argentino) no pudiera explicarse en una clase de literatura latinoamericana de una universidad norteamericana. Un personaje en el vacío. Un personaje que ya no puede avanzar y su vida queda congelada. Un cuento trunco. Y todo coincidió perfectamente: estancados con el cuento colectivo de Chile-Opina y estancados en mi clase con el cuento de Borges. ¿Tendría eso algún significado oculto?

 

 

*Javier Campos es chileno, reside en EE.UU. Escritor, poeta. Publicó en 2003 el libro de cuentos "La mujer que se parecía a Sharon Stone". En octubre de 2005, recibió el "Premio Chicano/Latino" de la Universidad de California, Irvine (EEUU).

 
 

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Me tratarás como a una reina.
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