(Este relato de abajo fue publicado en el libro de cuentos La mujer que se parecía a Sharon Stone, Editorial RIL, Chile. 2003. Una reseña fue publicada en El Mostrador, aquí el link para algún interesado que es una reseña sobre el libro total:
https://www.elmostrador.cl/cultura/2004/04/28/javier-campos-registra-la-latinoamerica-latente-y-escondida-en-eeuu/ )

Siete semanas atrás, a mediados de agosto, recibí un email de un diario chileno pidiéndome le enviara “una historia” (así decía su mensaje en el primer párrafo) “de cómo celebraban los latinos sus fiestas patrias en Estados Unidos”. Querían publicarla en septiembre. Creo que me contactaron a través del semanario donde trabajo, el “Literary New York”, que ahora está en Internet. Pero el editor quería, sobre todo (y esto lo especificó en el segundo párrafo de su email) “una historia de chilenos que vivían en los Estados Unidos. Esos que se exiliaron allá”, terminaba el pedido. Comencé a escribir una versión incluyendo sólo a exiliados chilenos pero luego me pareció muy estereotipada y muy seria. Me vi envuelto en asuntos políticos confusos, violaciones a los derechos humanos no resueltas aún, me leí en Informe Rettig, y también el último discurso del presidente Ricardo Lagos sobre su propuesta (definitiva parece) para solucionar la cuestión a las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura militar. Me sumergí en una tonelada de información que hay en Internet (pero que sólo leí el 2%). En fin, deseché aquella investigación porque me estaba metiendo en un túnel sin salida y comencé otra. Más personal. Escrita con un distanciamiento de 25 años que eran realmente todos los años que no regresé (ni regresaré a vivir, pero sí he ido esporádicamente) a mi propio país. La verdad es que Chile no era ya mi país, sino otro. Un país construido con dos elementos: una mínima nostalgia (un poco añeja), pero mezclada también, y en una gran proporción, con los 25 años viviendo en los Estados Unidos.
Ha pasado más de un mes y no he sabido nada si a aquel editor chileno le gustó o no la historia que le envié a comienzos de septiembre (y que abajo reproduzco). Silencio total. Definitivamente no la vi publicada. Creo que esperaba un relato de añoranza sin límites por el país dejado. Una historia donde mezclara la nostalgia de la Cordillera de los Andes, las empanadas de horno y el vino tinto, y no una historia donde (pensaría él) yo describía, por el contrario, con ligereza la vida de algunos que llegaron aquí como exiliados.
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Al igual que algunos compatriotas, he vivido muchas fiestas patrias (18 y 19 de septiembre) fuera de Chile. Algunos 18 pasaron como un día cualquiera o los olvidé por el nuevo ritmo que tomó mi vida en el nuevo país. Otros fueron días sin ninguna importancia. O un recuerdo muy fugaz, difuso, de fiestas campesinas (en mi caso), “ramadas” llenas de gente tomando mucho vino y sacando de un plato grasosas empanadas fritas. Pero en mi memoria siempre hay un espacio, como un cuarto especial, para mi pueblo costeño llamado Santo Tomé. Recuerdo las ramadas de piso de madera donde el alcalde de aquel pueblo, luego de un cacho de chicha, se bailaba el pie de cueca inaugurando (generalmente el 17 de septiembre en la tarde) los próximos dos días de juerga que terminaban realmente el día 20 en la madrugada. Después estaban las ramadas más modestas, ésas de piso de tierra. Estas por lo general tenían solamente dos o tres “chuicos”. O si había suerte, una pipa con vino de la zona que parecía de nunca acabar porque duraba los tres días seguidos. El último día, el 19 de septiembre por la tarde, el vino comenzaba a producir el efecto “sonrisita de león” (cuando el vino se convertía en vinagre).
Para el público de la ramada modesta se habían instalado dos o tres mesitas sencillas y varias sillas de mimbre. Y una radio a baterías. A veces “la ramada modesta” podía contratar un conjunto de tres cantoras, casi abuelitas, que amenizaban por una hora con cuecas nunca antes oídas en la radio, y valses rescatados de la época de la independencia. Las ancianas cantoras, luego de su actuación, se “iban a servir algo detrás de un mesón” y allí esperaban su segundo “show” comiendo empanadas y tomando mate. Mi madre, que trabajaba como empleada doméstica en la “Pensión Santiago”, pasaba los tres días en la ramada instalada por la dueña de aquel hotelito de Santo Tomé. Sin embargo, “la ramada modesta” no superaba nunca a “las ramadas de los ricos” –como decía mi madre-. A ésas últimas iban los jefes de la Fábrica de Paños (famosa en los años 60 pero luego con la dictadura militar el pueblo se transformó en un lugar fantasma), los dueños del comercio, cierta clase media llena de cursilería y una clase alta pueblerina impenetrable, compuesta de comerciantes ricos, muchos de apellidos italianos, alemanes, palestinos, españoles, que se juntaban con militares de alto rango, con autoridades burocráticas, y con los jefes de policías. Pero otra cosa importante: “la ramada de los ricos” no sólo tenía conjuntos musicales en vivo durante las fiestas patrias, también un fabuloso tocadiscos con parlantes monumentales.
En cambio a la ramada de la “Pensión Santiago” (instalada siempre muy lejos de la ramada con mejores recursos técnicos, el mejor vino de la zona, muchas mesas y sillas) llegaban sus clientes habituales. Y éstos eran los siguientes. Primero, muchos campesinos a caballos que venían de las áreas rurales colindantes al pueblo. Segundo, las empleadas domésticas (jovencitas) con vestidos nuevos y olor a jabón “lux”. Tercero, uno que otro tinterillo pobre con su único traje, por lo general de color negro y gastado. Cuarto, los profesores primarios de zonas rurales, junto a uno que otro profesor del Liceo, quienes eran más pobres que los tinterillos. Quinto, los pescadores de las caletas cercanas junto a la clase obrera de las fábricas de paños cuya pobreza se acercaba a la de los tinterillos, a la de los profesores primarios rurales y a la de los profesores secundarios. Y por último, un grupo literario anti-todo (y practicantes de la literatura y arte del realismo-socialista) llamado “Ariete”. Por lo general sus integrantes venían de esas clases pobres arriba mencionadas y creían a ciegas en la utopía socialista. Este grupo era odiado secretamente por las otras clases del pueblo. Principalmente por algunos profesionales y todos los altos jefes de las fábricas de paños. Incluso el profesor de gimnasia del Liceo del pueblo hablaba peste de aquel “grupito de intelectuales”. Los consideraban “casos perdidos”, “artistas amanerados”, y otras frases parecidas decían del grupo “Ariete”.
Mi madre pasaba esos tres días –junto a otras dos cocineras- haciendo montañas de empanadas fritas. Como mi madre era alta y de manos grandes (la mitad de su sangre era de un padre emigrante alemán que se alió con una indígena del sur de Chile pero que jamás la reconoció como hija legitima), se ocupaba también de darles unos gritos a los borrachitos que medio tambaleantes se querían echar a dormir en la ramada o se “propasaban” (decía mi madre) con la diversa clientela que aparecía por allí, especialmente con las empleadas domésticas. Una vez uno de ellos fue más lejos, empezó a “toquetear” a una de las ancianas cantoras. Mi madre lo cogió rápidamente por la espalda como si fuera una mosquita indefensa y lo dejó sentado fuera de la ramada. Otras veces, sabiendo de su fuerza le decían –luego de escuchar su grito de batalla-, “está bien señora Amelia, si ya ahorita nos íbamos yendo”. Y entonces, por un extraño milagro que había producido la fuerte voz de mi madre, dos o tres salían caminando, derechitos, cuidando de no tambalearse por la borrachera que llevaban encima. Sin embargo, un 19 de septiembre, alguien estuvo a punto –con un andar para atrás, para los lados y para adelante- de caerse sobre el palo principal de la ramada de la “Pensión Santiago” (siempre la construían como si fuera la carpa de un circo). Esa vez faltó muy poco para que la modesta ramada se desarmara y se viniera toda al suelo produciendo una crujidera de palos, ramas de pinos, boldos y eucaliptos.
Quién sabe si por esos recuerdos tan escondidos en mi, poco me interesaba pasar los 18 en fiestas de chilenos en los Estados Unidos. Prefería esas memorias picarescas de mi pasado ya muy lejano las que con el tiempo vivido en los llamados “países del Primer Mundo” se convierten en un museo del pasado. Como esos museos norteamericanos donde muestran (por 10 dólares la entrada) idénticamente, o idílicamente, como vivían los primeros pioneros que llegaron a Nueva Inglaterra en el siglo XIX. O la vida de los indios Pequot, o los indios Mohawks en las orillas del río Connecticut. Lo maravilloso de los museos es que no se sabe si de verdad así vivía la gente porque todo se reconstruye con suposiones. Por ejemplo, se tienen las piedras que amarraban a un palo para cazar animales, o un diente que nos puede decir la dieta de todo el pueblo, los productos que cultivaban, y de allí suponer el tipo de ramas que usaban para construir sus casas. En fin, pero lo cierto es que no recuerdo haber asistido a muchos 18 con chilenos pero sí recuerdo uno en forma muy especial. Y lo recuerdo porque muestra cómo puede ser distinta una fiesta nacional en otros lugares del mundo. Y esta es la historia.
Yo recién acababa de llegar al estado de Connecticut por un trabajo nuevo que acepté en una universidad. Lo cierto es que nunca se sabe cómo otros chilenos pronto se enteran de los nuevos compatriotas en el área. Por los diversos lugares donde he vivido en EE.UU. (desde California a Nueva York, y desde Minnesota, Ohio, a West Virginia) casi siempre me he topado –aparte de otras que cubren todos los países de América Latina y el Caribe- con más de cuatro familias chilenas que se conocen y se juntan regularmente. El asunto es que me llamó Sonia a mi oficina. Luego de preguntarme de dónde era, qué hacía, etc., me contó del grupo de chilenos que había en la zona. En diez minutos supe toda la historia de sus actividades (hasta de un equipo de fútbol llamado “Colo-Colo” el que jugaba regularmente con otros emigrantes de El Salvador, Perú, Guatemala, México, Colombia o Argentina). “Vente a la fiesta del 18 que tendremos en mi casa. Y como eres poeta, puedes declamar también unos versos de Pablo Neruda”. No pude decirle que no, además me parecía muy amable por el teléfono pero le dije que eso de “declamar” versos de Neruda mejor ni pensarlo. “Ok., a lo mejor le digo al Lucho que declame. Él es otro chileno poeta que hay por aquí”. La palabra ‘declamar’ me quitó inmediatamente las ganas de aparecer por la fiesta de Sonia pero ya le había dicho que iría (lo había prometido antes de oír la palabrita aquella que tanto me molestaba). Además, algo me decía que la celebración del 18 entre chilenos tendría su propio carácter. Inencontrable en Chile mismo (y menos en mi memoria de los 18 que pasé en la infancia de mi pueblo en Santo Tomé).
Sonia era exiliada, casada entonces con un médico chileno (que luego la abandonó con dos otros hijos nacidos en los EE. UU.). En la fiesta aquellos hijos, que a pesar de la insistencia de la madre de que se comportaran “como chilenos”, eran realmente norteamericanos. El chico mayor (19 años) odiaba las empanadas porque tenían mucho aceite, cebollas y demasiada carne. La hija era vegetariana y le interesaba la música en inglés, el reggae y el ciclismo. Los dos hablaban bien el español, pero se veía que era el inglés su lengua materna. Ese día sólo la hija apareció en la fiesta (en traje de ciclista) por un rato para comer un poco de torta de mil hojas que otra familia chilena había traído de postre. Luego desapareció con sus amigas “gringas” que lucían como seres de otro planeta en la fiesta chilena. Sonia se había casado por segunda vez con un judío de Boston (no tenían hijos) pero era evidente que ella quería imponerle toda la cultura chilena. Es decir, las empanadas, las sopaipillas, las pantrucas, los porotos con riendas, las humitas, el pastel de choclo, la cazuela de ave. Y por supuesto la música chilena: los Quilapayún y los Inti Illimani. El nuevo esposo era el hombre más amable y bueno que he conocido en la vida. Parecía dejarle hacer todo, sin reproches (por lo menos en público), y además comía todas las recetas de comida chilena sin protestar.
Sonia era divertida, pero también de un carácter fuerte. O quizás era de esos chilenos donde el pasado no lo pueden olvidar nunca y quieren reproducirlo cada día en el presente (que al final se transforma en un presente continuo). Y el que con los años se convierte en algo peor: una nostalgia congelada en el tiempo. Eso es lo que me pareció ver entre ciertos chilenos que aún viven en el extranjero, pero especialmente la generación que ya era mayor cuando dejaron el país y salieron al exilio. Pero esto último también es frecuente entre otros grupos de emigrantes en los Estados Unidos (cubanos, argentinos, peruanos, bolivianos, uruguayos, brasileños, españoles, etc.).
En fin, Sonia tenía ese 18 de septiembre la fiesta muy bien organizada. Había empanadas de horno y fritas. Varias fuentes de ensalada chilena (tomates con cebolla y cilantro). También otra familia de chilenos (Renato y Carmen) trajo carne para un asado monumental que se pondría en una parrilla eléctrica, estratégicamente instalada en el patio de la casa. Renato llegó vestido completamente de huaso chileno (parece que a Carmen no le hacía mucha gracia la vestimenta de su esposo o le daba cierta vergüenza ajena). Renato se puso el traje típico (y bien completo) de patrón de fundo, zapatos de tacón alto más unas espuelas de plata gigantescas que bien podrían servir “para cortar pizzas” (comentó graciosamente en inglés una amiga de la hija de Sonia). Pero también la anfitriona había organizado carreras de sacos y en una piscina pequeña de plástico (comprada en la tienda Sears) instaló manzanas que flotaban para otro juego que tenía planeado. Entre los invitados vinieron familias de Colombia, República Dominicana, México y Perú. Aunque era una fiesta chilena, la mitad era de otros países así que entre la típica comida nacional (según las recetas de Sonia) había platos de otras regiones del continente. Todos podíamos mezclar la ensalada chilena con la ensalada de yuca; los frijoles refritos con la guayaba con queso; el arroz con carne de cerdo y la ensalada de apio; las empanadas de horno con el guacamole mexicano; el pastel de choclos con tamales oaxaqueños. Y de postre, empezar con el mote con huesillos, luego saltar al dulce de leche y, finalmente, a la torta de mil hojas. Había vino chileno por supuesto, junto a la cerveza Tecate o Corona, botellas de Tequila, y suficientes Coca-Cola y Sprite para los niños.
Pero Sonia intentó darle a ese 18 todo el carácter de la chilenidad. Empezó pidiéndole a Lucho, un chileno exiliado (me dijo que era de La Serena), bajito y bien moreno, con abundante pelo negro, que “mientras nosotros cantábamos el himno, él se ocupara de izar la bandera”. “¿Qué himno?”, le preguntó Lucho. “¿Cómo qué himno?... el himno patrio puh... La canción Nacional de Chile. Y mientras cantamos tu vai a ir subiendo la bandera que instalé allí en el garaje. Allí, en ese palo blanco. Así que ándate p’a allá y agarraí el cordel y despacito la vai izando”. Lucho la miró con tremendos ojos, incrédulo, pero luego le pareció que era buena la idea de Sonia eso de comenzar el 18, en Connecticut, cantando la canción nacional e izando la bandera chilena. A él jamás se le habría ocurrido. “Ni siquiera en las ramadas en Chile había visto tanto patriotismo”, me dijo después. Todos los demás invitados, incluidos los de otros países, permanecimos de pie, estáticos, otros con el vaso de vino en una mano o media empanada en la otra, escuchando como la mitad de los chilenos, y a la orden y dirección de Sonia, cantábamos a viva voz el “himno patrio” en el patio de su casa. Lucho, mientras tanto iba izando lentamente la bandera, y con la cara más solemne del planeta, miraba “el emblema nacional” como si fuera un ser angelical que se iba elevando en cámara lenta hacia el cielo. Yo mientras tanto me decía “y éste todavía no sabe lo que le espera: debe ‘declamar’ luego unos poemas de Neruda que Sonia fotocopió del libro ‘Canto General’”.
Lucho “declamó” un poema largo de Pablo Neruda de una hoja que le pasó Sonia. Le salió más o menos porque a veces no modulaba bien y se comía todas las “s”. Las otras familias no chilenas escucharon con respeto pero luego nadie comentó nada. La infaltable cueca, bailada en el extranjero, estuvo a cargo de Sonia y Renato (el que se ocupaba del asado y andaba disfrazado de huaso rico). Después de los “tres pies” se puso música internacional porque “si no”, dijo Sonia, “los amigos no chilenos se van a aburrir”. Así que hasta las doce de la noche todos estuvimos bailando salsas, cumbias y merengues. Nadie terminó borracho ni menos hubo ninguna “pelea de ramada de pueblo”. Cuando me fui de la fiesta, yo preferí recordar idílicamente, quizás inventando lo que nunca ocurrió, o ocurrió de otra manera, aquellas ramadas de mi pueblo en Santo Tomé cuando mi madre deshacía peleas de borrachitos y comíamos empanadas fritas los tres días seguidos.


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Javier Campos: Es narrador, poeta, ensayista, columnista, profesor emérito por la Universidad jesuita de Fairfield, Connecticut, EE. UU. Vive en Spring Hill, Florida. Recientes libros publicados: El bailador de tango (novela, Casasola editor, Washington, 2018), El tango en el Río de La Plata (ensayo, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 2019), La isla del fin del mundo (novela, Mago editores, Chile, 2020), Los gatos no viven en el tejado y otros poemas de amor (poesía, Mago editores, Chile, 2020). Fui dueño de tu encanto, cuentos, Editorial MAGO, Chile, junio 2022. Fue traductor de la poesía del poeta ruso Yevgeny Yevtushenko (ediciones de Nicaragua, Colombia, Chile, Perú, Cuba, Rusia, España). La revista Review Literature and Arts of the Americas, 104, julio de 2022, Manhattan, New York, dedicó una sección a la poesía de Javier Campos en traducción al inglés (Irene Hodgson, Nick Hill y Jessica Treat traductores). Último libro publicado Las sombras del amor, poesía, Editorial Valparaíso, España, Granada, 2022. Ha obtenido varios premios en narrativa y poesía. Ha participado en muchos festivales internacionales de poesía en diferentes partes del mundo. Ha escrito varios ensayos y artículos sobre poesía y globalización, poesía y la revolución digital. Reciente estudio, “Revisión crítica. Desde el golpe militar (1973) hasta el estallido social (2019): narrativa y poesía chilena”. Publicado en http://letras.mysite.com/jcam010623.html y Revista Altazor, https://www.revistaaltazor.cl/javier-campos-6/ Recientes publicaciones 2025: Editorial MAGO, Chile, publica su libro poesía, Recados infantiles escritos desde una nave espacial. La Editorial Corregidor de Argentina publica este octubre de 2025 su libro de cuentos, segunda edición corregida, Fui dueño de tu encanto